Pasajes
«En la misma habitación, que hasta hace poco era mía, rodeada de los mismos libros, en las mismas librerías, mirando los mismos cuadros, sobre las paredes mismas». Viajamos sin movernos del sitio.
Mi amigo G. me cuenta que, a veces, se mira al espejo y no reconoce a la persona que le mira. Siente como si estuviera viendo a otra persona a pesar de que es él mismo. En la mesa soleada donde tomamos cerveza fría y pinchos de tortilla poco cuajada, R. dice que a ella le ocurre igual, pero ni siquiera le hace falta un espejo: en ese momento está viendo la escena como si fuera una tercera persona. Definen sin mucha precisión esa sensación de extrañamiento. Es algo tan natural y al mismo tiempo tan en el límite de la cordura, que las palabras no lo explican del todo. Sin embargo, los entiendo....
Mi amigo G. me cuenta que, a veces, se mira al espejo y no reconoce a la persona que le mira. Siente como si estuviera viendo a otra persona a pesar de que es él mismo. En la mesa soleada donde tomamos cerveza fría y pinchos de tortilla poco cuajada, R. dice que a ella le ocurre igual, pero ni siquiera le hace falta un espejo: en ese momento está viendo la escena como si fuera una tercera persona. Definen sin mucha precisión esa sensación de extrañamiento. Es algo tan natural y al mismo tiempo tan en el límite de la cordura, que las palabras no lo explican del todo. Sin embargo, los entiendo.
Mi amiga A. no puede leer ahora a Mariana Enriquez porque la realidad se le mezcla con la ficción y claro, después no duerme. Que a alguien le anden tocando manos invisibles o encuentre bolsas de párpados por la casa, pues no es plan.
Discutimos un tema en una reunión virtual. Al parecer ya fue discutido. Sin embargo, solo se acuerdan la mitad de las personas implicadas en aquella discusión. Las otras no encuentran ya los asideros que a veces facilitan los recuerdos: dónde estaba, con quién hablaba, qué llevaba puesto, ¿hacía frío?
Hace un año, en esta misma carta que, ilusa, titulé Cualquier tiempo futuro, escribí una frase de un libro que decía: «Viajamos sin movernos del sitio». Y como un conjuro así sucedió. Qué remedio. Viajamos a través de los recuerdos de las fotos de nuestros turismos pasados, viajamos a través de las ficciones y las historias de otros, de las plataformas que ahora marcan la agenda, de los memes y los stickers. Viajamos cuando logramos, al fin, sitio en una terraza al sol y al probar la tortilla, todas las tortillas y las terrazas vuelven a la mente. Cuando disimulamos el hastío, cuando nos pintamos los labios para estar en casa, cuando decimos adiós al autocar del colegio de nuestros hijos como si, afortunados, fueran Edmund Hillary; cuando al trocear mango y notar las manos pringosas nos visualizamos en aquel verano, cuando en la televisión aparece un aeropuerto con unos supuestos franceses y echamos en falta los chispazos provocados por la electricidad estática de la alfombra roja de París-Charles de Gaulle.
Viajamos sin movernos del sitio. Dedicamos este número precisamente a ese sentimiento de abstracción, de escape, de deriva. La modelo Veronika Kunz posando en el interior de una vivienda resume ese sentir. Visitamos las casas de las escritoras Muriel Barbery y Tatiana Țîbuleac, las dos en la campiña francesa, que recrean en su interior mundos lejanos. Bajamos a Lali Espósito al barecito de la esquina donde los viejos calendarios de propaganda y los recortes de prensa de las paredes le transportan a su idea de lo castizo. Entrevistamos a Samantha Hudson, nuevo icono queer, que se inventa a sí misma como le apetece, sin etiquetarse, a través de su indumentaria y los vídeos de sus redes que graba frente al espejo de su habitación.
«En la misma habitación, que hasta hace poco era mía, rodeada de los mismos libros, en las mismas librerías, mirando los mismos cuadros, sobre las paredes mismas». Últimamente pienso mucho en estos versos. Pienso que en esta misma habitación desde donde escribo, este año, he visitado otros muchos lugares y recuerdo la respuesta de A. cuando le preguntan qué tal está: «Viva».