Anissa Kermiche: perlas de irreverencia
La diseñadora francesa ha trasladado a su casa de Londres la atrevida estética de sus joyas.
El sentido del humor no abunda en la joyería. Pero Anissa Kermiche no entiende una cosa sin la otra. Cuando estudiaba, un profesor pidió a la clase que hiciesen un anillo de compromiso. «Todo el mundo se lo tomó muy en serio –explica–, pero para mí son una representación de la sumisión a los hombres, así que hice una cacerola con dos asas. Unos diamantes azules representaban el fuego. Todo el mundo se rio y el profesor no se lo podía creer. Yo no podía concebir otro anillo de compromiso más aburrido».
Al docente, si ha seguido la carrera posterior de su alumna más gambe...
El sentido del humor no abunda en la joyería. Pero Anissa Kermiche no entiende una cosa sin la otra. Cuando estudiaba, un profesor pidió a la clase que hiciesen un anillo de compromiso. «Todo el mundo se lo tomó muy en serio –explica–, pero para mí son una representación de la sumisión a los hombres, así que hice una cacerola con dos asas. Unos diamantes azules representaban el fuego. Todo el mundo se rio y el profesor no se lo podía creer. Yo no podía concebir otro anillo de compromiso más aburrido».
Al docente, si ha seguido la carrera posterior de su alumna más gamberra, no le debió extrañar ver en su primera colección comercial un colgante llamado Rubies Boobies (Tetas de rubíes) que representaba un busto femenino. O el llamado Précieux Pubis, unas piernas chapadas en oro con un monte de Venus de ónix. Uno de sus best sellers es un pendiente llamado «buenas noches en francés», que representa a una mano haciendo una peineta, y en sus inicios la diseñadora llamó la atención de las revistas por sus gargantillas, la versión lujosa de las de plástico que se compraban en los mercadillos en los noventa.
Pero no hay que confundirse. Sus piezas son pícaras y ligeras, pero el proyecto de Kermiche va muy en serio. La ejecución es escultórica y en muchas de sus joyas se percibe que, antes de ser diseñadora, esta francesa de familia argelina, trabajó como ingeniera en una empresa de consultoría. Durante años, pasaba por delante de una joyería cada día camino a la oficina y sentía una punzada que le recordaba que aquello era lo que de verdad le gustaba, hasta que se dio a sí misma un verano para ir a Londres a hacer un curso de diseño de joyas. Su licenciatura en ingeniería y su experiencia en la consultora (donde se convirtió en la empleada que hacía los power points más creativos) no ha quedado en desuso. «Tengo una mente matemática, siempre pienso en formas y volúmenes», aclara Kermiche, que utiliza un software para crear sus piezas de manera virtual. Después, las moldea en cera utilizando una impresora 3D y solo entonces las termina en metales preciosos y les incrusta las piedras.
Tras aquel curso, Kermiche ya nunca volvió a París. En Londres tiene la base de su marca, que se vende (y muy bien) en lugares como Net-a-Porter y Harvey Nichols, y también su envidiable apartamento en Marble Arch. Ahí encuentra el suficiente jaleo. El silencio le pone nerviosa, dice. De puertas adentro, casi todo remite a ese adjetivo que usan las agencias inmobiliarias cuando quieren colocar un piso pequeño: coqueto. Tan coqueto que flirtea con todo aquel que pone un pie dentro. «Una temporada salí con un tío danés y pasé por la obligatoria fase minimalista. Es evidente que ya no», bromea la diseñadora.
Ahora todo está lleno de objetos que apetece tocar, para sentir el frescor de las cerámicas tradicionales y la suavidad del terciopelo que cubre el sofá o de la alfombra persa. Esta pieza, que marca el tono del salón, pertenecía a su abuela y la diseñadora la recibió de su madre. Fue arrastrándola de apartamento a apartamento, hasta que encontró su lugar. Aunque colecciona arte –tiene enmarcadas algunas fotografías de Ren Hang, el fotógrafo chino que se suicidó hace dos años– y piezas históricas de diseño, Kermiche no pide el carnet de identidad a las cosas que mete en casa. Las sillas que llaman la atención de todas sus visitas, en forma de mano que abraza el culo al sentarse, provienen de «una web cualquiera, bastante aburrida». También es una experimentada mercadillista y sabe que para conseguir las mejores piezas en Londres hay que ir a las cinco de la mañana, cuando compran los anticuarios.
Si hay algo que se repite tanto en la casa como en sus colecciones son las rendiciones del cuerpo femenino. Bustos, caderas y nalgas que asaltan por todas partes. «Para mí representa la belleza. Las mujeres cumplen, los hombres no siempre». Su estética representa una ruptura importante para alguien criado en un estricto entorno musulmán. «Mi madre era severa –cuenta Kermiche–, pero feminista a su manera. Siempre me decía ‘tu marido será tu diploma’. Tienes que ser mejor que los chicos y usar tu cerebro’. Y para mí no fue tan difícil liberarme. Me fui de casa a los 16 años para estudiar. Primero Matemáticas y luego Ingeniería. A partir de ese momento, la realidad es que me volví bastante independiente. Vestía como quería y leía lo que quería; adquirí la personalidad que se me había negado».
El traslado a Londres le dio una segunda oportunidad para reinventarse. Hoy la diseñadora tiene una relación sutil y compleja con sus dos ciudades. «Cuando llegas por primera vez a Londres, percibes toda una energía increíble. Empiezas a pensar que todo es posible y que todas las oportunidades se abren ante ti. En París le daba demasiadas vueltas a todo. No hubiera podido convertirme en una persona creativa. Allí, todo el mundo está intentando averiguar dónde creciste y dónde estudiaste, cosa que en Londres no le importa a nadie». Pasado el encanto del primer flechazo, sin embargo, se empiezan a ver las grietas del nuevo amante. «A medida que fui conociendo a más ingleses me di cuenta de que en realidad es igual que en Francia. Existe todo ese mundo muy elitista, de los clubes privados solo para miembros, esa red de escuelas… pero al menos ahora hay gente de todas partes que estamos creando nuestros propios códigos».
Como ella, sus joyas también tienen cierta cualidad multicultural y funcionan de manera distinta según el mercado. «En general, los americanos son menos aventureros que los europeos, y les llegan las tendencias con cierto retraso. Buscan mis piezas más conservadoras. Una estadounidense compraría dos pendientes de perla, mientras que una inglesa probablemente me compraría dos distintos y los combinaría. En Oriente Medio lo que triunfan son los diamantes. Tengo una serie de joyas que tratan de replicar el encaje, el más femenino de los tejidos, y eso funcionó muy bien en Oriente Medio». También ha habido sorpresas: «Pensé que en el mercado japonés triunfarían las piezas más divertidas, pero que va. En las ferias, los compradores se ponen colorados y salen corriendo. En cambio, en China están muy abiertos a todo eso. Las francesas son muy clásicas. Buscan grandes piezas que les den un aspecto regio. Dan más valor a la joyería, mientras que las inglesas lo ven como parte de la moda. En Inglaterra vendí inmediatamente, mientras que en Francia me costó más. Allí necesitan ver que algo es sólido y está establecido antes de decidirse a comprar, seguramente por el peso que tenemos de toda la historia de la moda».
El éxito de sus colecciones se inscribe dentro de la pujanza de lo que se ha dado en llamar el demi fine o la gama media, dispuesta a desdibujar la antes estricta frontera entre la alta joyería y la bisutería. La primera se suele hacer con metales y piedras preciosas y sus ventas están ligadas a ocasiones especiales. La segunda usa aleaciones y cristales y sus precios, mucho más bajos, varían como los de cualquier otro accesorio de moda. El demi fine queda en medio. Los materiales son nobles, pero no hay manías a la hora de recurrir, como hace Kermiche a menudo, a la plata chapada en oro, ya que el valor real está en el diseño, que requiere de renovación constante, como en el prêt-à-porter.
Esas piezas, que suelen venir de marcas de moda o de joyeros independientes, están sustituyendo el hueco que habían ocupado hasta ahora los bolsos-con-nombre o los zapatos de lujo; son el autorregalo que suelen hacerse las que en el sector se conocen como ‘cazadoras de lujo’, mujeres de veinte y treinta y tantos que disfrutan de una horquilla de sueldo liberado de obligaciones. La consumidora que hace 10 años hubiera gastado (ella igual hubiera dicho «invertido») en un Alexa de Mulberry o en un Paddington de Chloé ahora quizá se deja la extra en unos Paniers Dorés de Anissa Kermiche, sus pendientes inspirados en las galletitas chinas de la fortuna que cuelgan de los lóbulos de un porcentaje importante de editoras de moda.
Según un informe de The Business of Fashion, el demi fine está creciendo a un ritmo de 6% al año. Net-a-Porter lo introdujo hace menos de dos años y su oferta inicial de marcas de este segmento se ha multiplicado hasta un 250%. Eso abarca productos tan distintos como los pendientes de Wwake, que recuerdan a los edificios de Frank Gehry, o las pulseras para el tobillo de Sarah & Sebastian. Ni estos diseñadores ni sus clientes tienen paciencia para respetar las categorías tradicionales de la joyería, que obligan a distinguir por ejemplo entre una sortija de cóctel y un anillo de compromiso. En el demi fine, un anillo es un anillo y un cumpleaños o un ascenso es tan buena excusa para comprárselo como una boda.
Los precios de Kermiche, que van de los 400 euros por un ear cuff, a los más de 3.000 euros del anillo órbita, un complejo diseño que incluye oro diamantes y perlas, encajan con esta categoría. En su tienda online todavía no hay ningún anillo-cacerola como aquel que escandalizó a su profesor, pero no desentonaría nada. Podría llamarlo Sal corriendo.