La pasarela de Londres rentabiliza la fantasía historicista
La semana de la moda inglesa demuestra que hay vida, creatividad y negocio más allá del ruido mediático de Burberry.
Ninguna otra edición de la semana de la moda de Londres había despertado tanto interés. Creativos como Christopher Kane llevaban años denunciando la escasa presencia de prensa internacional. Esta temporada, sin embargo, dos citas habían obligado a medios de todos los países a hacer escala en la capital inglesa antes de peregrinar a Milán. La primera: el desfile el domingo de Victoria Beckham, que había abandonado el calendario neoyorquino para celebrar en casa el décimo aniversario de la firma que lleva su nombre. La segunda: el debut el lunes de Riccardo Tisci al frente del t...
Ninguna otra edición de la semana de la moda de Londres había despertado tanto interés. Creativos como Christopher Kane llevaban años denunciando la escasa presencia de prensa internacional. Esta temporada, sin embargo, dos citas habían obligado a medios de todos los países a hacer escala en la capital inglesa antes de peregrinar a Milán. La primera: el desfile el domingo de Victoria Beckham, que había abandonado el calendario neoyorquino para celebrar en casa el décimo aniversario de la firma que lleva su nombre. La segunda: el debut el lunes de Riccardo Tisci al frente del todopoderoso Burberry. La expectación era máxima. También la maquinaria propagandística. Si Bekcham iluminó el domingo Piccadilly Circus con su live stream, Burberry llevaba semanas bombardeando la ciudad (y medio planeta) con el nuevo logo de la marca. Demasiado ruido para una colección cuyo mensaje se ha diluido en 50 sombras comerciales de beige.
Por suerte, más allá de esa bestia mediática que grita “quiero hacer caja”, y con el impulso del Consejo de la moda Británica, Londres ha sabido aprovechar el derrumbe anunciado de la semana de la moda de Nueva York para consolidarse como tercera plataforma del sector y, de paso, sacudirse de encima el sambenito de hub creativo. Lo que no significa que esta pasarela haya dejado de apostar por el talento emergente. Lo hace a través del programa Fashion East, que el domingo dio a conocer, por ejemplo, el trabajo de la etiqueta Asai, una de las nuevas favoritas del circuito. Pero la agenda oficial está repleta también de nombres consolidados –de Erdem a Simone Rocha o J.W. Anderson– que han sentado las bases de un modelo de negocio tan exquisito como rentable.
Ellos han demostrado que otra forma de vender es posible, alejada de fenómenos efectistas como Vetements. Esa fantasía de refinamiento es la bandera que enarbolan mentes creativas como Mary Katrantzou. La diseñadora griega fundó su marca en 2008, el año que la quiebra de Lehman Brothers incendió los mercados y aceleró la crisis mundial. Su desfile, el sábado, fue una antología de los diseños que han definido su estética a lo largo estos diez años: patrones con ricos bordados, estampados caleidoscópicos, collages gráficos (que reproducían en un mismo lienzo obras de Magritte, Vermeer o Dalí), motivostrompe l’oeil o incrustaciones de joyas.
Josep Font defiende una filosofía cercana también a la costura, pero más serena y orgánica. El domingo, en el Royal Institute of British Architects, el catalán mostró su versión más fluida y sencilla del prêt-à-couture de Delpozo. Por la tarde, en el palacete de Lancaster House (escenario de la serie de Netflix The Crown), Simone Rocha invocó la estética de sus ancestros en un desfile fúnebre con referencias a la dinastía Tang, en el que no faltaron volúmenes maximalistas, volantes, frufrú, encaje y sombreros de ala ancha con velo, casi idénticos a los que presentó Erdem un día después en la National Portrait Gallery.
El desfile de Erdem el lunes podría parecer a priori un ejercicio anacrónico. Pese a los paralelismos con la extravagancia de los New Romantics, la colección era un tributo a Miss Fanny (Frederick) Park y Miss Stella (Thomas) Bulton, una pareja de travestis que conmocionó a la sociedad inglesa del siglo XIX. Sin embargo, su adaptación victoriana no solo hila el mismo discurso de género que se respira hoy en la calles (alejado de roles y estereotipes castrantes y sexistas), sino que además satisface las necesidades de una clientela pudiente, que invierte en brillo y grandeur estético. Al fin y al cabo, Londres sigue siendo el refugio europeo de las grandes riquezas. Una burbuja de multimillonarios de Rusia, China y Oriente Medio que ha convertido esta urbe en una auténtica feria de las vanidades.
Pese a la incertidumbre del Brexit, las cifras del sector hablan de bonanza. Según datos de Oxford Economics, la industria de la moda aportó 36,38 mil millones al PIB de Reino Unido en 2017. Una cifra que representa un aumento del 5,4% respecto al año anterior, con un tasa de crecimiento 1,6% mayor que el resto de la economía. El mensaje no puede ser más claro: toca divertirse, dejar a un lado cualquier prenda que huela a gimnasio y rendirse al hedonismo de volantes, lazos, y encajes. O tal vez no exista un factor económico. Quizá esta fascinación por los diseños historiados sea un valor estético y cultural intrínseco, que solo existe en el guardarropa inglés. De la explosión de volantes de Molly Goddard a los lazos aristocráticos de una Emilia Wickstead, diseñadora de cabecera de la Duquesa de Cambridge, o el best-seller digital Rejina Pyo, que el domingo por la mañana convocó a su séquito de influencers en Centre Point.
La moda como performance
El concepto tradicional de pasarela lleva años a la deriva, adaptándose a la inmediatez (y la histeria) del clic digital y los nuevos formatos híbridos comerciales ‘sin temporada’ y ‘venta directa’. Una anarquía formal que solo consigue que el público suelte el móvil y vuelva a aplaudir cuando el desfile se convierte en performance u otra forma de experiencia inmersiva. Fue lo que hizo Gareth Pugh el sábado en un show-espectáculo transformista que rendía homenaje a su amigo y mentor Judy Blame, icono del postpunk. Un día después, el domingo, el diseñador de zapatos Nicholas Kirkwood sorprendió con Hacking and Activism, una producción escénica protagonizada por Rose McGowan (una de las primeras mujeres en denunciar los abusos sexuales de Harvey Weinsten). Por supuesto, el guión coreografiado del montaje de Kirkwood tocó temas como la protesta, el activismo, la lucha feminista y la resistencia creativa. «Es hora de abrir un nuevo debate», recordó McGowan entre bambalinas.