La noche y el día, por Ana Pastor

. No son aún las cinco de la mañana y la ciudad se mueve. Trabajos elegidos, obligados, necesitados, ingratos, vitales… trabajo al fin y al cabo.

Francis G. Mayer

Las mismas caras se repiten prácticamente en cada semáforo de la ciudad. Gestos serios, ojos entreabiertos en su justa medida, ventanillas cerradas, señales horarias como único acompañamiento y un bostezo casi por cada paso de cebra. No son aún las cinco de la mañana y la ciudad se mueve. Trabajos elegidos, obligados, necesitados, ingratos, vitales… trabajo al fin y al cabo. Son horas en las que hasta el concepto «doble fila» en una gran ciudad adquiere un nuevo significado. La camioneta blanca estaciona cada día en el mismo lugar, tan sorprendentemente solitario a esa hora....

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Las mismas caras se repiten prácticamente en cada semáforo de la ciudad. Gestos serios, ojos entreabiertos en su justa medida, ventanillas cerradas, señales horarias como único acompañamiento y un bostezo casi por cada paso de cebra. No son aún las cinco de la mañana y la ciudad se mueve. Trabajos elegidos, obligados, necesitados, ingratos, vitales… trabajo al fin y al cabo. Son horas en las que hasta el concepto «doble fila» en una gran ciudad adquiere un nuevo significado. La camioneta blanca estaciona cada día en el mismo lugar, tan sorprendentemente solitario a esa hora. Su conductor, con un movimiento rápido del pie derecho, cierra la puerta mientras sujeta con las manos dos bolsas de papel marrón marcadas por el aceite. Entrega el delicioso material en la cafetería de la esquina y, recolocándose la sudadera, sale de nuevo hacia la furgoneta para repetir esa rutina unas cuantas veces más.

Hoy no hay tiempo más allá del «buenos días» de trámite y no podrá comentar con un café en la mano el gol en el tiempo de descuento con quienes terminan la jornada tras dejar el suelo de las calles impecables, casi a juego con la luz del día. Arranca el motor, se pone el cinturón y se aleja calle arriba. Mientras gira a la derecha, otro vehículo atraviesa la entrada de la gasolinera para repostar. Allí el turno ha empezado hace tantas horas que ya cuentan los minutos para el amanecer. Ha sido una noche fría aunque tranquila a este lado del cristal de cobro. Un poco más allá una marquesina de autobús acoge a unos cuantos ciudadanos más que miran nerviosos el reloj o andan de un lado a otro de la calle como deseando que su movimiento acelere la llegada del búho. Minutos más tarde esa funcional estatua de cristal compartirá protagonismo con la boca de metro que engulle y escupe peatones como si fuera un dragón hambriento a pesar de la hora. Muchas son mujeres que tienen que llegar a las casas donde hacen el relevo a otras mujeres y madres trabajadoras y cuidan así de sus pequeños y sus hogares.

Hasta hace no tanto la humanidad dormía de noche. Hoy sería impensable e imposible funcionar si todos durmiéramos durante esas horas. El trabajo nocturno ha existido de una u otra manera en todas las civilizaciones, pero se produjo un salto cualitativo con la llegada de la luz artificial. Edison la inventó en 1879 pero fue en 1882 cuando creó un sistema con varias lámparas que podían obtener electricidad de forma simultánea. La primera ciudad que disfrutó de la luz eléctrica fue Nueva York. Y aún hoy se percibe esa ventaja temporal por su gran actividad nocturna. Lógicamente allí, como en Madrid, Barcelona y muchos otros puntos, la noche da paso a la luz del día que tímidamente se va imponiendo. Es la señal que indica que la actividad se volverá todavía más frenética. Y mañana la escena se repetirá de nuevo. Gasolinera, reparto, panadería, hospital, emisora…Y entonces amanece…