‘Mare of Easttown’ o el mito de la mártir que se afea y abandona para salvarnos
Si bien la serie de HBO ‘masculiniza’ a su detective para mostrar su rudeza como investigadora, también hace hincapié en ese tropo femenino de la mujer que se desapega de su cuerpo e imagen personal para encontrar la verdad.
Mare Sheenan solo se mira al espejo dos veces al día: «Una por la mañana cuando se lava los dientes y otra por la noche cuando se lava los dientes. Y eso es todo». Lo ha confirmado la misma Kate Winslet, la actriz que interpreta a la investigadora protagonista de Mare of Easttown, el nuevo thriller semanal de HBO que tiene en vilo al int...
Mare Sheenan solo se mira al espejo dos veces al día: «Una por la mañana cuando se lava los dientes y otra por la noche cuando se lava los dientes. Y eso es todo». Lo ha confirmado la misma Kate Winslet, la actriz que interpreta a la investigadora protagonista de Mare of Easttown, el nuevo thriller semanal de HBO que tiene en vilo al internet seriéfilo preguntándose quién es el asesino de una madre adolescente en un pueblo de Pennsylvania en el que todo está a punto de derrumbarse, pero que mantiene a flote como puede esa Mare que ni se mira al espejo ni se peina para salir a trabajar. Una detective policial, madre y abuela que se dejó a sí misma, desapegada de su propio cuerpo y de su reflejo, para tratar de salvar el pellejo de todos los demás. «Mare se está rompiendo en pedazos», dice en las entrevistas Winslet al presentar a su personaje, una mujer cansada, enganchada a los carbohidratos de gratificación instantánea por pura supervivencia personal, que come en el coche porque para qué sentarse en una mesa si hay tanto por solucionar, que bebe como un camionero, viste como un leñador y vapea para respirar de verdad, para escapar de los demás y como mecanismo de evasión frente a todo esa acumulación de ansiedad.
«Es una mujer que no tiene tiempo para gilipolleces», resumió a EW Craig Sobel, director y productor de la serie, encantado con el personaje que investiga el asesinato de Erin, una madre adolescente que ha aparecido semidesnuda y asesinada en el río del pueblo. «Mare es una madre y una abuela que llega a casa después de un día de trabajo, pone los pies encima de la mesa, y añade queso a una bola de queso para comérsela. Es una gruñona algo extraña a la que no puedes evitar querer. No había visto a ningún personaje recientemente que actuara de esa forma, y mucho menos siendo mujer», defendió el director, aquejado posiblemente de un episodio de amnesia severa: ¿Acaso no ha visto Sobel a las investigadoras de The Killing, The Bridge, Happy Valley o Top of The Lake? Porque Mare no es la única en nuestra televisión investigando quién asesinó a la chica muerta con el pelo sucio, tirando de moño/coleta improvisado y con camisa de cuadros funcional. Aquí nadie ha descubierto la pólvora: más allá de ese nutrido género mujeres detective que pasan del espejo por el bien de la humanidad, Mare también es otra policía más entregada al alcohol anestesiante al acabar la jornada, otra más de ese género de quien se machaca el organismo a voluntad luchando por encontrar la verdad, y que se presenta aquí como la equivalencia femenina de todos aquellos detectives torturados a lo True Detective o The Wire: hombres con resaca permanente y corazón de oro; almas íntegras que cargan con sus mochilas o trauma familiar particular.
Mártires afeadas para salvarnos de la maldad masculina
Cuando la autora Alice Bolin escribió, a propósito de True Detective, que las series sobre chicas muertas en pueblos enigmáticos y aislados se sostienen sobre «dos mensajes contradictorios para las mujeres» tenía razón. El primero es que las chicas en estas series serán vistas como «seres salvajes, criaturas vulnerables que necesitan ser protegidas de su propia sexualidad». El cuerpo femenino se presenta aquí, de forma complementaria, como fuente y objetivo de la malicia sexual. El segundo es que «no te fíes ni de tu padre». La autoridad masculina (ya sea puramente familiar o social, como profesores, curas o los propios policías) son vistas en estas narrativas como entes siniestros que se creen con la capacidad de controlar los cuerpos femeninos y, por tanto, destruirlos. Un posible epígrafe a este género en el pospolicial femenino en el show de la chica muerta sería un tercer y último mensaje contradictorio: allí donde muchos pueden ver a una investigadora liberada de las cadenas del género, a una mujer madura que pasa de contar calorías, de peinarse y hasta de mirarse e en el espejo, allí está una mujer que solo lo hace por el bien de los demás, a la que no le queda ni un minuto libre para sí misma, porque solo ese abandono de su propia persona será el que nos podrá salvar.
Mare, leyenda del baloncesto femenino en su pueblo (Lady Halcón fue su apodo) y cuyo hijo se suicidó, no es un personaje huraño aislado del mundo mientras lucha por salvarlo. Divorciada, la investigadora se hace cargo de su hija y nieto y vive con su madre, Helen (Jean Smart), una sarcástica e inteligente mujer que, al igual que su hija, entiende perfectamente cómo se sostienen los pilares de la violencia masculina de su ciudad. Entre ambas, y sin tener que decirse o explicarse nada, saben cómo apañárselas para controlar los estallidos violentos de un pueblo repleto de hombres blancos, algunos más pobres que otros, pero hombres enfadados, reprimidos, a los que se les tolera su violencia y frente a los que normalmente se baja la cabeza por su derecho a explotar contra las demás. Y es aquí donde Mare of Easttown ofrece una visión que toma una sutil tangente en el cansado cliché que alimenta la mística del show de la chica muerta: son aquí las mujeres las que lidian, contienen y mantienen a raya a esa violencia masculina que también las asfixia. Desde Mare a su madre, pasando por el resto de sus ex compañeras de equipo de básquet (una de ellas busca desesperadamente a su hija desaparecida, otra está conectada familiarmente con la madre adolescente asesinada), todas esas mujeres maduras del show, las que ya no están en peligro porque dejaron de ser apetecibles sexualmente para esos depredadores de niñas y destructores de inocencia femenina, son las únicas en su juicio para contener a esa espidemia de hombres enfadados y reprimidos.
«Cuando se llega a cierta edad, hay que resignarse a que la gente se muestre impaciente con una de un modo permanente», piensa Janina Duszejko, la genial heroína protagonista investigadora también de una serie de asesinatos, una ermitaña sensacional en Sobre los huesos de los muertos, la novela policíaca en la que la nobel Olga Tokarczuk jugó de forma magistral con el género y con los prejuicios que pesan sobre la mujer madura, poco deseable en la mirada patriarcal, despreocupada por voluntad propia de su aspecto –aquí sí–, que no ve a su cuerpo como un objeto y capaz de sublevarse frente a toda autoridad patriarcal: ni policías, ni curas, ni magnates pueden con ella. «Antes nunca me había dado cuenta de la existencia y del significado de gestos como los de asentir rápidamente, desviar la mirada, o el hecho de repetir «Sí, sí» de forma automática. Ahora entiendo muy bien que todo ese teatro solo busca expresar frases tan sencillas como «¡Déjame en paz, vieja loca!». En más de una ocasión me he preguntado si tratarían de la misma manera a un hombre apuesto, guapo y fuerte, que dijera lo mismo que yo. O a una monera impresionante», piensa mientras declara ante un policía que no le hace ni puñetero caso. «Nadie repara en mí para nada», piensa Vesta Gul, la protagonista de La muerte en sus manos (Alfaguara, 2021), la última novela de Ottessa Moshfehg, donde una anciana viuda aislada en una cabaña, con la única compañía de su perro, se obsesiona con resolver un supuesto asesinato de una mujer llamada Magda tras encontrar una nota inculpatoria en el bosque. Vesta, al igual que Janina, ve en su edad y en su aspecto más ventajas que inconvenientes para investigar ese misterio. Pero a diferencia de Mare en la serie de HBO, estas heroínas investigadoras literarias liberadas de los ojos de los demás, estas ermitañas libres, viven la vida tal y como la quieren llevar, no esclavizando su propia existencia y felicidad para salvar a su comunidad.
Si en la televisión del pasado estos asesinatos en entornos aislados servían como lienzo para desplegar la violencia masculina y para el psicoanálisis de un investigador atormentado que necesitaba resolver el crimen para salvarse a sí mismo, en Mare of Easttown es una mujer la que se olvidó de sí misma por el bien común. Porque Mare no rechaza a su cuerpo ni reniega propia sexualidad o atractivo sexual: ahí queda ese segundo episodio donde el espectador es consciente de su capital erótico femenino en una cita para la que saca tiempo sabiendo todo lo que tiene arriesgar haciéndolo; Mare –como pasó con el aspecto de Robin Griffin en Top of The Lake o Sarah Linden en The Killing–, es una mujer que ha aparcado su feminidad por sostener el bien común de un pueblo en el que, además, la propia sexualidad femenina es un cebo que provoca una epidemia de violencia patriarcal. Es una mártir más.