Warren Beatty cabreado y los españoles tratados como «pardillos»: lo que molestó de ‘En la cama con Madonna’
Una parte clave del filme se grabó en Madrid, donde la cantante intentó (sin éxito) acostarse con Antonio Banderas. Se cumplen 30 años del documental que cambió para siempre la cultura de la celebridad.
El documental de Billie Eillish, el de Taylor Swift, el de Beyoncé, el de Lady Gaga, el de Katy Perry…estrenar en una plataforma una película de casi dos horas que capte al ídolo pop en un momento clave de su ascenso al estrellato se ha convertido en un ritual de paso. La convención es que el filme debe ejercer una función doble. Por un lado, humanizar a la estrella, combinando calculadas muestras de vulnerabilidad –Beyoncé sometiéndose a una dieta feroz para perder peso tras tener a sus mellizos, Lady Gaga hablando de manera muy franca sobre la fibromialgia que padece–. Y por otro, debe queda...
El documental de Billie Eillish, el de Taylor Swift, el de Beyoncé, el de Lady Gaga, el de Katy Perry…estrenar en una plataforma una película de casi dos horas que capte al ídolo pop en un momento clave de su ascenso al estrellato se ha convertido en un ritual de paso. La convención es que el filme debe ejercer una función doble. Por un lado, humanizar a la estrella, combinando calculadas muestras de vulnerabilidad –Beyoncé sometiéndose a una dieta feroz para perder peso tras tener a sus mellizos, Lady Gaga hablando de manera muy franca sobre la fibromialgia que padece–. Y por otro, debe quedar también muy claro qué es lo que hizo ascender al panteón del pop a esa supuesta persona normal. Debe haber flashes de su carisma y deben mostrarse los efectos de su poder. Los estadios abarrotados y los fans aturdidos por la presencia del ídolo.
Esa fórmula no se inventó pero sí se patentó en un documental que esta semana cumple 30 años convertido en una pieza de culto, En la cama con Madonna, la película que el director Alex Keshishian rodó siguiendo a la cantante en la cúspide de su fama, cuando se embarcó en la gira mundial de Blond Ambition. El filme tuve un estreno sonado en Cannes –la policía francesa tuvo que reprimir a cientos de fans y terminó prohibiendo el paso a muchos de los que sí tenían pases para la proyección, incluido Spike Lee–, se estrenó en cines y en poco tiempo se convirtió en el documental que más dinero había recaudado en taquilla en toda la historia, récord que consiguió retener hasta el estreno de Bowling for Columbine.
Verlo tres décadas después es como asistir al nacimiento de la cultura de la celebridad tal y como la entendemos ahora, en la que el público hace un intercambio faustiano con el ídolo. Si quieres nuestro dinero y nuestro activismo por tu causa, le dicen, vas a tener que entregarnos algo más que canciones y vídeos bien producidos. Tendrás que darnos trauma, dolor, éxtasis, enfermedad, una historia familiar torturada, un poco de material narrativo de calidad.
Inicialmente, la película, que fue uno de los primeros grandes éxitos de Miramax, la productora de los hermanos Weinstein, iba a ser algo más tradicional, dos horas de metraje a más gloria de Madonna, que estrenaba su segunda década como la mujer más poderosa del pop. Iba a dirigirlo David Fincher, que ya había rodado con ella el vídeo de Express Yourself. Cuando Fincher se cayó del proyecto, la cantante decidió confiar en un cineasta totalmente inexperto que tenía entonces 24 años porque le gustó la película que Keshishian había rodado como proyecto de final de carrera en Harvard, una ópera pop en la que mezclaba canciones de la diva de Detroit con otras de Kate Bush y Billy Idol. Cuando se dice que el mejor talento de Madonna ha sido su capacidad para detectar y vampirizar talento antes de que llegue al mainstream no se dice por cualquier cosa.
Keshishian visitó a Madonna cuando la gira Blond Ambitionllegó a Japón y, tras contemplar una escena en bambalinas en la que los bailarines se comportaban “como una familia disfuncional felliniana”, convenció a la artista para que le dejara centrarse en eso, en lo que pasaba detrás del escenario, no delante, y en la troupe que la rodeaba. Ella aceptó, y durante el resto de la gira, Keshishian y su equipo tomaron unas 200 horas de metraje. Vestían siempre de negro y tenían instrucciones de no hablar nunca con las personas que filmaban, de actuar como moscas en la pared.
En uno de los momentos del filme, Warren Beatty, que era entonces novio de Madonna y aparece siempre gruñendo, agotado y exasperado con aquel circo, le recrimina a su pareja la atmósfera tan extraña que genera tener las cámaras encendidas todo el tiempo. Un médico está examinando la garganta dañada de Madonna y le pregunta si quiere hablar fuera de foco. No, contesta ella. Y Beatty se pone sardónico: “¡no quiere hablar de nada si no están las cámaras! ¿Qué sentido tendría vivir sin las cámaras?, ¿Existir?”. Beatty, que tenía entonces 50 y pocos años y ya llevaba tres décadas siendo famoso a la antigua usanza, no alcanza a comprender de qué sirve ser una estrella global si hay que arrastrarse de esa manera. Madonna, obviamente, lo ve de manera distinta. El actor respondió al primer visionado de la película con una carta de sus abogados a los de Madonna, pidiendo que se le retirase del metraje, cosa que no ocurrió.
La presencia de celebridades al natural, sin guión, fue sin duda, uno de los motivos que propulsaron el éxito de la película. No todos quedan bien, además. Kevin Costner, que entonces vivía un momento de gloria tras el estreno de Bailando con lobos, visita el backstageen el concierto de Los Ángeles (donde se concentra un grupo heterogéneo en el que también están Al Pacino y Mandy Patinkin). Madonna le pregunta: “¿qué te ha parecido?”. Y él contesta: “Creo que ha estado neat”, contesta él, con un adjetivo que ya entonces sonaba anticuado y que podría traducirse como “bonito” o “divino”. La cantante dice después: “cualquiera que describa mis conciertos como neat se tiene que largar”, y hace un gesto como de provocarse arcadas. Es uno de los momentos que más se recuerdan, junto con la frase que dice Madonna sobre una ciudad que detesta porque le parece demasiado conservadora: “Por eso me fui de Chicago. Por eso y porque Oprah Winfrey vive aquí”.
Nada de eso era nuevo, claro. Ya Bob Dylan en Don’t Look Back, el clásico del documental de D.A. Pennebaker, se mostró displicente y petulante, orillando a Joan Baez, ignorando a Donovan, tratando a los periodistas como ratas ignorantes. Pero en 1991, y en el corazón del mainstream, parecía inaudito tener esa clase de acceso a la celebridad.
Hacia el final de la película, la actriz Sandra Bernhard le pregunta a una Madonna ya hastiada de su toura qué famoso le gustaría conocer. “Ya los conozco a todos”, se queja la cantante. Hasta que se ilumina: “Ese chico que sale en todas las películas de Pedro Almodóvar”. Madonna se había encaprichado de Antonio Banderas. Cuando la gira llega a Madrid, el propio Almodóvar le organizó una fiesta en el Palace, que él mismo explicó cuando el año pasado publicó parte de sus diarios de pandemia en El diario.El director llevó a toda su pandilla: la Polaca, Bibiana Fernández, Loles León, Manuel Bandera, Rossy de Palma. También, por supuesto, al único invitado que le interesaba a la cantante, que no contaba con que también estaría allí Ana Leza, la esposa de Banderas. Como explica el propio Almodóvar, “a Ana Leza la mandó a la mesa más apartada de aquel gran salón”. Lo que no le impidió acercarse a la cantante y decirle: “Veo que te gusta mi marido. No me extraña, les gusta a todas. Pero no me importa porque soy muy moderna”. “Si eres tan moderna, piérdete”, le contestó Madonna. Todos vieron a Alex Keshishian grabando aquello pero no se imaginaban que un año más tarde la fiesta aparecería en el documental de más éxito en décadas. “Nos trató como a pardillos”, concluye Almodóvar.
En realidad, más allá de los cameos de celebridades, lo más revelador es asistir a la relación de Madonna con su equipo. La cantante tiene una relación de codependencia con su asistente, Melissa, y le gusta ejercer de “madre”, en el sentido que se da a la palabra en la cultura drag, con sus bailarines gays. El retrato que se hace de ellos fue clave para conseguirle a la película un culto queer y hace unos años incluso se estrenó otro documental, Strike a Pose, centrado en los bailarines. Allí contaron que mientras saltaban cada noche al escenario a bailar Voguea dos pasos de Madonna y viajaban por todo el mundo con la gira, al menos tres de ellos tenían ya un diagnóstico de VIH y vivían aterrorizados por la posibilidad de que eso se hiciese público. Uno de los bailarines, Gabriel Trupin, murió de Sida en 1995 con solo 26 años. La enfermedad está presente en la película hasta cuando no se nombra, y uno de los momentos más intensos llega cuando se conoce la muerte de Keith Haring y Madonna le dedica uno de los conciertos.
Cuando se cumplieron los 25 años del estreno del documental, el New York Times preguntó al director, Alex Kenishian, si había sido una decisión consciente dar tanta relevancia a la cultura gay en la película (en eso también anticipó lo que estaba por venir en el fandom) y contestó esto: “Cuando rodaba, no lo tenía particularmente en mente. Vivía en una burbuja en la que todo eso estaba aceptado. Cuando empecé a editar, ahí sí que tienes que tomar decisiones, porque tienes que dejar mucho metraje fuera. Sentía de manera instintiva que quería dejar claro que en mundo de Madonna, la homosexualidad era un asunto vital”. Algunos de los bailarines no lo entendieron así y denunciaron a la cantante por uso indebido de su imagen.
La familia carnal de la cantante también aparece en la película. Cuando la gira pasa por Detroit, Madonna llama a su padre, Tony, al escenario y habla de los problemas de su hermano con las drogas. En la que es quizá una de las escenas que peor ha envejecido, la cantante visita la tumba de su madre. La cámara de Keshishian se aleja unos metros, afectando una especie de intimidad que no existe, y Madonna dice cosas como: “Me pregunto qué aspecto tiene ahora. Probablemente sólo un puñado de polvo”.
En medio de todo esto, están también, claro, las actuaciones. Like a Virgin, que Madonna canta sobre una cama roja de terciopelo en una versión orientalista y ralentizada; Express Yourself, con los bailarines vestidos de obreros encadenados y la cantante emergiendo como una jefa tirana vestida de Gaultier; Holiday, con una coreografía aparentemente mucho menos rígida, un guiño a la Madonna discotequera de los ochenta, y Vogue, que en la película aparece con un interesante montaje. Keshishian superpone imágenes de Madonna y los bailarines en el escenario con metraje del equipo haciendo los mismos pasos de baile en hoteles, baños y aeropuertos, como una broma interna. También aparecen los fans replicando la coreografía en los estadios y en las puertas de los hoteles. Para que dos alemanas del Este con mullet y cazadora de vaquero lavado estén moviendo los brazos formando rectángulos en el aire tal y como unos años antes hacía la gente queer negra y latina en Harlem antes ha tenido que mediar una estrella del pop haciendo de vampira y traductora de la subcultura y entregándosela a las masas.