Españolas por el mundo, por Eva Hache
Yo no soy como todas las mujeres españolas y no me gusta ni elucubrar ni criticar.
Perdona, pero no se puede generalizar. Somos muchas mujeres españolas las que nunca hemos hecho algo parecido jamás. Ni lo volveremos a hacer», dijo ella. Paró un momento de hablar. Levantó levemente las cejas, miró, solo con los ojos y sin mover ni un milímetro la cabeza, de arribísima abajísimo, a un hombre sin planchar que pasaba y musitó entre dientes: «Todos los hombres sois iguales».
Volvió a la conversación para reafirmar que las mujeres españolas cada una es como es y que ni siquiera se puede decir que la española cuando besa es que besa de verdad, porque al...
Perdona, pero no se puede generalizar. Somos muchas mujeres españolas las que nunca hemos hecho algo parecido jamás. Ni lo volveremos a hacer», dijo ella. Paró un momento de hablar. Levantó levemente las cejas, miró, solo con los ojos y sin mover ni un milímetro la cabeza, de arribísima abajísimo, a un hombre sin planchar que pasaba y musitó entre dientes: «Todos los hombres sois iguales».
Volvió a la conversación para reafirmar que las mujeres españolas cada una es como es y que ni siquiera se puede decir que la española cuando besa es que besa de verdad, porque alguna hay que besa sin tener ni puñetera gana.
Dos horas antes, organizó sin mirar una buena cola en la escalera mecánica en la que ella y una maleta más grande que ella se habían situado de forma que nadie pudiera rebasarlas. Se coló para estar en la primera línea del mostrador. Se pellizcó hacia abajo, primero por delante y luego por detrás, a la altura de lo que serían los bolsillos de un pantalón vaquero, con los dedos índice y pulgar, el jersey de lana buena que había comprado en la Riviera Maya (con el mérito que tiene comprar un jersey en un lugar en que la temperatura media es de unos 30 grados. Pero, claro, si en España es octubre, no se iba a comprar un pareo). Cruzó los brazos, elevándose un poco sus propios bustos, y declaró a los cuatrocientos vientos que había que ver, que las nórdicas, de rubias nada, y que ahí había más teñidas que en una peluquería de barrio. Comentó, muerta de risa y también con voz de vicetiple en un teatro con mala acústica, que la casa-museo del pintor sería muy interesante pero que había más mierda que en el palo de un gallinero y que, con tanto recoveco, eso era dificilísimo de limpiar.
Una chica educada y monísima le preguntó en inglés si estaba en la cola y ella le contestó en español que sí, que empezaba donde estaba ella. Eso no era verdad y la chica era yo. Mientras me colocaba en la fila buena, alcancé a escuchar que decía, por mí y con tono triunfante: «¿Ves? ¡Otra teñida!». Y también que desde luego hacía falta poco sentido común para preguntar en inglés en la cola de un avión que va a Madrid.
No sé si me cayó peor por lo que dijo de mi pelo, por su catetismo lingüístico o por no decir una sola monería a mi niño, al que yo creo que ni miró. Y no creo que tenga perdón de Dios aunque fuera acompañada por un cura joven que le aprobaba las gracias todas con una sonrisa melíflua. Porque a saber qué pintaba esta señora, a casi tres mil kilómetros de su casa, con ese jovencito que, si no fuera por el alzacuellos y su cara de beato soso, debería estar intentando ligar en la puerta de una macrodiscoteca de Costa Polvoranca a la que, por edad, no le habrían dejado entrar. Sobre todo con esa cara falsa (falsa de insincera y de retocada pero mal), cara de cristiana que por supuesto nunca se ha tocado ahí, pero cara de «mira que me acompaña un llaverito de las puertas del cielo y eso me hace sonreír como si me hubiera colocado mal el tampón». Cara de antigua, porque semejante pareja no se había visto desde el medievo o, por lo menos, desde los tiempos en que una rabadilla solo se le veía a un fontanero operando bajo un fregadero y eso daba vergüenza. Cara de seta amarga, que ve a uno de los niños más guapos de Europa y ni le sonríe. Pero, en fin, yo sí que no soy como todas las mujeres españolas y no me gusta ni elucubrar ni criticar.