Sade, la verdadera musa de los 80 inspira cómo nos vestimos hoy
Trenza y aros criollos, labios rojos, ‘denim’, prendas ‘oversize’… La sofisticación de la cantante que glosó el estilo de los años ochenta. Sade sigue siendo el ejemplo.
«Se lo conté pensando que le haría mucha ilusión», recuerda el fotógrafo Albert Watson. Amigo personal de Sade (nombre real Helen Folasade Adu) desde prácticamente el inicio de la carrera musical de la artista nacida en Nigeria en 1959. «Le expliqué que, cada vez que entrevistaba a un rapero, lo primero que me preguntaban era cómo era ella. Sabían que éramos amigos y que habíamos colaborado y estaban muy interesados. Sade asintió y dijo sin inmutarse: ‘Eso es bonito». Hay muchas formas de resumir lo que es y lo que significa esta mujer que se mudó a los 11 años a Reino Unido y...
«Se lo conté pensando que le haría mucha ilusión», recuerda el fotógrafo Albert Watson. Amigo personal de Sade (nombre real Helen Folasade Adu) desde prácticamente el inicio de la carrera musical de la artista nacida en Nigeria en 1959. «Le expliqué que, cada vez que entrevistaba a un rapero, lo primero que me preguntaban era cómo era ella. Sabían que éramos amigos y que habíamos colaborado y estaban muy interesados. Sade asintió y dijo sin inmutarse: ‘Eso es bonito». Hay muchas formas de resumir lo que es y lo que significa esta mujer que se mudó a los 11 años a Reino Unido y que fue descubierta trabajando en un puesto callejero en el mercado de Camden, pero esta es, sin duda, una de las mejores. Bueno, la camisa de topos, la torera y esos aros también sirven.
A principios de los ochenta se le acercaron a Sade varios miembros de una banda sin éxito ni vocalista, abducidos por la imponente presencia de aquella chica que vendía ropajes en ese mercadillo al norte de la capital británica, y le dijeron que tenían un grupo y que ella debía ser la cantante. Era demasiado bella y estilosa como para echarse a perder con cualquier otra cosa en aquel Londres que se disponía a superar la cochambre del punk a base de nuevo romanticismo. Como haría tres décadas más tarde ante los halagos expuestos por su amigo Watson, Sade liquidó el tema con tres palabras: «No sé cantar».
La nigeriana, criada en un pueblo de Essex con su madre enfermera y su hermano mayor, había empezado a aficionarse a la música en su Nigeria natal –procede de un pueblo a unos 50 kilómetros de Lagos–, donde, según ha contado ella misma, «cuando te crecen los pechos lo primero que haces es conseguirte un aparato para escuchar música». En Londres, se enroló en la Central St Martins. Lo suyo iba a ser la moda, que entonces aún estaba un peldaño por debajo de la música en lo que a reputación cool. La receta ya estaba armada. Belleza exótica que ha crecido escuchando a Billie Holiday o Al Green con una sensibilidad especial por la estética y tendencia natural a liquidarlo todo con apenas tres palabras, lo que le otorgaba y otorga un halo de misterio necesario en cualquier artista pop que quiera ser recordado durante más de media hora. Han pasado más de 30 años y, a pesar de que ha despachado más de 50 millones de discos, en lo único en lo que el mundo se ha puesto de acuerdo es en que se trata de uno de los mayores y más ubicuos iconos de estilo que ha dado la música popular. Ha fabricado una música que jamás ha estado especialmente de moda ni ha sido muy valorada por la facción intransigente de la prensa musical. Sade ha estado incluso por encima de sus canciones. Casi nadie lo ha logrado. Ha aparecido en la misma frase que Phil Collins y ha salido incólume de tamaña afrenta.
«¿Por qué ponéis música de Sade? Sí es algo que me parecía correcto para la sala de espera de un cirujano plástico, pero no para un sitio guai como este». East River Tattoo es una tienda de tatuajes en Brooklyn que recibió el año pasado esta crítica por parte de uno de sus clientes. Era un tipo inglés, procedente de un lugar donde aún hoy no se explican cómo en 2012 esta antigua diva de los años ochenta pudiera despachar en Estados Unidos más discos que Adele. Los propietarios de la tienda respondieron criticando la falta de apertura de miras del británico e informando que en el último año 20 personas habían acudido a la tienda a tatuarse la cara de la cantante. Una de esas personas es el rapero Drake, quien hace poco exhibió orgulloso su tatuaje con el rostro de la nigeriana.
«Es curiosa la fascinación que tienen en la escena del hip-hop por Sade, y por Phil Collins… No solo por su música, sino también por su estilo. Creo que en Reino Unido nos preocupamos más por la clase social de los artistas y en Estados Unidos más por si tiene clase o no», apunta el periodista Paul Lester. La misma artista ha hecho referencia a esa idea de que los temas de su grupo han sido siempre algo destinado a poner banda sonora a cenas de gente de clase media que acaba de pasar unas vacaciones en el sur de Francia e invita a sus amigos de clase media a probar los quesos y el vino que se compraron en el pueblo que había cerca del chateau en el que pasaron una semana fa-bu-lo-sa. «No entiendo, vengo de un sitio donde no hay clases. Además, soy hija de un matrimonio mixto, pero bueno…».
Aparte de Drake, también son fans de la responsable de Smooth Operator, raperos como Kanye West, quien en 2012 dijo que el principal motivo para mantener su blog abierto era poder celebrar cosas como el lanzamiento de un nuevo álbum de Sade –en aquel año, Soldiers of Love– o Snopp Dogg, que en más de un ocasión se le ha visto responder a la pregunta de un periodista sobre qué considera cool poniendo un disco de Sade. Nicki Minaj recientemente imitó su imagen en una sesión de fotos para New York Times Magazine. Hace un par de años la revista V publicaba una pieza en la que nada menos que 20 artistas contemporáneos explicaban los motivos por los que se sentían fascinados por esta mujer. Beyoncé le escribió una carta de amor agradeciéndole prácticamente todo e incluso el artista callejero Dirt Cobain pintó un icónico mural con su cara en una calle de West Hollywood. «A ver, yo siempre he dicho que ella no es para todos los públicos», comenta Patrick Matamoros, una especie de traficante de camisetas musicales que le ha llegado a vender a Kanye West una perteneciente a una gira de Sade en 1993 por nada menos que 300 dólares.
«Siempre digo que si entras en una fiesta y vas con una camiseta de Iron Maiden o estas bandas irónicas, harás gracia a todos, pero si entras con una de ella le harás gracia a las dos personas a las que vale la pena». Eso no fue exactamente lo que sucedió en 1984. Sade no le hizo gracia a las personas correctas en la industria del disco. La maqueta con los primeros temas compuestos por su combo ya estaba grabada. Pianos, saxos, bajos, aires jazz y ritmos pausados en desarrollos largos. «Nos dijeron: ‘No os enteráis de nada’. Ahora lo que se lleva es todo electrónica. ¿No habéis oído a Depeche Mode? Estas canciones son demasiado largas y lentas», recuerda Robin Millar, productor de aquellas primeras melodías registradas junto al saxofonista Stuart Matthewman, el teclista Andrew Hale, el bajista Paul Denman y el batería Paul Anthony Cook. Entonces, el novio de Sade, el periodista Robert Elms, tuvo la idea de pedir una segunda opinión, una que marcaría el devenir de la nigeriana: le enseñó los temas a unos amigos que trabajaban en la revista The Face. Les encantaron, pero ella les gustó incluso más. The Face fue acaso la primera publicación en entender, explicar y universalizar la relación entre la moda y la música, tratándolas con equidad.
Aquella belleza exótica, de voz melosa y aires distantes, era perfecta para construir la revolución que se fraguaba en su redacción. «Sade: la cara de 1984», titularon en la primera de las portadas que le dedicaron a la artista antes de cerrar para siempre en mayo de 2004, cuando el precario equilibrio entre música y moda se había decantado definitivamente del lado de la maquinaria de la indumentaria. No era como las otras divas del soul. Ella no sufría, no abría en canal su corazón, no se retorcía sobre el escenario. Porque su devenir es una mezcla de cálculo y accidente. Que lograra que el doble denim se convirtiera en un éxito (Canadian tuxedo en el término más peyorativo y canadiense del asunto) fue una decisión de última hora. Los pendientes con aros solo gustaban en ella hasta que empezaron a llevarlos en todas partes. Incluso esa imagen hierática sobre el escenario es más fruto del pánico que de su frialdad.
«Pensaba que si me movía me caía», declararía. Por otra parte, no hay que olvidar la poca afición de la nigeriana a promocionar sus discos, que salen con años de diferencia. «No necesita editar música porque cuando firmó su primer contrato aceptó un adelanto de apenas 65.000 euros a cambio del 15% en las ventas de sus discos. Aquello parecía un suicidio, pero le ha otorgado una libertad que casi nadie de la época tiene hoy», recordaba hace poco Robert Elms. La gira de Lovers Rock facturó 30 millones de euros. La de Soldier of Love, casi 50. Sade jamás ha tenido prisa. «Cuando la vi por primera vez pensé: esta mujer podría seguir teniendo éxitos a los 80 o 90 años», recuerda Watson. Por su parte, Millar explica lo poco que se prodiga por los escenarios, y estos años es más fácil verla junto a un gato en el Instagram de su hija de 20 años que en los medios. No ha estado jamás cómoda sobre la tarima. «Cuando empieza una gira prefiero no preparar nada, porque eso me hace pensar en los escenarios», confesaba antes del tour de Soldiers of Love. «No le gusta por motivos de estilo. Puedes retocar fotos y mezclar canciones, pero en las tablas se ve lo que se ve, que es lo que es. Revisen las imágenes de 1984 en Live Aid. Está petrificada, aterrada», dice Watson.
Catarsis y resurrección
Casi un lustro después de aquel macroconcierto benéfico que iba a acabar con el hambre en África, Sade sufrió esa misma sensación por un cataclismo personal que estuvo a punto de llevárselo todo por delante. La cantante se había casado con el director de cine español Carlos Pliego y se mudó a Madrid. En 1992, mientras se grababa el disco Love deluxe, la relación explotó. Las versiones son tan contradictorias como escabrosas. El resultado fue que Sade cogió una pequeña bolsa y huyó de Madrid en plena noche. Ella misma ha contado que tardó cinco años en poder volver a creer en ella misma y en el amor. Se convenció de que jamás volvería a grabar un disco. Ni a amar a nadie. Hay gente que crea desde el sufrimiento y la catarsis. Ese jamás ha sido el caso de Sade, quien siempre ha sido extremadamente cuidadosa con lo que se ha visto y oído de ella, hasta el punto de que se negó a que remezclaran el tema Pearls, clásico con un enorme potencial para la pista de baile. Pero la letra trataba del tráfico de esclavos en Somalia.
«Jamás pensé que diría que sí. Pero se lo pregunté igualmente. Dijo que sí, fue generosa. Es una diosa». Así arrancaba el tuit con el que la directora de cine Ava DuVernay anunciaba en febrero que iba a componer e interpretar el tema principal de su cinta Un pliegue en el tiempo. La canción Flower of the Universe, ha marcado el eterno retorno de la autora de Smooth Operator, la enésima revisión de su estilo, uno que siempre ha servido para contar historias y que, como sus canciones, son de aquellas que nadie se cansa de escuchar .