Julieta Serrano, piel de artista
Creció en la posguerra barcelonesa fascinada por el teatro y la libertad. Hoy, a sus 79 años, esta actriz –que está de gira con La sonrisa etrusca– nos abre su casa de Madrid
En el corazón de Madrid hay tesoros escondidos. Los aledaños de Sol acogen algunos imprescindibles, como la muy teatral Plaza de Santa Ana o la de Jacinto Benavente. Entre ellas, se encuentra la Plaza del Ángel, un extraño remanso de paz, solo alterado de noche por los latidos de jazz del Café Central. Pero la casa de Julieta Serrano es silenciosa y está a tiro de piedra del Teatro Español. Su flamante entrada de carruajes da paso a una finca magnífica con jardín interior y piscina que fue reconvertida en pisos hace casi 20 años y que a la actriz le recuerda a una obra de Ch...
En el corazón de Madrid hay tesoros escondidos. Los aledaños de Sol acogen algunos imprescindibles, como la muy teatral Plaza de Santa Ana o la de Jacinto Benavente. Entre ellas, se encuentra la Plaza del Ángel, un extraño remanso de paz, solo alterado de noche por los latidos de jazz del Café Central. Pero la casa de Julieta Serrano es silenciosa y está a tiro de piedra del Teatro Español. Su flamante entrada de carruajes da paso a una finca magnífica con jardín interior y piscina que fue reconvertida en pisos hace casi 20 años y que a la actriz le recuerda a una obra de Chéjov. «Siempre digo que esto es como El jardín de los cerezos. Llegamos los pequeños burgueses y nos apropiamos de ella».
Julieta Serrano, una de nuestras actrices fundamentales, acaba de regresar de Barcelona –donde le han concedido el premio Sant Jordi a toda su carrera cinematográfica–; aunque ella, en realidad, donde más ha trabajado a lo largo de sus 79 años de vida ha sido sobre las tablas. Mientras continúa su gira con Héctor Alterio y La sonrisa etrusca, le abruma pensar que lleva más de 100 obras a sus espaldas.
Nacida en el barrio de Poble Sec, en Barcelona, entre sus recuerdos está la imagen de su elegante madre, que trabajó muchos años como modista y en los años 20 estuvo empleada en Santa Eulalia, la mítica tienda de la Ciudad Condal. «Ella había tenido una maestra que cada año iba a ver las colecciones de París y, de vuelta, pasaba por mi casa y traía unos patrones en tela que después mi madre copiaba en la mesa de la cocina. A mí –que tendría siete u ocho años– me fascinaba ver cómo los dibujaba con jaboncillo. Se llamaban glasillas».
En su cocina, y entre plantas, la actriz posa con una túnica de Oska. Detrás, un fotograma coloreado de su papel en Mujeres al borde de un ataque de nervios, un regalo de su amigo Eusebio Poncela.
Germán Sáiz
Sin embargo, aunque su madre siempre vistió primorosamente y jamás salió de casa sin maquillar ni sin tacones, ella reconoce haber sido «mucho más desastrosa… o tal vez es que yo en aquella época siempre andaba pensando en mis dibujos, mis libros y mi teatro».
Julieta recuerda también cuando, con 18 años, le pidió a su madre que le hiciera un vestidito negro de punto y esta le contestó que «era demasiado joven para ir de negro». Al final su madre se lo hizo. Pero para entonces Julieta ya tenía 25 años y trabajaba en teatro. «A mí siempre me ha gustado el azul y el negro, pero antiguamente nos recordaba a la Falange y echaba un poco para atrás. Pero conseguí que me hiciera mi vestido negro y un abrigo azul maravilloso que durante años fue mi uniforme de los estrenos», bromea.
En su armario no faltan esos tonos, así como prendas cómodas y prácticas. «Me gusta la ropa de Lurdes Bergada, la firma alemana Oska (que tiene unos tejidos como lienzos), o la de Adolfo Domínguez, a quien conocí cuando coprodujo una película que hice con Mireia Ros, La Moños (1997)». Tampoco faltan nunca unas zapatillas New Balance, «siempre que voy a Nueva York me compro un par nuevo». Entre los diseñadores extranjeros, uno de sus favoritos es Jil Sander, de quien durante años usó uno de sus perfumes. Aunque lo que más abunda en su casa son libros, discos y objetos decorativos, como algún cuadro de su amigo, el diseñador y pintor Diego Lara, unos dibujos dedicados de Rafael Alberti o sus premios Max de teatro, también creados por su amigo de juventud, el poeta Joan Brossa.
Aunque buena parte de la ropa la ha ido dejando atrás, así como la bisutería que tanto le gustaba en sus «años hippies», guarda buena memoria de algunos de los vestuarios más emblemáticos de sus personajes, ya sean de criada, monja o heroína griega. Pero hay uno especialmente memorable de una de sus muchas colaboraciones con Almodóvar. En Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) lucía una réplica de un diseño de Courrèges con el que ella inicia una delirante persecución con el pelo cardado. Como en esa secuencia, ella no ha frenado y con velocidad se han sumado espectadores.
Sobre un antiguo baúl –de El Rastro de Madrid– descansan chales comprados en México, donde vive su sobrina-nieta.
Germán Sáiz
Algunos de los collares que más utiliza, entre sus favoritos están los de plata envejecida.
Germán Sáiz
Retrato familiar realizado en Barcelona en los años 30. Junto a la fotografía, colgante con la imagen de su abuelo y anillo con su nombre inscrito que le entregaron con motivo del premio Margarita Xirgú en 1999.
Germán Sáiz
En su cocina, y entre plantas, la actriz posa con una túnica de Oska. Detrás, un fotograma coloreado de su papel en Mujeres al borde de un ataque de nervios, un regalo de su amigo Eusebio Poncela.
Germán Sáiz