Operación biquini, por Eva Hache

Si fuera gorda, me gustaría que me gustara pasear con pantalón corto mi celulitis.

Hulton Archive / Getty Images

Cuando yo era pequeña, más pequeña, la única operación que me interesaba era esa de sacarle al paciente el corazón o el húmero con unas pinzas, sin más preocupación que la de que no se le pusiera roja la nariz. Bueno, esa, de juguete, y también la de apendicitis que le practicaron una tarde y de urgencia a una compañera de colegio después de atiborrarse de maíz frito. Y ya está. El resto, las operaciones «a vida o muerte» o las operaciones «a corazón abierto», me daba un miedo tan lejano como las arenas movedizas.

¡Qué lejos estaba de saber qué era la operación biquini! Yo, una niña fla...

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Cuando yo era pequeña, más pequeña, la única operación que me interesaba era esa de sacarle al paciente el corazón o el húmero con unas pinzas, sin más preocupación que la de que no se le pusiera roja la nariz. Bueno, esa, de juguete, y también la de apendicitis que le practicaron una tarde y de urgencia a una compañera de colegio después de atiborrarse de maíz frito. Y ya está. El resto, las operaciones «a vida o muerte» o las operaciones «a corazón abierto», me daba un miedo tan lejano como las arenas movedizas.

¡Qué lejos estaba de saber qué era la operación biquini! Yo, una niña flaca, de las que no se llevaban. Una niña flaca a la que la gente con educación selectiva, que no se atrevía a decir a una gorda que estaba gorda, le decía sin reparos y con cara de te vas a morir pasaomañana: «Qué flaca estás». Una niña flaca con complejo de flaca que hasta hizo una dieta de engorde y comía 200 gramos de frutos secos después de las comidas y que no engordó, pero a punto estuvo de convertirse en ardilla y cruzar la península  ibérica sin tocar el suelo saltando de gorda en gorda.

Quizá por este pasado cuasi tísico me sigue dando más que igual la operación biquini. Pero siempre pienso: ¿Me daría igual si fuese gorda? ¿Rellenita? ¿Con curvas y piel de toronja?

Si fuese gorda me gustaría que me gustara pasear con pantalones cortos mi celulitis bamboleante al ritmo de sambas inaudibles. Me gustaría hacerme una falda de vuelo aunque tuviera que arruinar la carpa de un circo de tres pistas. Me gustaría decir: «La tele no engorda, la que engorda soy yo porque la veo comiendo torreznos con dulce de leche».

Me encantaría reírme de regímenes asesinos y brindar con colacaos por Naomi Wolf, que dijo que «la dieta es el sedante más potente de la historia de las mujeres» y contestarle con un «y yo no estoy dispuesta a ir dando tumbos por las esquinas por alimentarme con lechuga y mierdas light».

Me enloquecería emerger del mar como un Leviatán con nata, avanzar hacia la orilla dejando un surco acuático como el del ferry Tarifa-Tánger que succionaría bañistas, motos de agua y niños en ingenios zoomorfos hinchables y me tumbaría al sol, rodeada de turistas lanzando alaridos desesperados por la muerte segura de sus seres queridos, rebosando la toalla por los dos lados a la vez. Todo con la única preocupación de que no se me pusiera roja la nariz.

Entonces sí. Entonces haría la operación biquini. Primero pensaría que una operación es mejor dejarla en manos de profesionales, que para algo están los cirujanos. Pero luego, como sería una gorda de las que no se llevan, me pondría a plan. Uno de esos en que se puede comer de todo y perder kilos sin esfuerzo, que permiten meterse entre pecho y espalda un menú de obrero con pan, vino y postre y que se arreglan con sodacola zero y un café con hielo y sacarina que drena que no veas.

Pero viviría en la constante sospecha de que, mientras me rebozo en cremas reductoras, mi operación biquini ignora mis sacrificios y, la muy perra, se levanta por las noches y ahí está, escondida en el baño apretándose con delirio un bocadillo de panceta.

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