Nueva York gana el pulso a los personalismos

Los nuevos talentos de la pasarela neoyorquina brillan desde el ‘backstage’. El culto a la vanidad ha cedido su espacio a los diseñadores anónimos, cuyas firmas centran toda la atención.

Albert Urso (Getty Images)

El pasado domingo Anna Wintour observaba inquieta el desfile de jugadores de fútbol americano y cantantes afroamericanos que buscaban su sitio en el front row de la firma Public School. Ahí estaban Mary J. Blige y Kelly Rowland, así como Víctor Cruz y Odell Beckham Jr., de los New York Giants, quienes acabaron sentados justo al lado de la directora de la edición estadounidense de Vogue y su mano derecha Grace Coddington. La estampa tenía su gracia, pues solo la moda y la fiesta son capaces de reunir en tan poco espacio a compañeros de viaje tan diferentes. En ese contexto l...

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El pasado domingo Anna Wintour observaba inquieta el desfile de jugadores de fútbol americano y cantantes afroamericanos que buscaban su sitio en el front row de la firma Public School. Ahí estaban Mary J. Blige y Kelly Rowland, así como Víctor Cruz y Odell Beckham Jr., de los New York Giants, quienes acabaron sentados justo al lado de la directora de la edición estadounidense de Vogue y su mano derecha Grace Coddington. La estampa tenía su gracia, pues solo la moda y la fiesta son capaces de reunir en tan poco espacio a compañeros de viaje tan diferentes. En ese contexto la firma comandada por Dao-Yi Chow y Maxwell Osborne presentó sus apuestas femeninas para el próximo otoño. Esta pareja de diseñadores de Brooklyn se ha convertido en una de las referencias más interesantes de la semana de la moda neoyorquina después de que Wintour los acogiera bajo su ala benefactora. Desde su creación en 2008 la marca ha conseguido suculentos reconocimientos: premio al mejor diseñador emergente de la CFDA, el Woolmark Prize 2014 o una inyección de 300.000 dólares del Vogue Fashion Fund. De ahí la relación con Wintour. El éxito de Public School es imparable pero mantienen un perfil bajo, como la mayoría de los nuevos talentos que empiezan a despuntar en Nueva York. Su manera de trabajar y exponerse contrasta con el culto a la personalidad que tantas alegrías y miserias ha dado a la industria.

Ha llovido mucho desde los tiempos de Roy Halston, la primera gran aportación estadounidense a la moda. Los grandes iconos que triunfaron en Europa –Cristóbal Balenciaga, Gabrielle Chanel, Christian Dior– dejaron claro que las firmas debían llevar el nombre de sus fundadores. Bajo esa premisa, en Estados Unidos surgieron con el tiempo Marc Jacobs, Tom Ford, Donna Karan y un largo etcétera de diseñadores que emplearon sus nombres como santo y seña. Esa obediencia se mantiene vigente en figuras relativamente nuevas como Alexander Wang o Jason Wu –no digamos en España, donde en la última edición de la Mercedes-Benz Fashion Week Madrid solo había dos firmas que no se miraban el ombligo, The 2nd Skin Co. y Alvarno–. Pero una nueva generación de talentos cabalga con firmeza sobre siglas incomprensibles o apelativos más o menos ocurrentes. David Neville y Marcus Wainwright con Rag & Bone, las gemelas Olsen en The Row o Lázaro Hernández y Jack McCollough con Proenza Schouler han abierto la veda de la originalidad. Por no hablar de las hermanas Mulleavy en Rodarte o Carol Lim y Humberto Leon con Opening Ceremony. De esta forma permiten centrar toda la atención en la marca y sus prendas por encima de quienes las diseñan.

Slaven Vlasic (Getty Images)

Desfile otoño/invierno 2015/16 de Edun.

Getty

Edun, ese raro experimento buenista impulsado por el matrimonio Bono en 2005, lleva dos años desfilando en Nueva York. Desde la deglución de la marca por LVMH su ascenso ha sido imparable. Nació como una iniciativa para fomentar el comercio en el continente africano, pero la calidad de sus apuestas –gracias a la sabia dirección del conglomerado francés– ha conseguido otorgarle el reconocimiento que merece. Más bien el prestigio se lo ha dado su directora creativa desde 2013, Danielle Sherman, una visionaria a la que Alexander Wang encomendó la misión de lanzar su línea T y que más tarde se uniría a Ashley y Mary-Kate Olsen para cofundar The Row. Sherman no dudó en llevar Edun a Nueva York, donde la crítica la ha tratado con cierto respeto. La diseñadora encarna los valores de la nueva generación de creadores alérgicos al circo mediático.

Como Sherman, aunque a un nivel menos comercial, sorprende el silencioso escándalo que ha llevado a la Gran Manzana la pareja formada por Shane Gabier y Christopher Peters, directores creativos de Creatures of the wind. Se formaron en el Art Institute de Chicago y se curtieron en los talleres de Dirk Schonberger y Jurgi Persoons, en Bélgica. Su primera colección, en 2008, acabó en la portada del WWD. Más tarde llegarían los encargos de Barneys y Saks Fifth Avenue. En 2013 The Business of Fashion los metió en su famosa lista de los 500 nombres a tener en cuenta. Diseñan desde arriba mirando abajo, centrando sus colecciones en subculturas de todo pelaje y mitologías inclasificables. Es un producto para minorías, sin duda. Pero sus premios los avalan. En 2013 quedaron finalistas para el Woolmark Prize y el año pasado ganaron el premio CFDA Swarovski de womenswear.

Scott Studenberg y John Targon, de Baja East, y Shane Gabier y Christopher Peters, de Creatures of the wind.

Cordon Press

La misma filosofía es la que mueve a los chicos de Baja East, Scott Studenberg y John Targon, una firma nicho que en tan solo dos años ha conseguido hacerse un hueco en lo que ellos denominan "lujo libertario". La apuesta es, por decirlo suavemente, algo arriesgada. Trabajan desde un enfoque ambisexual, sin límites ni etiquetas; lo que sirve para ellas, también encaja en ellos. Cameron Diaz es una de sus clientas más fieles. El desfile que presentaron hace dos días en Nueva York, pasarela a la que han suscrito su suerte, fue otra ración de su planteamiento antigénero –aires costeros, siluetas que se pierden en la ampulosidad–, lo más cercano a un paraíso donde la gente flota, practica mudras, pinta mandalas y entona mantras. Tanto nam-myoho-renge-kyo les ha llevado al éxito. A precio de oro, claro.

Aunque con un punto de vista radicalmente diferente, desde el lejano Oriente llega la diseñadora tokiota Hanako Maeda, hoy nacionalizada estadounidense. Se formó en arte y antropología en la universidad Columbia de Nueva York y en 2011 creó su firma de moda, ADEAM. Probó suerte con una colección cápsula y un año después acabó desfilando en Shanghái y Tokio. En 2013 se estrenó en la pasarela neoyorquina, donde sigue un ascenso escalonado con prendas digeribles y potencialmente comerciales. En ese mismo sentido trabaja la diseñadora Sylvie Millstein al frente de Hellesy, su marca desde 2012. Curtida en los talleres de Chanel –llegó a adquirir puestos de gran responsabilidad en la estructura comercial de la maison–, sus colecciones en Nueva York inciden en el aspecto más minimalista de la feminidad.

Hanako Maeda, de ADEAM, y Sylvie Millstein, de Hellessy.

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Las docenas de marcas que constituyen esta nueva generación discreta e incansable ha reformulado la propia identidad del diseñador de grandes pasarelas. Ahí están Mona Kowalska en À Detacher o Kate Wendelborn en Protagonist. Otros siguen optando por su propio nombre para descollar, como el gran Wes Gordon –otro hijo del Vogue Fashion Fund– o el extraño Alexandre Plokhov, quien se acaba de estrenar en Nueva York con una colección para mujer después de abandonar hace un año la creación masculina. Pese a la existencia de contadas excepciones, todo apunta a que el culto a la vanidad ha cedido su espacio a los diseñadores casi anónimos. Y paradójicamente ese hecho los ha convertido en noticia.