Ganas de vivir, por Àngels Barceló
Ese verano el ictus entró en nuestras vidas. Eso que tanto habíamos oído, eso que les pasaba a otros, eso se instaló en su cuerpo.
Entró en el quirófano por su propio pie y salió con otro cuerpo. Había perdido las palabras, el equilibrio, la autonomía, pero mantenía la cabeza, que entonces parecía todavía más brillante en contraste con la debilidad del resto.
Se empeñaba en mantenerse en pie, aunque las piernas no le sujetaran, quería ser autosuficiente, pero necesitó nuestra ayuda. Él, del que habíamos dependido todos, ahora dependía de nosotros.
Ha pasado el tiempo y no se ha resignado, da pasitos cortos y titubeantes, habla haciendo un esfuerzo para que le entendamos y piensa, sobre todo,...
Entró en el quirófano por su propio pie y salió con otro cuerpo. Había perdido las palabras, el equilibrio, la autonomía, pero mantenía la cabeza, que entonces parecía todavía más brillante en contraste con la debilidad del resto.
Se empeñaba en mantenerse en pie, aunque las piernas no le sujetaran, quería ser autosuficiente, pero necesitó nuestra ayuda. Él, del que habíamos dependido todos, ahora dependía de nosotros.
Ha pasado el tiempo y no se ha resignado, da pasitos cortos y titubeantes, habla haciendo un esfuerzo para que le entendamos y piensa, sobre todo, piensa. Piensa, a menudo, porque no murió en esa operación.
Ese verano el ictus entró en nuestras vidas. Eso que tanto habíamos oído, eso que les pasaba a otros, eso se instaló en su cuerpo. Tocó cuidarle, enseñarle y vivir con él el deterioro de un cuerpo que hacía muy poco era el más fuerte. Tocó presenciar de cerca la decadencia e intercambiar los papeles.
Pero hay una parte positiva en todo esto, y es el reencuentro. Nunca había pasado tantas horas junto a él como desde que enfermó. El ictus me ha dado la oportunidad de estar a su lado como nunca había estado. Siempre hemos sido dos almas independientes, sabíamos que nos teníamos y eso era suficiente, no era necesario decirnos nada, a veces, ni siquiera besarnos. Pero ahora es diferente, cada segundo a su lado es un segundo completo: abrocharle la camisa, peinarle, ayudarle a ponerse los zapatos, todo se ha convertido en complicidad.
Sé que es extraño entender que estas acciones aporten plenitud, que la recompensa es infinitamente superior a lo que das, pero es así. Él es mi padre, el que era el más fuerte, el más guapo, el más indispensable. Enfadado ahora con la vida que le ha privado terminarla dignamente, de pie y dando guerra, discutiendo, porque ahora hasta las discusiones sobre política, con las que tanto tiempo perdíamos, se han convertido en un suplicio para alguien que tiene que hacer un esfuerzo titánico para hablar; pero seguimos discutiendo.
Este verano, dos años después, nos propusimos volver a la normalidad. Se acabó pensar solo en limitaciones, quisimos pensar a lo grande. Y lo conseguimos, cogimos un avión, atravesamos un pedacito de mar y allí estaba Menorca. Y en esos días, el ictus fue solo un pequeño fastidio, pero superable. Volvió a experimentar la sensación de sumergirse en el agua, de poder mantenerse en pie sin que el equilibrio le fallara. Y gritó, gritó que podía caminar, que era como antes, aunque solamente fuera un ratito, pero fue el ratito más feliz de los últimos años.
Acabaron los días de vacaciones y desandamos lo andado, volvimos a atravesar el pedacito de mar, y le pregunté: «¿Papá, volveremos?». «Claro», respondió, «el año que viene». Por primera vez mi padre tiene ganas de vivir 365 días más. Valió la pena el viaje, y tanto que valió la pena.