Orgullo queer rural: «La de Rosa no es bollera, es bisexual y está aquí presente, para servirle a usted y a su señora»
El patrón de mi aldea, de la que hablaré usando el nombre ficticio “Rodiezmo”, es San Pedro, cuya celebración tiene lugar el 29 de junio. Es un pueblo leonés a menos de veinte kilómetros de Asturias. Su condición fronteriza le ha hecho histórico protagonista de batallas de la Guerra Civil y barricadas mineras. Un día fue bullicioso Ayuntamiento, ahora en los inviernos resisten poco más de cien vecinos.
Cuando vuelvo a Rodiezmo después de semanas o meses fuera, conduciendo por la estrecha carretera que lleva al valle, me vienen a la cabeza los versos que recita Chus Lampreave en ...
El patrón de mi aldea, de la que hablaré usando el nombre ficticio “Rodiezmo”, es San Pedro, cuya celebración tiene lugar el 29 de junio. Es un pueblo leonés a menos de veinte kilómetros de Asturias. Su condición fronteriza le ha hecho histórico protagonista de batallas de la Guerra Civil y barricadas mineras. Un día fue bullicioso Ayuntamiento, ahora en los inviernos resisten poco más de cien vecinos.
Cuando vuelvo a Rodiezmo después de semanas o meses fuera, conduciendo por la estrecha carretera que lleva al valle, me vienen a la cabeza los versos que recita Chus Lampreave en La flor de mi secreto: «Lleno de encinas está el monte/ rica de frutas la vega/ el río con muchos árboles/ ¿no lo sabéis? Es mi aldea». Porque yo casi siempre vuelvo como Leocadia. Desconsolada y llorosa, amoratada por los golpes que me da la urbe. Durante el exilio de hormigón sueño con volver a mi lugar, donde descansan mis muertos. Sin embargo, ese locus amoenus idealizado siempre choca con la realidad. Otros problemas, más agrestes, me sobrevienen allí, con menos ruido de claxons y más ruido de venganzas y envidias centenarias.
En la verbena de San Pedro 2017 yo volvía así, buscando el refugio esmeralda de mis montes, después de un año estudiando guion en Madrid con sus consiguientes sinsabores. Era una vuelta especial porque tras toda una vida de sospechas de bisexualidad, me había echado novia por primera vez. Gracias a una psicóloga que llevaba tratándome durante meses había podido articular mi identidad (palabra que tanto viaja de boca en boca hoy en día): Me gustan las mujeres. Y los hombres. No es que esté confundida, como pensaba con quince años. Tampoco es que sea lesbiana y no lo acepte. Es que puedo sentirme atraída por diferentes géneros y no tener que elegir. Qué alivio. Qué descubrimiento. Qué ganas de gritarlo a los cuatro vientos para que todo el mundo compartiera mi alegría. ¡Qué bien! ¡Qué gusto! Qué… Qué ingenua.
Mis padres, que son dos personas maravillosas, captaron todo a la primera y fui bienvenida en mi casa con los brazos abiertos. Mi madre es la que nació en Rodiezmo, en la cama. Mi abuela se encontraba limpiando el suelo de la cocina de rodillas cuando rompió aguas. Su madre (mi bisabuela) le dijo: “Vete pa’ la cama, Rosina, que nos lo echas aquí”. Treinta y seis años después mi madre rompía aguas y se bajaba a la mercería de la esquina a comprar lazo para una manta que me estaba haciendo. Con toda la calma cogió el coche y se fue al hospital. Allí esperaban mi padre y mi tía, estupefactos ante la sangre fría de la parturienta. Esta anécdota para mí ilustra una sospecha que tengo: en cada generación somos los mismos viviendo épocas diferentes.
Mis abuelos se conocieron en verbenas de pueblos cercanos al suyo, mis padres en el grupo de teatro de la Universidad, donde les mandaron mis abuelos (sastre/modista y albañil/ama de casa) para que supieran cosas que ellos desconocían, como si sus hijos fueran una extensión de su conciencia. Y eso hicieron: frecuentaron personas diferentes a ellos, con otros gustos, otras inquietudes, lo que les ha hecho las personas empáticas y humildes que son.
Después de casi cuatro décadas trabajando en el teatro y la enseñanza, viven la jubilación en su casa de Rodiezmo, donde cultivan una huerta y disfrutan de sus animales. Lo que hacían sus padres para vivir años atrás ahora lo hacen ellos por placer. Salir del pueblo es tan necesario como salir de la ciudad, los que se estancan en ambos ambientes y se cierran a conocer formas de vida distintas se pierden la diferencia y la riqueza humana.
Retomando mi salida del armario, mis amigas y amigos procedieron como mis padres, con la alegría que da el amor cuando alguien a quien quieres está feliz y enamorado. Tal y como me gustaría que se hubiera recibido a tantas de mis amistades que, de lo contrario, fueron expulsadas de sus hogares por gente que les había amamantado y criado.
Mi entorno de conocidos fue otro cantar. Cuando entré al bar (solo hay un bar en Rodiezmo y, por lo tanto, un solo foro) me encontré con miradas de reojo, murmullos furtivos y silencio. Ese silencio denso que se puede cortar y que sabes que habla de ti.
Un grupo de gente sentada alrededor de unas botellas de sidra hablaba sobre la actuación musical que abría esa noche: Rodrigo Cuevas, agitador folclórico, como lo han definido los medios. Un músico excepcional que se crio corriendo por Rodiezmo, al ser sus abuelos de allí, como los míos. Rodri tenía la amabilidad de dar el pregón ese año y de traer su espectáculo, que ya había agotado localidades en las grandes ciudades españolas, a nuestra humilde plaza.
Por si el lector no tiene conocimiento de en qué consiste el show de Rodrigo Cuevas le voy a poner en antecedentes: electrónica y pandereta, folclore y modernidad, madreñas y medias hasta el muslo, montera picona y lápiz de ojos. No reproduciré los adjetivos homófobos que se vertieron sobre el artista porque lo encuentro estéril, pero déjese guiar por la experiencia. De Cuevas se pasó a hablar de una de las habitantes del pueblo, mujer trans que tras varias décadas comenzaba su transición. Aquí también le pido al lector un poco de imaginación.
— Bueno, ¿y la de Rosa, que ahora es bollera? —dijo un neandertal sin percatarse de mi presencia en el bar.
— La de Rosa no es bollera, es bisexual y está aquí presente, para servirle a usted y a su señora —dije con el corazón bombeando a la velocidad de la luz.
— Bueno, mujer. No es pa’ ponese así —replicó el homínido viéndose acorralado por la naturalidad con la que yo reivindicaba mi identidad— A mí, ya ves, me da igual. Como si te gustan las ovejas —es curioso, porque al que me consta que le gustan las ovejas es a él.
Me dirigí a la mesa donde estaban mis amigas y algún que otro conocido. En total un grupo de quince personas, criados cada uno por su padre y por su madre. Referí a esta gente el comentario del que acababa de ser testigo y muchas de las respuestas fueron: “Bueno, mujer, normal. Es que ha sido un shock”.
Salí del bar desprovista ya de la alegría con la que había llegado al pueblo, como esa fruta apetitosa que te llevas de viaje por si te entra el hambre y olvidas en el bolso durante días, machacándose y acabando negra y blanda.
Así estaba yo después de un par de horas en mi locus amoenus, el lugar donde mis muertos descansan, el bálsamo soñado durante tantos meses. ¿No lo sabéis? Es mi aldea.
Cayó la noche y ya me había tomado algún culín de sidra de más cuando la voz de Rodrigo Cuevas comenzó a resonar en todo el valle dando el pregón. Tras unas palabras de agradecimiento empezó a cantar: “A la Virgen del Carmen tres cosas pido/ la salud y el dinero, morena, y buenos amigos.”
Cambiaba así la letra de una antigua canción popular leonesa titulada A la luz del cigarro, donde una mocita le pide a la Virgen “un buen marido, que no fume tabaco ni beba vino”. El giro de guion viene en la segunda estrofa, cuando clama que “La de las Angustias lo ha concedido/ fumador y borracho, morena, empedernido”. Al escuchar la variación de Rodrigo miré a mis amigos, todos ellos buenos, todos ellos respetuosos conmigo. Qué más podía yo pedirle a la Virgen y al Patrón que eso. Miré también a las decenas de rostros que observaban, algunos con vergüenza, otros con morbo, al cantante. Detuve los ojos en un hombre del pueblo, casado y con hijos, que me consta que es homosexual. Sentí una curiosidad tremenda por leerle el pensamiento. Me dirigí al baño y en el camino me detuvo su hijo:
— Así que ahora comes coños. Oye, pues podemos hacer un trío un día.
Me vino a la memoria aquella entrevista de Jesús Quintero a Estrellita ‘La cachonda’, personaje sevillano que reivindicaba su homosexualidad y respondía a la homofobia social recitando un poema donde decía que “En cada casa hay un cuadro daleao” (ladeado).
— En cada casa hay un cuadro daleao — le dije.
Me fui al baño. Sé que no lo entendió, pero me da igual porque aquella noche me sacudí el polvo, canté, bailé y me emocioné gracias a la música de Rodrigo Cuevas y a la gente que me quiere.
Estos días se celebra San Pedro en Rodiezmo, pero en el resto del mundo es el Orgullo LGTBIQ+. En aquel valle vivimos un acontecimiento único e importantísimo: una persona fue libre durante dos horas sobre un escenario en un entorno hostil, donde se acosa y se juzga al diferente. Gracias a eso y al amor y la comprensión de los míos yo no me empequeñecí ni me sometí a su odio.
Yo en este Orgullo 2021 también le pido a la Virgen del Carmen tres cosas: la salud y el dinero, por supuesto, pero también el respeto. Pedir amor al prójimo ya ni se me ocurre, eso requeriría un milagro mariano de proporciones cósmicas.