Motín «hooligan» contra los «parásitos ricos» en el festival Burning Man
Un grupo de atacantes críticos con la invasión de famosos y millonarios destroza un campamento de lujo en el festival del desierto de Nevada, que congrega a 70.000 almas durante una semana.
Cuando el hijo de Clint Eastwood, Scott Eastwood, se sumó a la fiebre de ‘instagramear’ su paso por el festival Burning Man hace unos días, lo hizo arrimándose a otro personaje crucial en la crónica social, la exmodelo y actriz Cara Delevingne. Eastwood Jr., ataviado con las míticas gafas para evitar las tormentas de arena, sacaba la lengua junto a una de las primeras ‘instamodels’ (que se había trenzado el pelo arcoiris exactamente igual a todas las famosas que pasaron por allí) y firmaba la foto aseg...
Cuando el hijo de Clint Eastwood, Scott Eastwood, se sumó a la fiebre de ‘instagramear’ su paso por el festival Burning Man hace unos días, lo hizo arrimándose a otro personaje crucial en la crónica social, la exmodelo y actriz Cara Delevingne. Eastwood Jr., ataviado con las míticas gafas para evitar las tormentas de arena, sacaba la lengua junto a una de las primeras ‘instamodels’ (que se había trenzado el pelo arcoiris exactamente igual a todas las famosas que pasaron por allí) y firmaba la foto asegurando lo liberador vitalmente que es el festival que se celebra en el desierto de Nevada: «Es una experiencia que te cambia la vida y que te expande la mente». Su siguiente instantánea era la de dos jets privados en el mismo escenario: «Ha sido una locura poder aterrizar en el desierto así», apuntaba.
Para el hijo del director será una una auténtica gozada llegar con esos exclusivos lujos al evento, pero para muchos asistentes escenas como esa simbolizan la lenta agonía del espíritu del festival. Tanto, que este año no se ha podido evitar que un grupo de atacantes destrozase uno de los campamentos de lujo extremo en el evento. Desde hace unos años, los millonarios contratan sus propios cocineros, servicio de seguridad y se construyen sus propios refugios en el desierto y una de estas empresas que se dirige a estos privilegiados burners, el campamento White Ocean, ha sido machacada. White Ocean empezó hace tres años y por su espacio de fiestas privadas han pasado dj’s como Paul Oakenfold. Algo que ha incomodado a algunos asistentes. Un grupo de ‘vándalos’ decidió cortarles el equipo de sonido e inundarles el espacio con agua, según informa The Independent. La empresa denunció en su página de Facebook que se había roto «la utopía» del festival porque «una banda de hooligans ha allanado nuestro campamento, nos ha robado, y ha cortado todas nuestras líneas eléctricas dejándonos sin aire acondicionado, sin refrigeración y lastimando toda nuestra comida. Además, han pegado las puertas de nuestros remolques. Han arrasado con la mayoría de nuestra infraestructura y han lanzado 200 galones –757 litros– de agua potable en nuestro espacio». Echando un vistazo a la cuenta de Instagram de la empresa, se puede comprobar el lujo de sus carpas lounge, el exquisito servicio de cocina o cómo sus asistentes (entre ellos las supermodelos Sara Sampaio o Daria Strokous) llegan en jets privados y adecuan su vestuario ravero con botas de Moschino.
¿Realmente se ha roto esa utopía a la que hace referencia la empresa de lujo o algunos violentos han querido fulminar un símbolo de la decadencia filosófica y social del evento? Mientras algunos burners han denunciado un acto injustificable en un festival que se sustenta en «el amor, el compañerismo y la felicidad», otros han aplaudido este sabotaje. El Reno Gazette Star recoge quejas de asistentes que fueron increpados por personas de seguridad privada, que le advirtieron de que se «estaban acercando demasiado» a un campamento cerrado «en el que no eran bienvenidos» y otro asistente advierte: «La revolución ha empezado. Burning Man tiene que separarse de esta clase que es un parásito, volver a los turistas que venían a bailar electrónica. El pueblo tiene que recuperarlo. Esto no ha sido mucho, pero es un buen comienzo».
Si atenemos a las raíces de Burning Man, la proliferación de zonas VIP no son muy acordes a su espíritu. El festival se celebra desde 1986, cuando un grupo de amigos artistas decidieron quemar una estatua para celebrar el solsticio de verano y optaron por trasladar su fiesta al desierto de Black Rock, donde durante unos días el dadaísmo imperase (hay esculturas gigantes por todo el espacio) y se formase una nueva sociedad sin normas y sin que importase la procedencia, lo abultado de tu cuenta bancaria o tu clase social. Una megarave definitiva a lo Mad Max, pero con más buen rollo que con la violencia de la trilogía de George Miller. Nada que ver con otros festivales de esencia capitalista como Coachella. Las bases filosóficas de Burning Man son herederas del espíritu de la contracultura de San Francisco y tiene que ver más con los situacionistas franceses que con una marca patrocinándose en un concierto con hologramas.
Todo parecía ir bien en el ecosistema igualitario burner hasta que llegaron los CEO y los ricachones. Los popes de la tecnología acuden en masa: Mark Zuckerberg, Elon Musk (que llegó a afirmar que Burning Man «es Silicon Valley»), Larry Page (fundador de Google) o el magnate anti impuestos Grover Norquist son declarados fans del evento; así como un universo de famosos inabarcable: Heidi Klum, Katy Perry, Paris Hilton, modelos de Victorias’s Secret como Sarah Sampaio o actores como Jared Leto no dudan en fotografiar sus estilismos a lo steampunk y retransmitir su evasión social desde hace unos años (para acto seguido seguir colgando sus fotos de alfombra rojas y cenas de gala). La burbuja, por tanto, estaba a punto de estallar.
El año pasado proliferaron los artículos en los que se lamentaba que la utopía socialista del evento se hubiese convertido en «el patio de recreo de los millonarios libertarios». Algunas publicaciones de San Francisco denunciaban como esos CEO’s de Silicon Valley se habían contruido su propio ecosistema en el festival, con «sherpas» que les guiasen por el recinto y como el networking impera en las zonas sitiadas al pueblo llano, los llamados turnkey camps. La periodista Nellie Bowle descubrió esta curiosa red empresarial el año pasado, cuando recogió en un reportaje cómo Silicon Valley aprovechaba su estancia de lujo en el desierto para seguir expandiéndose. Un joven emprendedor, Dustin Boyer, aseguraba que había conseguido trabajo en Google en el festival, tras charlar con Larry Page. Otro indicaba que había invitado en Barcelona a unos empresarios a acudir al desierto y que allí habían firmado el nacimiento de una start-up. «Estamos notando que muchos de esos líderes de la lista de las 500 mayores fortunas vienen con todo su equipo», aclaraba Marian Goodell, directora de comunicación del evento. Negocios, jets privados y zonas exclusivas que, hasta ahora, convivían pacíficamente con el espíritu burner de igualdad social, anticapitalismo y fiesta.