Loquillo: «Por qué hoy no me haría un tatuaje»
Si yo hoy tuviera 18 años, lo último que haría para ser diferente, sería hacerme un tatuaje en un salón.
Era pura turgencia, musculosa y pícara. Su cuerpo se contorsionaba, sensual, al tensarse el antebrazo de papá. Yo me recuerdo fascinado y atento a sus movimientos en el comedor de casa, haciéndole abrir y cerrar el puño para verla bailar. Una década más tarde, mi amigo, el Príncipe, se tatuó la camarera sobre patines que aparecía en la portada de la banda sonora de American Graffiti. Pasamos del tatuaje de un estibador del puerto a la figura de culto en el efervescente panorama del rock and roll barcelonés.
Más rudimentario y humilde, yo mismo,...
Era pura turgencia, musculosa y pícara. Su cuerpo se contorsionaba, sensual, al tensarse el antebrazo de papá. Yo me recuerdo fascinado y atento a sus movimientos en el comedor de casa, haciéndole abrir y cerrar el puño para verla bailar. Una década más tarde, mi amigo, el Príncipe, se tatuó la camarera sobre patines que aparecía en la portada de la banda sonora de American Graffiti. Pasamos del tatuaje de un estibador del puerto a la figura de culto en el efervescente panorama del rock and roll barcelonés.
Más rudimentario y humilde, yo mismo, con la ayuda de unas agujas de coser y un frasco de tinta de pluma fácil, me dibujé una lápida con la inscripción, muy en el tono de mi explosiva generación: EDDIE–SID.
Avanzados los 80, el glam rock que vino de LA llevó al tatuaje a las primeras planas de las revistas de moda, tener un tattoo y enseñarlo molaba cantidad, ya no era cosa del lumpen, a saber; marineros en travesía, miembros de bandas urbanas, tribales o fulanas de cuplé. El punk puso en las calles estéticas de las décadas anteriores a la explosión hippie y cargó de contenido nihilista. El boom era ya un negocio en toda regla.
En BCN habíamos pasado de visitar pisos oscuros y sótanos insalubres, donde un excombatiente de vete a saber qué guerra malvivía de masacrar al cliente rendido a la old school, a crear toda una industria. Fue entonces cuando bien entrados los 90, el Príncipe –ya miembro oficial de los Hells Angels– me confesó que ante la banalización del tatuaje era mejor no hacerse más: «Si pudiera me los quitaría hoy mismo», dijo refunfuñando y empezó a llevar manga larga y cuello alto. A mí me pasa un poco lo mismo, me niego a enseñar mis tatuajes al respetable, no me verán vacilando de dibujos de colores en fotos de promoción. Me ponen enfermo los cantantes melódicos, artistas pop, futbolistas, modelos de papel cuché y cantamañanas que pretenden hacerse los duros haciendo alarde de tinta malgastada.
Hace poco, un buen amigo y uno de los capos del tatoo en España me dijo, sin cortarse un pelo y aún en contra de su pujante negocio: «Mira Loco, antes quien llevaba un tatuaje tenía la vida dibujada en la piel. Ahora, la mayoría no tiene nada que contar».
Hoy se tatúan símbolos ancestrales de dudosa procedencia, runas y galaxias, versos de canción, copas de fútbol a todo color. Qué fue de las noches de fiesta loca en el arrabal, de los amores pasajeros que te recordarán siempre la mala sombra, del tedio de las guardias de la mili, los rigores de la banda de extrarradio y el patio de la prisión.
Dicho esto y desde el debido respeto, si yo hoy tuviera 18 años, lo último que haría para ser diferente, sería hacerme un tatuaje en un salón.