Joseph Altuzarra, el diseñador más buscado
En apenas cinco años, Joseph Altuzarra ha creado una firma de envergadura global de la que todos (inversores, estilistas y compradores) quieren un pedazo.
En la industria de la moda se llevan los nuevos talentos. En los últimos meses, LVMH ha apostado por Maxime Simoëns, la promesa de la costura francesa, y por el joven británico J. W. Anderson, quien se ha sumado al grupo como director creativo de Loewe. Bernd Beetz, antiguo director ejecutivo de Coty, ha invertido en la firma Damir Doma; y el conglomerado Kering se ha unido como accionista a las empresas de Christopher Kane y Joseph Altuzarra. La última vez que la industria apostó tan fuerte por nombres noveles fue a finales de los 90, con Alexander McQueen, Marc Jacobs y Stella McCartney a ...
En la industria de la moda se llevan los nuevos talentos. En los últimos meses, LVMH ha apostado por Maxime Simoëns, la promesa de la costura francesa, y por el joven británico J. W. Anderson, quien se ha sumado al grupo como director creativo de Loewe. Bernd Beetz, antiguo director ejecutivo de Coty, ha invertido en la firma Damir Doma; y el conglomerado Kering se ha unido como accionista a las empresas de Christopher Kane y Joseph Altuzarra. La última vez que la industria apostó tan fuerte por nombres noveles fue a finales de los 90, con Alexander McQueen, Marc Jacobs y Stella McCartney a la cabeza de la promoción. Genios creativos con carta blanca para diseñar (y alguna licencia excéntrica, como bien probó John Galliano).
Pero aquellos eran otros tiempos. Hoy, en el negocio textil, nadie se la juega. Y hacen falta más que promesas para que un gigante como Kering te extienda un cheque. En ese aspecto, Altuzarra ya apuntaba maneras cuando el grupo le echó el ojo. Su colección de otoño-invierno 2011/2012 –que fue su quinto desfile, aquel que convirtió la parka en una prenda imprescindible– tardó menos de 24 horas en agotarse en Net-a-porter (a pesar de las cuatro cifras del precio en las etiquetas). «Son firmas rentables desde etapas muy tempranas», apunta Pierre Mallevays, socio del banco de inversiones Savigny Partners, especializado en el sector del lujo.
De momento, las ventas de Altuzarra rondan los 7,3 millones de euros. El mensaje es claro: el talento por sí solo no vende. «Hoy, un diseñador también tiene que ser un hombre de negocios, un relaciones públicas y un buen comunicador», afirma Altuzarra a S Moda desde su estudio de Howard Street en Nueva York. Una visión muy clara para alguien que acaba de cumplir 30 años. «No diseñas en un búnker. Tienes que estar atento a lo que ocurre en el lado comercial de la firma. Por ejemplo, los estadounidenses tienen un mayor sentido del utilitarismo a la hora de vestir, ese concepto de que la ropa debe cumplir una función es una idea que considero muy moderna y me resulta interesante», afirma.
Juego de equilibrios. Hijo de banqueros y nacido en París, Altuzarra no tardó en darse cuenta de que diseñar y vender debían ir de la mano. «Desde la primera colección», puntúa el modisto, «y es algo que siempre tengo en cuenta a la hora de crear». Y si no, ahí está su madre Karen, (descendiente de chino-americanos, ejecutiva y hoy presidenta de la compañía) para recordárselo. O Vanessa Traina y Melanie Huynh, quienes, además de ser sus consultoras creativas, han alcanzado el grado de musas a ojos del creador. «Mi visión de la feminidad es la de un hombre gay. Por eso me rodeo de mujeres para trabajar. Ellas son las que me dicen: “Ese vestido es maravilloso, pero no puedo llevarlo sin sujetador”. Al fin y al cabo, hacemos ropa. No estamos salvando el mundo. Con suerte, podemos decir algo a través de nuestros diseños, pero al final se trata de que la gente los desee y los lleve».
Altuzarra diseña la ropa más sexy y atrevida de Nueva York, razón más que suficiente para que el público la desee», asegura Nicole Phelps, editora de moda de Style.com. «Mis clientas son mujeres (no niñas) sensuales», explica el diseñador.
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Ese pragmatismo también lo aprendió en Nueva York. Y más concretamente bajo la tutela de Marc Jacobs, de quien fue becario en 2004. «Tuve suerte. Seguramente las solicitudes estaban ordenadas alfabéticamente, y la mía salió la primera», bromea. Y eso que, en un principio, lo de convertirse en diseñador no estaba en sus planes. «¡Ni siquiera pensaba que fuese una profesión», confiesa. «Pero cuando vives en París, donde la moda es un motivo de orgullo nacional, estás expuesto a ese mundo, lo quieras o no». Fue en el Swarthmore College –una universidad progre de Pensilvania a la que decidió acudir como acto de rebeldía porque, según él mismo ha confesado, en el colegio no se sentía un niño popular– donde empezó a considerarlo algo más que una afición. Se apuntó a los talleres de costura e incluso hizo algún que otro desfile amateur. Cuando acabó sus estudios de Historia del Arte, aterrizó en la Gran Manzana con cierto complejo de inferioridad: al fin y al cabo no estaba titulado en Moda. Pero eso no fue un inconveniente. «Tenía un background diferente y por tanto otra manera de entender las cosas, pero sobre todo estaba deseando aprender. Era todo pasión y curiosidad».
Esa inseguridad acabó tras salir de Marc Jacobs y pasar por Proenza Schouler, donde fue asistente de patronismo y se hizo con los conocimientos técnicos de corte y confección. No tardó en hacer las maletas, subirse a un avión y regresar a casa. Allí consiguió un puesto como asistente de Riccardo Tisci en Givenchy. Absorbió todas sus enseñanzas como una «esponja». E hizo amistades muy interesantes. Fue en esta etapa cuando conoció a Traina y Huynh. Pero ha sido el apoyo de Anna Wintour lo que le ha abierto puertas. «Ha estado ahí desde el principio, y aún lo está. Anna ha influido mucho en nuestro negocio y en cómo se ha desarrollado».
La Ciudad de la Luz le ha dado muchas satisfacciones, pero el creador no puede evitar tener un método de trabajo que lo arrima más a la orilla norteamericana –donde está establecido– que a la europea. Eso y «mirar compulsivamente el teléfono y comer de pie de camino a cualquier parte, costumbres muy neoyorquinas», confiesa con humor. Pero hay ciertas cosas que ha aprendido en París a las que no tiene intención de renunciar, como su afición a la repostería y la noción de Moda con mayúsculas, concibiéndola como una forma de arte que no debe dejar de innovar. «Por un lado me gusta hacer prendas para el día a día. Pero también veo mis creaciones como una vía de escape. Hay que soñar un poco, hacer piezas que impacten. No estoy intentando reinventar la rueda. Quiero hacer ropa que las mujeres quieran vestir. Pero también que sea novedosa y estimulante».
Ídolos y musas. Los vestidos de piel, las faldas lápiz con aperturas que dejan ver (y mucho) el muslo, lo abrigos de pelo y los trajes de chaqueta con hombreras a lo femme fatale de la colección de este otoño-invierno materializan su filosofía. «Hay mucho cuero, mucho negro y algo de sadomasoquismo. Quería mostrar mis respetos a Tom Ford. Es el Gianni Versace de nuestra generación», comenta el diseñador. Como su ídolo adolescente, Altuzarra tiene el don de diluir sexualidad con sofisticación. De Azzedine Alaïa, su otro referente, bebió el interés por la silueta femenina. Sus diseños, como los de estos dos grandes de la moda, están creados «para mujeres, no niñas de 20 años».
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Ellas son sexies y arriesgadas. «Pero no buscan modelos imposibles», señala Altuzarra. «Cuando creamos, tenemos en cuenta diferentes tipos de siluetas. No solo pienso en cómo le quedará una prenda a una veinteañera con cuerpo de modelo. Las mujeres que me inspiran son reales, con hijos y un trabajo. Pueden tener 40 o 60 años: lo que tienen en común es que no renuncian a sentirse atractivas y a utilizar la moda para expresar esa parte de sí mismas». El hecho de que Christina Hendricks y Diane Kruger puedan lucir indistintamente uno de sus vestidos (y con el mismo éxito) es una prueba.
Salto a la fama. El desfile de celebridades que han exhibido sus diseños ha sido un ingrediente clave en el éxito instantáneo de Altuzarra. «Sería absurdo decir que el hecho de que Lauren Santo Domingo o Carine Roitfeld se pongan mi ropa no me beneficia. Pero vestir a famosas –y con esto me refiero a dejarles prendas para que las lleven a un evento– es un arma de doble filo. No quiero que la gente asocie Altuzarra con vestidos de alfombra roja. No es el tipo de moda que hacemos», sentencia. «Que una famosa compre tu ropa porque le gusta dice mucho más de tu trabajo que si la lleva solo porque se la dan. Aunque la utilice para ir al supermercado. Eso, para mí, es el auténtico reconocimiento de mi trabajo».
Ver sus creaciones en una alfombra roja es habitual. ¿Verlo a él? No tanto. «Esta industria tiene la costumbre de elevar a alguien a lo más alto y olvidarse de él con la misma rapidez. Por eso procuro no exponerme demasiado», comenta. La última fiesta en la que hizo acto de presencia fue la que siguió a su desfile de otoño-invierno, el pasado septiembre. Fue con sus padres y su novio, el empresario Seth Weissman, uno de los propietarios del hotel de moda entre el público gay de Nueva York, Fire Island, al sur de Long Island. «No me hice diseñador para codearme con actrices. Y no me quita el sueño saber que ahora mismo estoy en boca de todos pero que, tal vez, en un par de años ya no sea cool», dice.
En general, prefiere quedarse en su casa, donde solo trasnocha cuando dibuja. Y adora la rutina. «Levantarme y leer el periódico mientras tomo un café, sacar a pasear a Bean, mi perro… Mi vida es cero glamurosa», afirma. Tampoco su forma de trabajar ha cambiado. Ni siquiera tras la entrada de Kering. «Nos está permitiendo crecer más rápido. Hemos incluido colecciones de pretemporada, ampliado el equipo y vamos a lanzar un línea de accesorios. Pero ni la forma de llevar la empresa ni la dirección creativa se han modificado». Mantener el control era la prioridad del diseñador, quien se aseguró de que el conglomerado fuese un accionista minoritario. «Ahora seguimos siendo Altuzarra, pero más grande», concluye.