La película que todos aman odiar: cómo ‘Hillbilly, una elegía rural’ fue de cebo para Oscar a ser la nueva ‘Emily in Paris’
El filme de Netflix sobre la clase blanca trabajadora de la América profunda suscita críticas salvajes que la acusan de hacer “cosplay de la pobreza”.
En la serie Extras, Kate Winslet se autoparodió interpretando a una actriz tan desesperada por llevarse un Oscar que busca por donde sea algo sobre el Holocausto, a ver si así cae la estatuilla. Hace un par de años, Seth Meyers produjo un trailer en su programa de una película ficticia titulada Oscar Bait (Cebo para Oscars) que lo tenía todo: tensiones raciales, homosexualidad latente y un hombre mirando a los trenes pasar. “Con una secuencia pretenciosa de la mano de un hombre pasando sobre un campo de trigo” y “una e...
En la serie Extras, Kate Winslet se autoparodió interpretando a una actriz tan desesperada por llevarse un Oscar que busca por donde sea algo sobre el Holocausto, a ver si así cae la estatuilla. Hace un par de años, Seth Meyers produjo un trailer en su programa de una película ficticia titulada Oscar Bait (Cebo para Oscars) que lo tenía todo: tensiones raciales, homosexualidad latente y un hombre mirando a los trenes pasar. “Con una secuencia pretenciosa de la mano de un hombre pasando sobre un campo de trigo” y “una escena de un hombre jugando al solitario”. En esa película falsa, el personaje, además de tener una condición médica llamada “pie de globo”, es minero, lleva jerseys feos que pican –no que pican bien, en plan punto artesano, que pican mal– y vive en una ciudad maltratada por la reconversión industrial. Porque, junto a la enfermedad mental, la esclavitud y el exterminio judío, si hay algo que proporcione premios es la explotación de la pobreza.
Todo esto para decir que ayer se estrenó Hillbilly, una elegía rural. La película, basada en la novela de J.D. Vance, dirigida por Ron Howard y protagonizada por dos actrices que, vaya por donde, llevan cuatro décadas la una y década y media la otra mereciendo un Oscar que se les escapa por películas mejores que ésta. El filme ha hecho un curioso viaje que ha ido del “proyecto de prestigio avalado por la industria” que genera una guerra de cifras para conseguir los derechos a “hazmerreír colectivo”, y todo eso antes de estrenarse. De Doce años de esclavitud a Emily in Paris sin que nadie, excepto algunos críticos, la hubieran visto. No hizo falta. Cuando se hizo público el póster, en el que aparece Adams con peto vaquero apoyada en un coche viejo y una Glenn Close difícil de reconocer con gafas de ministro thatcherista y vaqueros de supermercado llevados de manera no irónica, generó todo tipo de chistes y memes, del tipo “el diseño gráfico es mi pasión”. Lo mismo ocurrió cuando Netflix distribuyó un tráiler, hace cosa de un mes, que tiene no pocos elementos en común con el de Seth Meyers: el niño, la señora mayor que dice cosas aparentemente profundas, gente llorando y gritando en cada diálogo y actrices con ese pelo que en los anuncios de champú se llama “castigado”.
Pero el verdadero apedreamiento ha llegado con el estreno de la película. David Fear en Rolling Stone escribe que la película hace “cosplay de la pobreza” y es una “pantomima de lo que la gente llama de manera derogatoria ‘basura blanca”, triunfo y tragedia vendido como drama de prestigio”. En Vox, la crítica Alissa Wilkinson la llama: “la peor película que ha visto en años”. “Extrañamente grotesca” y “la idea que tendría una persona rica de lo que es ser pobre”. Tampoco salva a Close y Adams, de las que dice que parece que les han dicho que hagan “Actuaciones con A mayúscula”. The Playlist, que presta atención al cine de autor e independiente, también tira de superlativos: el filme más desvergonzado del año, lo llama. La reseña, que, para despejar dudas, acaba llamando a la película una “absoluta montaña de mierda”, pide sin embargo el Oscar para Amy Adams, y no porque lo haga bien, sino para que le den ya la maldita estatuilla y pueda volver a hacer trabajo interesante. En Vanity Fair reservan lo peor para Glenn Close. Su interpretación, dicen, es pura obscenidad, un “cálculo repugnante enmascarado de empatía”. Casi todas estas críticas se centran en las decisiones artísticas (los diálogos ridículos, las camisetas oversize que el departamento de vestuario imagina que visten los pobres) pero también en las políticas. Alsonso Duralde en The Wrap apunta: “esta gente no está empobrecida porque la América corporativa ha cerrado las fábricas de la industria y dado esos empleos a gente más fácilmente explotable en otros país, no son ignorantes porque Reagan y sus hijos espirituales han derrotado la educación pública, no hay una crisis de los opiáceos porque la familia Sackler se hizo rica inundando el mercado de OxyContin, esta pobre gente simplemente dejó de intentarlo”.
Ese problema estaba ya en la novela del mismo título en la que se basa la película, que Sarah Jones en el New York Magazine califica de “porno de la pobreza envuelto en un mensaje de derechas sobre las patologías culturales de la región. En los Apalaches de Vance, la pobreza y la inmoralidad se entrecruzan y el éxito solo le ocurre a la gente que trabaja duro”. Vance nació entre esos hillbillies, esos palurdos que retrata la película, pero salió de allí. Creció en el cinturón del óxido de Ohio, se alistó en los Marines y más tarde estudió en Yale y se convirtió en un exitoso inversor, protagonizando la clase de historia de ascensor social ascendente y sueño americano que ya no es nada frecuente en su generación (Vance es un millenial, nacido en 1984). Entonces, decidió escribir sus memorias, explicando su dura infancia con una abuela violenta, Mamaw (Close) y una madre errática y desgraciada, Bev (Adams). El libro vio la luz con un timing excelente, en 2016. La prensa conservadora lo acogió con entusiasmo porque vio en él una promesa de redención para la América blanca. Y cuando Donald Trump ganó las elecciones contra los pronósticos más sensatos, Vance se convirtió también en la voz que había que escuchar en los medios menos conservadores, una especie de penitencia autoimpuesta: escuchemos a Vance, para saber por qué ha ganado Trump, sentémonos en un diner de la América rural a escuchar a los blancos desposeídos. Como era de esperar, se produjo una subasta de los derechos audiovisuales, que acabó ganando Netflix por 54 millones de dólares.
Todo el sentido de la oportunidad que tuvo el libro se le ha girado en contra a la película, que llega a final de 2020, el año en el que perdió Trump y el año en el que el Oscar lo ganó Parásitos. Presentarse con Hillbilly, una elegía rural a recoger la estatuilla después de eso es como ir a un picnic vestido de esmoquin. Aun así, todo podría suceder. Al fin y al cabo, 2019 no queda tan lejos y entonces se llevó el premio gordo Green Book, una película que cuenta el racismo más o menos como Hillbilly cuenta la pobreza.