La historia de Anna Delvey: así engañó a la élite de Manhattan fingiendo ser una rica heredera alemana

La timadora que inspiró la serie de Netflix ‘Inventing Anna’ está ahora arrestada, tratando de evitar su deportación, y prepara un ‘podcast’ y un documental para seguir explotando su historia.

Julia Garner interpreta a Anna Sorokin en la serie de Netflix 'Inventando a Anna'.Cortesía de Netflix

El estreno de Inventing Anna, la serie de Shonda Rhimes para Netflix, ha pillado a Anna Delvey, que en realidad se llama Anna Sorokin, en la cárcel. O, más exactamente en un ICE, un centro de arresto por infracciones migratorias donde está detenida por intentar permanecer en Estados Unidos con un visado caducado. Antes de eso sí pasó por hasta cinco cárceles para cumplir una condena por fraude e impagos. Uno de esos centros fue la famosa macrocárcel de Rikers, en Nueva Jersey, la que aparece en la serie. “Tú llevas un mono azul”, le recuerda la periodista que la visita, después de que...

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El estreno de Inventing Anna, la serie de Shonda Rhimes para Netflix, ha pillado a Anna Delvey, que en realidad se llama Anna Sorokin, en la cárcel. O, más exactamente en un ICE, un centro de arresto por infracciones migratorias donde está detenida por intentar permanecer en Estados Unidos con un visado caducado. Antes de eso sí pasó por hasta cinco cárceles para cumplir una condena por fraude e impagos. Uno de esos centros fue la famosa macrocárcel de Rikers, en Nueva Jersey, la que aparece en la serie. “Tú llevas un mono azul”, le recuerda la periodista que la visita, después de que Delvey le diga que su ropa es horrible. “Sí”, contesta ella, “pero hago que me lo planchen y lo complemento con accesorios”.

Aunque la serie no es 100% fiel a la realidad, este diálogo se parece mucho a los que Delvey ha mantenido con periodistas, y que han contribuido a su leyenda. Al final de su juicio, le dijo a una redactora de The New York Times: “la cosa es… que no me arrepiento”. Y cuando una reportera de la BBC le preguntó si “el crimen vale la pena” (crime pays, en inglés) ella le contestó que sí, literalmente. Se refería al hecho de que Netflix le ha pagado 320.000 dólares para poder contar su historia. De ellos, gastó unos 200.000 en devolver las deudas que había contraído y el resto los utilizó para pagar a sus abogados.

En términos económicos, Delvey es quizá la menos ambiciosa de todo el grupo de timadoras mileniales que emergió en la década pasada y que ahora están inundando la ficción comercial. Elizabeth Holmes, la fundadora de Theranos (en breve habrá no uno sino dos proyectos con su historia, que se sumarán a la docuserie y los podcasts que ya existe sobre ella: Amanda Seyfried la interpretará en una serie y Jennifer Lawrence en una película) sustrajo muchísimo más dinero a sus inversores de altos vuelos con su empresa unicornio basada en la nada; Rebekah Neumann llegó a perder 100 millones de dólares a la semana en WeWork, la empresa que cofundó con su marido, Adam Neumann. Su historia se contará en HBO con las caras de Anne Hathaway y Jared Leto.

Comparado con estas estafas de cifras millonarias, lo de Delvey parece casi modesto, pero su historia engancha por el particular ambiente en el que se produjo, el de los medios y la industria de la influencia en Nueva York –el público disfruta viendo como se le toma el pelo a gente supuestamente tan sofisticada– y también en parte por el descomunal sincomplejismo de la propia Delvey, su rostro de cemento armado y sus recursos ilimitados para la mentira. Hay que recordar que incluso durante el juicio al que se enfrentó en 2019, ella aprovechó para seguir con su incansable autopromoción. Contrató a una estilista, Anastasia Walker, para coordinar su vestimenta y aspecto físico con los que se presentaba a diario en los tribunales, y juntas abrieron un Instagram específico para publicitarlos, @annadelveycourtlooks. Muchos de esos looks están meticulosamente recreados en la serie de Netflix: el vestido negro de Michael Kors, el conjunto de pantalones de Victoria Beckham con blusa de Saint Laurent y gafas de Céline. Delvey se aseguraba de hacer entradas espectaculares para sus fans y para los muchos medios que cubrían el juicio, para desesperación de la jueza que llevaba el caso, que perdió la paciencia ante tanto espectáculo.

A Delvey se la juzgó (y condenó, a 12 años de cárcel, de los que cumplió cuatro) por estafar unos 200.000 dólares (176.000 euros) a distintos hoteles en los que se hospedaba sin pagar, una empresa de aviones privados y otros acreedores, pero en realidad se quedó a las puertas de su proyecto más ambicioso: conseguir que un fondo de inversión le diera 25 millones de dólares para montar un club privado, al estilo Soho House pero relacionado con el mundo del arte, que iba a tener sedes en Hong Kong, Los Ángeles, Dubai y Manhattan, y que pensaba llamar, con toda modestia, la Fundación Anna Delvey. Le faltó muy poco para conseguirlo. Su modus operandi era un clásico universal del timo. Para conseguir que la gente te dé dinero, tiene que parecer que ya lo tienes. Estafar implica cierta inversión: ella se movía por Manhattan repartiendo billetes de cien dólares. En 11 Howard, el lujoso hotel boutique en el que se alojó durante meses (y del que se fue sin pagar), todos los empleados se peleaban por ser el que subía a Anna los paquetes, porque sabían que salían de allí con cien dólares de propina.

Delvey (ella insiste que ese era el apellido de soltera de su madre;  sus padres lo niegan) había llegado a Nueva York en 2016 sin estudios, amigos, ni dinero. Su único pasado conocido eran unas prácticas en la revista Purple en París. Allí hizo su primer contacto importante, el director de la revista, Oliver Zahm, la clase de persona que era ubicua en las fiestas hace una década y que navegaba esas aguas internacionales de los vips que conforman Coachella, Art Basel, Ibiza, Frieze, las Soho Houses que hay repartidas por el mundo y no más de quince o veinte restaurantes de Londres, Nueva York y Los Ángeles. Así empezó a infiltrarse en la escena, haciendo cosas extrañas pero por las que nadie le iba a denunciar (todavía). Proponía a un coleccionista que la llevara a la Bienale de Venecia y, una vez allí, se olvidaba de pagarle los 3000 euros que costaba el viaje, pedía que le pagaran taxis que se olvidaba de devolver, dejaba cuentas sin pagar, se instalaba en casas de conocidos sin abonar ni un euro. Digamos que Anna nunca encontraba tiempo para hacer bizums. A todo el mundo le decía que era hija de un empresario alemán. Así se la conocía: la heredera alemana. En realidad, Sorokin nació en Rusia y sus padres son un camionero que se arruinó al montar una empresa de transportes y una ama de casa que durante un tiempo gestionó un colmado.

Uno de los contactos clave en el ascenso fue Gabriel Calatrava, hijo del arquitecto Santiago Calatrava y gestor del holding inmobiliario de la familia, que le enseñó un espacio de más de 4.000 metros cuadrados en Park Avenue que sería perfecto para su fundación. Contaba a todo el mundo (al hotelero André Balazs, por ejemplo, o al dueño de los restaurantes Nobu, con los que quería hacer negocios) que al cumplir los 25 podría disponer de su fondo fiduciario, pero que hasta entonces necesitaba cash.

La estafadora también arrastró en su aventura a personas más vulnerables que esos reputados inversores, sobre todo a mujeres jóvenes a las que fascinaba con su estilo de vida, como la recepcionista del hotel 11Howard. Otra de esas chicas, Rachel Williams, que aparece contando su historia en el episodio de la serie de HBO Generation Hustlers dedicado a Delvey, la acompañó a Marruecos en un viaje que determinaría el final de la escapada. Inspirándose en el Instagram de Kim Kardashian, Delvey reservó un riad privado dentro de La Mamounia, el lujosísimo hotel de Marrakech, encargó masajes y servicios de spa y regeneró su fondo de armario en la boutique del hotel. La cuenta ascendía a 60.000 euros. Como empezaba a ser habitual, su tarjeta de crédito denegó el pago. Entonces Williams sufragó la cuenta con la tarjeta para gastos de Vanity Fair, la revista en la que trabajaba como editora de fotografía. Delvey le prometió que se lo devolvería al instante, pero las semanas pasaban y la transferencia nunca llegaba.

A la vuelta de su viaje, se cambió de hotel en Manhattan. Pasó al también muy lujoso Beekman, en el que no tardó en acumular una deuda de unos 10.000 euros. Allí tuvieron menos paciencia que en 11Howard. A los 20 días, le denegaron el acceso a la habitación y la pusieron en la calle, con lo que Delvey se convirtió en una sin techo vestida con mallas de Alexander Wang. Mientras, todos sus intentos por ingresar cheques falsos y fingir transferencias desde cuentas inexistentes iban fallando, y perseguida ya por varias denuncias de los hoteles, hizo un último intento de poner tierra de por medio huyendo a California. Siempre le gustaba pasar el verano en Europa, el otoño y la primavera en Nueva York y el invierno en Los Ángeles. Allí la detuvieron, en la puerta del club Passages.

Así terminó solo un capítulo de su historia. Ahora, por supuesto, tiene planes. En la pequeña celda que ocupa en el centro ICE, explicó esta misma semana al The New York Times, se dedica a leer (se ha acabado Libertad y Pureza, de Jonathan Franzen), a tratar de preparar una defensa legal para frenar su deportación y se plantea producir un documental y, por supuesto, un podcast, contando su versión de los hechos. “No estoy intentando animar a la gente a cometer delitos, solo quiero arrojar luz sobre cómo lo hice lo mejor que pude con mi situación sin tratar de glorificarla”, dice. Además, lamenta que no existan en Estados Unidos buenos sistemas de reinserción social para estafadoras: “Hay programas para personas con drogadicción y para agresores sexuales, programas para reclusos violentos… pero no hay absolutamente nada para delitos financieros. Hice un cursillo de cocina. Esto ya te dice algo sobre el sistema”.