«No soy Sissi. Soy una mujer desgraciada de 42 años y me llamo Romy Schneider»

Los alemanes jamás le perdonaron la traición de no querer seguir interpretando a la emperatriz vienesa, los franceses la adoptaron como la quintaesencia de su identidad y los paparazzi la acosaron sin pudor para obtener la imagen más morbosa.

Schneider en el rodaje de 'La piscine'.Getty

«Hace mucho que no soy Sissi. En realidad, no lo he sido jamás. Soy una mujer desgraciada de 42 años y me llamo Romy Schneider». Así se explicaba Romy Schneider en una entrevista en mayo de 1981 para la revista Paris Match cuando le preguntaban por su siempre violenta reacción al respecto del personaje que había interpretado por tres veces. Habían pasado 25 años desde Sissi y su destino (última de la trilogía sobre la melindrosa emperatriz) y la cuestión aún seguía planeando sobre su cabeza. Un año después de esta entrevista en la que suplicaba que la dejaran en paz (“Quiero ...

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«Hace mucho que no soy Sissi. En realidad, no lo he sido jamás. Soy una mujer desgraciada de 42 años y me llamo Romy Schneider». Así se explicaba Romy Schneider en una entrevista en mayo de 1981 para la revista Paris Match cuando le preguntaban por su siempre violenta reacción al respecto del personaje que había interpretado por tres veces. Habían pasado 25 años desde Sissi y su destino (última de la trilogía sobre la melindrosa emperatriz) y la cuestión aún seguía planeando sobre su cabeza. Un año después de esta entrevista en la que suplicaba que la dejaran en paz (“Quiero mi tranquilidad, detesto el tumulto, la publicidad, el show-business”), Romy sería encontrada muerta en su apartamento de París, agotada de la persecución mediática, de que todo el mundo tuviera algo que decir sobre ella, de sentirse deseada (saberse atractiva para todo el mundo le irritaba sobremanera) y del cúmulo de tragedias que había tenido que soportar… Porque si hay una constante en la vida de la actriz es precisamente esa: Romy casi como dominio público. Todo el mundo quería su trozo de pastel, su propia Romy.

Los alemanes jamás le perdonaron la traición de no querer seguir interpretando ad nauseam a la emperatriz vienesa, los franceses la adoptaron como la quintaesencia de su identidad, los paparazzo la acosaron sin pudor para obtener la imagen más morbosa y, por supuesto, tantos periodistas haciendo carrera de ella. Romy omnipresente. Tanto que en la reciente desaparición del enorme Michel Piccoli no faltaron los medios franceses que recordaron aquella difusa relación nunca del todo contada. En el libro J’ai vécu dans mes rêves, Piccoli le confesaba al autor, Gilles Jacob, que Romy y él «habían tenido la debilidad de dejarse ir en gestos no siempre muy honestos». Y es que Piccoli (con el que Romy compartiría seis películas entre 1964 y 1982) fue sobre todo para la actriz una amistad incondicional, alguien que le hacía sentir ‘normal’. “Le restaba solemnidad, porque no era sólo una actriz, era una estrella, dijo en alguna ocasión Piccoli. Le decía: ‘Estás fea hoy, mal maquillada’. Eso la tranquilizaba”. En la última entrevista que concedería Romy –algo tensa como solían ser sus charlas con periodistas en las que se adivinaban tantos dolores–, la actriz sonríe grande cuando le preguntan por Piccoli, su compañero de reparto en el filme, y responde con una alegría impropia de alguien tan claramente atormentado en aquellos momentos: “¡Es una larga historia sin historia!».

Karlheinz Boehm y Romy Schneider en el set de ‘Sissi y su destino’.Getty
Schneider en una escena de ‘Monpti’ (1957).Getty

En una de las entrevistas más conmovedoras jamás concedida por la actriz (en diciembre de 1976 a la periodista Alice Schwarzer de la que se ha publicado un libro y editado un documental para el canal francés Arte) reclamaría con desesperación: “Mírame, no soy tu cliché, ni tu proyección”. Pero nadie la vio. Y es que Romy (Viena, 1938-París, 1982) encarnó en demasiadas ocasiones las fantasías de otros. Ya desde sus inicios, la madre la utilizó para blanquear su imagen. Los padres, Magda Schneider y Wolf Albach-Retty, habían sido estrellas veneradas durante el Tercer Reich que se encontraron con no pocas dificultades para dejar atrás ese oscuro pasado nazi. Así, con 15 años, y recién salida del internado, Romy rueda Lilas blancas junto a su madre, actriz protagonista.

Horst Buchholz, en el rodaje de ‘Monpti’.Getty
Schneider en el set de ‘Corrupción en el internado’.Getty (Corbis via Getty Images)

Luego vendría la saga de Sissi en la que la progenitora, de nuevo, aprovecharía la coyuntura para asumir el papel de madre de la joven emperatriz. De hecho, cuando a Romy se le plantea la posibilidad de hacer una cuarta entrega, cosa que rechaza de plano a pesar del cuantioso caché y de las presiones de su padrastro y de Magda, ésta explota. La llama ingrata y egoísta. Romy recordaría más tarde: “Me sentía ignorante. En lugar de aprender a vivir, ¡rodaba! En lugar de vivir, estaba en platós de cine. Siempre he tenido la impresión de no saber hacer nada en la vida y de saber hacerlo todo en el cine. He vivido mucho tiempo en una cárcel, dorada ciertamente, pero cárcel al fin y al cabo”.

En 1958, su primer papel en una película francesa (Christine) junto a Alain Delon se presenta como el perfecto billete para huir de Sissi, de una madre hipervigilante, de un padrastro abusador (intentó acostarse con ella en más de una ocasión ante la inacción de la madre y dejó a la actriz en bancarrota), pero también de una Alemania que la había convertido en propiedad pública. Jean-Pierre Lavoignat, autor de Romy (libro de entrevistas con Sarah Biasini, hija de Romy), lo explicaría perfectamente en una entrevista a La Presse: “Cuando Romy Schneider abandona Alemania para instalarse en Francia, la guerra no quedaba tan lejos. Esta marcha se vio allí como una traición, como si se pasara al enemigo.

Alain Delon con Romy Schneider en el lago Lugano en 1959, tras anunciar su compromiso.Getty

Además, su llegada a Francia coincide con su negativa a rodar una cuarta Sissi, a pesar de las presiones de su madre ¡y casi del gobierno! Los alemanes no le perdonaron jamás. La prensa fue especialmente violenta con ella”. Pero Romy no escapaba sólo del encasillamiento al que había sido sometida, huía, sobre todo, de un pasado que le pesaba como una losa. En el ya citado documental de Arte, Romy confiesa que siempre sospechó que la estrecha amistad de su madre con Hitler fue algo más que eso, llegando a insinuar la posibilidad de que hubieran sido amantes. Romy llevó esta azarosa circunstancia vital como una maldición. Bernard Pascuito, autor de La dernière vie de Romy Schneider explicaría en Le Figaro: “En realidad, su culpabilidad era retrospectiva. Comprendió, como muchos otros alemanes, el horror del nazismo cuando era adulta. El hecho de haber jugado cuando tenía cuatro años en la casa privada de Hitler en Berchtesgaden no pudo traumatizarla conscientemente”.

Magda Schneider, Alain Delon y Romy.picture alliance (picture alliance via Getty Image)

En Francia empezaría el otro gran drama de su vida: los hombres, siendo el primero de ellos, Alain Delon, con quien compartiría un agitado romance que tan sólo duraría cinco años. Los suficientes para elevar a la pareja a la categoría de icónica. Romy y Alain se conocerían en el aeropuerto de Orly, cuando la actriz desembarcó en Francia para rodar Christine junto al galán. Ella ya era una estrella, él tan sólo un debutante de 22 años. Su primer encuentro es gélido. Ella no habla un francés perfecto, él se muestra antipático. «Me encontré con un tipo demasiado guapo, bien peinado, demasiado joven, vestido en gentleman con un traje y una corbata demasiado a la moda», contó luego Romy. Él tampoco se llevó mucha mejor impresión: le pareció una vienesa guapa, sí, pero caprichosa, pretenciosa y muy aburrida… Un año después, en marzo de 1959, anunciarían su compromiso.

A partir de ahí, Delon empieza a encadenar rodajes uno tras otro, mientras Romy ve cómo su carrera se estanca. Lo cual, tal y como le reconocería a Alice Schwarzer en aquella reveladora entrevista, le deprime y le irrita. “Vivía con él. Pero quizás no era la madre que un tipo de hombre como él necesitaba, no era la mujer que remendaba calcetines, preparaba la comida y le esperaba en casa. Era una actriz y quería trabajar. Por primera vez en mi vida, el éxito de otra persona me volvió celosa”. La historia termina definitivamente el 18 de diciembre de 1963 cuando Romy, al volver de un decepcionante periplo hollywoodense, se encuentra en su hotel particular sito en la avenue Messine un ramo de rosas Baccara (rojas, pero casi negras) con una nota: «Me he ido a México con Nathalie. Mil cosas. Alain». Nathalie será su mujer hasta 1969 y madre de su hijo Anthony. Más tarde, Delon tendría a bien mandarle a Romy una carta de quince páginas en las que básicamente le volvía a decir adiós explicándole que sus profesiones imposibilitaban cualquier estabilidad en su relación. “Te devuelvo la libertad dejándote mi corazón”.

Schneider y Alain Delon.Getty

Tras Delon, la actriz se casaría en 1966 con el director teatral alemán Harry Meyen, padre de su hijo David (el nombre no es casual: era una vez más la manera de lavar los pecados nazis de sus padres) del que se separaría en 1972 y que acabaría suicidándose en 1979, dos años antes del accidente mortal de David. Volvería a encontrar el amor en Daniel Biasini, su antiguo secretario, con el que tendría a su hija Sarah y del que se divorciaría en 1981. Su último compañero, el productor Laurent Pétin, fue quien la halló muerta en su apartamento parisino. Entremedias, por supuesto, rumores. La aventura con Jacques Dutronc (que, por aquel entonces estaba con la sufrida Françoise Hardy) durante el rodaje de Lo importante es amar o el idilio secreto, desconocido por el gran público del que, sin embargo, todo el mundo hablaba, que mantuvo con Jean-Louis Trintignant. «Los hombres no me comprenden», solía lamentarse.

Romy Schneider y Harry Meyen en 1970.Getty Images

Pero, ante todo, y a pesar de ocupar páginas y páginas de la prensa rosa, Romy era una actriz imponente. Según Pascuito: «Tenemos tendencia a olvidar que es una actriz prodigiosa, tanto el personaje ha sobrepasado a la actriz a causa de sus dramas; pero podía rodar lo que quisiera. Aportaba verdad y tenía una voz extraordinaria». Lavoignat ha dicho de ella que había actrices más guapas, quizás más emocionantes, pero actrices tan bellas y conmovedoras a la vez, casi ninguna. Lógico si se piensa que lo experimentó todo en la vida real: el éxito, la adulación, el amor, el suicidio de un hombre al que amó, la muerte de un hijo, el peso de la historia… El listado de directores con los que trabajó Romy es apabullante: desde Visconti (del que siempre dijo que la había legitimado como actriz, incluso ante sí misma, dándole la confianza que necesitaba), pasando por Clouzot, Chabrol, Costa-Gavras, Tavernier, Dino Risi, Zulawski, Losey, Preminger, Welles o Deray (con quien haría ese síndrome de Stendhal elevado a película que es La piscina y que supondría el reencuentro cinco años después con Delon quien, por cierto, la impuso para el papel: “Seremos Romy y yo, o no habrá película”).

Pero, entre todo ellos, por supuesto Claude Sautet (Las cosas de la vida, Max y los chatarrreros, César y Rosalía, Mado, Una vida de mujer), que la convertiría en la encarnación de la mujer moderna francesa, esa con la que los hombres soñaban y las mujeres se identificaban. Romy siempre dijo que su encuentro fue un verdadero flechazo («Sautet me ha colmado») y él siempre se deshizo en elogios hacia su trabajo. «Tenía la impresión de que era alguien muy sofisticado, tenía esa imagen de Sissi. Y me encontré con una mujer de 31 años, muy divertida, muy viva…. Tenía un abanico increíble de emociones internas que habían estado escondidas durante mucho tiempo y que sacaba a relucir con extrema facilidad». Una actriz total. Difícil olvidar algunos de sus papeles más desgarradores como sus interpretaciones en Lo importante es amar (Zulawski, 1975) o en La muerte en directo (Tavernier, 1980). La sensación es la de estar viendo una mujer rota entregarse a su única tabla de salvación: actuar. “El cine es casi un vicio, una pasión tan grande que jamás podría hacer otra cosa”.

Schneider y Delon en una imagen de ‘La piscine’.Cordon Press
Schneider en ‘¿Quién?’ (1970)Getty

Con la amenaza de un cáncer y un complicado divorcio de su último marido, Romy ha de enfrentarse al dolor más grande de su vida: el 5 de julio de 1981, su hijo David de 14 años muere accidentalmente atravesado por las rejas de la casa de sus abuelos. Una hecatombe amplificada por el lamentable tratamiento de los medios: unos paparazzo se disfrazaron de enfermeros para entrar en el hospital y fotografiar el cadáver. Afortunadamente, ningún medio publicó las imágenes. En el entierro, el acoso no fue menos indigno, tanto que Delon casi le pega un puñetazo a uno de los fotógrafos.

Romy trata de sumergirse en el trabajo tratando inútilmente de ahogar su desesperación. Su última película, Testimonio de mujer (Rouffio, 1982) tendría como coprotagonista a Piccoli. Y durante la entrevista de promoción, cuando Michel Druckner le pregunta si alguna vez ha pensado en abandonar su oficio, una colérica Romy le espeta: “Lo he pensado, sí, pero no lo haré. Me gusta mi trabajo y me ayuda. Me gustaría preocuparme más de mi vida personal y rodar menos películas que antes. Pero para que mi vida privada vaya bien, es necesario que me dejen tranquila de una vez por todas. ¡Si usted supiera lo que algunos fotógrafos son capaces de hacer! De disfrazarse de enfermeros para fotografiar a un niño muerto. ¿Dónde queda la moral? ¿Dónde está el tacto”. Una situación de acoso y derribo a la que Romy había estado expuesta demasiadas veces. Ya en la charla mantenida con Alice se quejaba amargamente del hostigamiento del que había sido objeto desde sus inicios. En innumerables ocasiones y literalmente, no había podido salir de casa. “La prensa francesa es asquerosa, pero no tanto como en Alemania”.

Romy Schneider en el rodaje de ‘Fantasma d’amore’, de Dino Risi.Getty

El 29 de mayo de 1982 Romy aparecía muerta en su apartamento de París. No se hizo autopsia “para no romper el mito”, según parece que decidió el magistrado encargado del proceso. Así, las circunstancias nunca han sido del todo esclarecidas. Para Biasini, murió de pena, el síndrome del corazón destrozado, médicamente una miocardiopatía de Takotsubo. Para la mayoría fue un suicidio o un descuido más o menos buscado. Pascuito lo resume a la perfección: “No se suicidó, hizo todo lo posible para dejar de vivir”.

En este último capítulo de su vida, Delon reaparece. Nada más conocer la noticia, se persona en el apartamento de Romy y allí se despide y le hace una última foto que nadie salvo él ha visto y que conserva cual reliquia. En Romy. Une longue nuit de silence, Sarah Briand recoge los recuerdos del actor (quien, por cierto, no fue al entierro por no darle el gusto a los fotógrafos) sobre aquella trágica noche. “Sabía desde hacía tiempo que iba a morir. Me lo había dado a entender. Me lo dijo: ‘No puedo seguir viviendo’. No había nada que hacer. Se dejó morir deliberadamente. Fue un suicidio voluntario, nunca soportó la muerte de David. Nunca más volvió a ser Romy. Nunca volvió a ser la mujer a la que yo había conocido. Estaba entre dos vidas. Deseaba tantísimo morir que si no hubiera sido de ese modo, habría sido de otro. Lo sabía, pero también sabía que no podía hacer nada por evitarlo”.

Hace tres años, y por si no hubiera tenido suficiente fatalidad en vida, su tumba fue profanada.

Romy Schneider durante unas vacaciones sicilianas.Getty (Sygma via Getty Images)