Chicas nostálgicas, pero lo justo: por qué la nostalgia jamás podrá ser feminista

El feminismo es el escollo, el hueso imposible de roer para el nuevo melancólico

Jena Ardell (Getty Images)

La culpa de todo esto, de que hoy estemos acostumbradas a admitir y convivir, nos guste o no, con ciertas dosis cada vez más generalizadas de nostalgia y de que no paremos de hablar sobre ello, la tiene un jovenzuelo que estudió medicina en la Suiza de finales del siglo XVII. Siempre hay que echarle la culpa a alguien.

Sí, el registro del sentimiento de la nostalgia, este neologismo acuñado en la Modernidad, no fue fruto de la creatividad de un poeta ni de las preguntas de una filósofa: sino del trabajo fin de carrera de un médico.

Es junio de 1688 y Johannes Hofer se licencia en medicina, en la Universidad de Basilea, con una tesis dedicada a un tipo extraño de sufrimiento físico y psicológico que padecen los soldados suizos, los trabajadores migrantes y los estudiantes extranjeros. Aquel texto académico llevaba por título Dissertatio medica de nostalgia oder Heimweh. Dado que se trataba de documentar algo nuevo, Johannes se ve obligado a inventar, como era costumbre en la época, una nueva palabra: el término que acuña surge de la unión de dos palabras de origen griego, nostos (retorno) y algos (dolor o tristeza). Nostalgia o la tristeza que genera el ardiente deseo de volver a la patria, el deseo incumplido una y otra vez de regresar. La palabra nostalgia aparece impresa por primera vez, en grande, en letras góticas.

La verdad es que Hofer no podía ni imaginar que esta nueva patología, hasta entonces ignorada, iría perdiendo paulatinamente su connotación médica. Y que este trastorno, de forma progresiva, se iba a transformar en un sentimiento ambivalente y contradictorio, individual y colectivo, que acompañaría a la humanidad en los años venideros, convirtiéndose en uno de los principales síndromes de la Modernidad. O eso parece.

Algunas nostalgias

Iniciemos un posible viaje en el tiempo a través de siglos de anhelos, tormentos, partidas, regresos, morriñas, suspiros, fervores y paraísos perdidos. Hablemos brevemente de algunas clases de nostalgias. Es que hay bastantes.

Y un buen mito griego siempre puede ilustrarnos a este respecto. El primer nostos de la historia de la literatura fue eso: un poema épico griego, La Odisea. Así que sí, la sensación de pérdida y de tristeza por la pérdida del hogar ya estaba en los albores de la cultura europea y desde entonces ese viaje tormentoso es modelo y metáfora de la condición de la vida humana. Veinticinco siglos antes de Hofer, Homero cantaba el sufrimiento de un héroe, Ulises, que pasaba ya de guerras y de batallas y solo quería regresar con su mujer, con su hijo, al lugar donde aguardan sus afectos, su pasado, sus recuerdos: a una bella y perfecta isla en medio del mar Jónico. El héroe sufre un ardiente deseo de volver a la patria mientras es saboteado por los dioses adversos. Nuestro Ulises necesita volver a casa. Esta es la nostalgia primigenia, la nostalgia de casa. La homesickness, la nostalgia di casa, la morriña. Que se lo digan a Andréi Tarkovski y a su Nostalghia.

Desde tiempos remotos, la humanidad se ha visto afectada también por otro tipo de tristeza agotadora: la nostalgia del paraíso. Antes, ahora y siempre, añoramos un Edén. Muy presente ya en la iconografía cristiana medieval y también en la tradición musulmana, esta nostalgia sueña con una supuesta plenitud originaria a la que habría que volver. El deseo ardiente aquí nos conmina a regresar a un pasado remoto que alguna vez a lo mejor fue, a una primigenia edad de dicha primordial; a una Arcadia ideal que hemos abandonado, o perdido, que se ha ido, sepultada bajo las mantas del desencanto, la tecnología, el progreso. Qué sé yo.

También está la nostalgia de otra parte, de estar en otra parte. Ese síndrome del FOMO tan del ahora, ese miedo a perderse experiencias, parece que viene de lejos. Los arrebatados por este tipo de pena, muy presente en la literatura del s. XIX, tampoco quieren perderse nada. Y añoran lugares lejanos y desconocidos, sueñan con tierras muy, muy lejanas y exóticas. Sienten pesar por no estar en cualquier otro lado del planeta tierra, cuanto más lejos, mejor.

Incluso, tenemos la nostalgia de la felicidad misma, presente en aquellos relatos o expresiones artísticas que tratan de evocar y plasmar, mientras extrañan, las larvas de la alegría, de la jovialidad, de los días despreocupados y eternos a la orilla del mar en la niñez o adolescencia. Qué felices éramos.

Y no me quería olvidar de la nostalgia en la era de la propaganda; la nostalgia como producto de marketing. Aquí podríamos incluir, por ejemplo, esos sentimientos generados por regímenes autoritarios gracias a una nueva y artificial narrativa que manipula e idealiza el pasado y los valores del pasado, embelleciéndolo. Jugando con la desafección del presente, se consigue ese deseo de vuelta, de regreso a un paraíso dorado primigenio perdido, sea lo que sea esto. Donde todo era mucho mejor que ahora, claro. Pero también al turbocapitalismo actual y a la industria del entretenimiento. Como subraya el filósofo y académico estadounidense Grafton Tanner en su ensayo Las horas han perdido su reloj (Alpha Decay, 2022): “El neoliberalismo explota la nostalgia sisífica de la misma manera que el fordismo se alimentó de la producción de novedades”.

La artista y ensayista rusa, Svetlana Boyma, en su trabajo El futuro de la nostalgia (Antonio Machado Libros, 2015), habla a su vez de la nostalgia restauradora, que fabrica mitos históricos a medida.

El tiempo perdido, de Clara Ramas.

Una epidemia de nuevos melancólicos

En un mundo (el actual) demasiado grande, complejo y acelerado, la experiencia vital se ha vuelto difícil, incluso inabarcable. Nos sentimos desorientadas. Las sucesivas crisis económicas y sociales, la emergencia climática, las guerras, las desigualdades, la precariedad… provocan un malestar social transversal ante la ausencia de un horizonte claro y justo de futuro. Y es absolutamente inevitable que la fantasía escapista de la nostalgia se nos presente como refugio apetecible y digno: “Ya no buscamos consuelo en la imaginación de lo que tiene que llegar, sino en el recuerdo de aquello que fue. Incluso en la fantasía de aquello que queremos creer que fue”, subraya en su libro Tanner. Normal.

“Habitamos tiempos crepusculares”, sentencia Clara Ramas en su ensayo El tiempo perdido (arpa, 2024). En este trabajo, la académica pone en contexto la tendencia melancólica actual y clama contra esa Edad Dorada que no ha existido (y no existirá), desarrollando toda una crítica al fantasma de la melancolía en política y filosofía. La profesora de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid responde para SModa: “La nostalgia supone echar de menos y amar lo perdido sabiendo que no volverá, es decir, en tanto que perdido; la melancolía implica no aceptar la pérdida del objeto amado y poner por delante el agravio del yo herido”.

Ramas define en su ensayo ese estado primigenio anhelado por los melancólicos, la Edad Dorada, como “un tiempo, hoy generalmente pensado como anterior al actual —la tradición, la época de nuestros padres, la Transición— que se considera constitutivamente mejor que el presente, ya que, se dice, entonces teníamos algo que ahora ya hemos perdido —una patria, una familia, una religión, una clase social, unos valores, una identidad de género—. Volver a él nos permitiría construir una identidad sólida”. Para los valedores de esta teoría, añade, “la misión para el futuro es solo replicar la Edad de Oro uterina y originaria”. Vaya.

Parece que se ha puesto de moda la melancolía; que existe una tendencia melancólica propia de nuestro tiempo y todo un ejército de nuevos melancólicos en busca del objeto perdido. Pero, ¿por qué se da esta melancolía justo ahora? “El capitalismo neoliberal la ha exacerbado. Pero una cierta tentación melancólica se encuentra siempre, dado que somos seres lingüísticos que, sin embargo, no hemos asistido a nuestro propio origen. Mishima narra la historia de un personaje que pretendía asistir a su propio nacimiento. El origen es para nosotros siempre una herida que tratamos de cerrar contando mitos, historias, o enamorándonos para tratar de encontrar ese estado de fusión perfecta. Pero nunca dura del todo, y siempre hay que reinventarlo”, añade Ramas.

Chicas nostálgicas, pero solo lo justo

“El peor enemigo de las chicas es la nostalgia”, se lee en alguna red social.

Ahora que ya es octubre, las temperaturas mínimas bajan, el otoño asoma taciturno y diferentes sensaciones de desafección se agolpan y nos hacen dormir regular: no nos dejemos engañar por la nostalgia. Que no nos seduzca. No nos establezcamos en la melancolía. Rumiar añoranza por un pasado que fue o que pudo ser y lamentar por un tiempo distinto no es tan buena idea. La nostalgia es oscura. Y la vuelta al pasado (por idílico que se le presuponga) o su idealización y el retorno a valores conservadores reaccionarios, nunca jamás le vino bien a ninguna chica. Mucho menos a la lucha de los derechos de las mujeres. Es que nunca.

Como subraya Clara Ramas en su libro: “No ha habido jamás un melancólico reaccionario que haya sido feminista”. Es más: el feminismo es el escollo, el hueso imposible de roer para el nuevo melancólico. “Estas nuevas tendencias melancólicas tratan de construir una identidad falsamente tradicional de lo femenino, que permita a la vez ser un objeto de emprendimiento empresarial en redes sociales (marketing en base al ragebait), calmar las angustias reales de un mundo capitalista inhóspito (mejor volver a casa a hornear panecillos que enfrentarse a un mercado laboral precario y que impide la vida personal) que es aspiracional en términos estéticos y de clase (mujeres blancas normativas de clase aparentemente alta, no migrantes precarias; ¿quién puede grabar videos durante cinco horas preparando una receta con manicura y peluquería y maquillaje perfectos? Vuelven a invisibilizarse las condiciones reales de realización del trabajo de cuidados) y que ofrece una identidad de género tradicional como bálsamo para las angustias actuales (la sumisión ‘elegida’)”. La filósofa profundiza y nos invita a mirar “no a estas nuevas influencers, que son empresarias aprovechando una ola de conflicto ideológico social, sino a los consumidores y defensores: a los hombres que propugnan y desean proponer esto como modelo y que se quejan masivamente en internet de que ya no hay mujeres ‘como las de antes’ o que mejor encontrar una novia ‘sin estudios ni carrera’. ¿Qué les mueve a ello? Creo que se responde solo”.

Los melancólicos reaccionarios son los del amor romántico, los del amor tóxico. “Sí, son quienes piensan que el amor consiste en poseer al otro como una propiedad privada, como un criado al servicio de su bienestar, en lugar de entender que en el amor, en tanto que está en juego el otro, no solo es un juego entre iguales, sino que hay siempre un cierto abismo o distancia que hay que renegociar todo el rato”, argumenta.

Y, ¿aciertan en algo los nuevos melancólicos o solo estamos ante otra tendencia conservadora? En este mundo que genera cotas tan altas de malestar y sufrimiento: ¿es legítimo entregarse a la melancolía? “Los melancólicos aciertan en expresar un sentimiento de pérdida. Pero fracasan al convertir la expresión de su pérdida en un programa político reaccionario. Las nuevas certezas compartidas tienen que venir como consensos colectivos que pregunten qué mundos son deseables e imposibles bajo el capitalismo. Para mí no se trata de volver al pasado tal y como fue, sino de construir un futuro que todavía no ha podido ser, cueste lo que cueste”.

Relacionarnos de forma más saludable con lo que añoramos, con lo que sentimos que hemos perdido o que nos falta y pensar un futuro nuevo en común, es mucho mejor siempre.

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