Caroline Blackwood: la excesiva historia de la única mujer que abandonó e hizo llorar a Lucien Freud

En 1970, el poeta Robert Lowell abandonaba a su mujer para casarse con la ex mujer de Lucien Freud después de irse a vivir con ella en la misma noche en que se conocieron.

Caroline Blackwood y Lucian Freud.Getty/ S Moda

Caroline Blackwood, ese sí que es un nombre que ha causado estragos en el mundo del arte del siglo XX. La hija primogénita de la familia Guinness, dueños de la célebre cerveza, vivió una vida de excesos, con muchas relaciones, muchos hijos, mucho alcohol y una incapacidad legendaria para controlar sus emociones negativas. Le encantaba tener la última palabra, y si era divertida e hiriente, todavía más. Era la joya de la corona, una periodista y escritora de talento, cuyo deporte favorito, como muchas otras niñas ricas de la época, era sacar a su madre de sus casillas. La matri...

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Caroline Blackwood, ese sí que es un nombre que ha causado estragos en el mundo del arte del siglo XX. La hija primogénita de la familia Guinness, dueños de la célebre cerveza, vivió una vida de excesos, con muchas relaciones, muchos hijos, mucho alcohol y una incapacidad legendaria para controlar sus emociones negativas. Le encantaba tener la última palabra, y si era divertida e hiriente, todavía más. Era la joya de la corona, una periodista y escritora de talento, cuyo deporte favorito, como muchas otras niñas ricas de la época, era sacar a su madre de sus casillas. La matriarca de la familia, Maureen, era amiga personal de la Reina Madre y socialite por excelencia de la Inglaterra de entreguerras, una mujer tan snob y arrogante que Cecil Beaton la bautizó como “la mayor perra de Londres”. Y todos saben que había muchas perras en Londres por aquella época.

Su idea de ser un reverso tenebroso de mamá Maureen convirtió a Blackwood en una mujer errática, divertida, enamorada de la vida bohemia y de los bohemios que la conformaban. A finales de 1952 conoce al pintor Lucien Freud y se escapa a París con él, con quien se casa en 1953. Sólo tiene 21 años y unas ganas locas de dejar su marca. Allí viven el gran sueño húmedo de los bohemios, conociendo a gente como Picasso, bebiendo sin parar hasta la inconsciencia y dejando que Freud pierda centenares de francos en juegos de apuestas. El artista la pintará en seis retratos, el último en Málaga, en las últimas vacaciones que hagan juntos antes de su divorcio en 1959. Será la única mujer que haga llorar al mujeriego artista, la única que le abandonará, y la única que casi le lleva al suicidio. No hay como ser la heredera de una gran fortuna para no sentir apego excesivo a nada.

A partir de aquí tendrá numerosas relaciones, pero nada tan sonado como su matrimonio con Robert Lowell, el célebre y depresivo poeta estadounidense. Hombre intenso pero débil, que sufría de breves pero graves trastornos bipolares, su relación con Blackwood provocó el fin de su matrimonio con la también escritora y crítica literaria Elizabeth Hardwick. Este matrimonio devastado por la infidelidad provocó al menos la escritura de tres grandes obras de la literatura contemporánea, “Delfín”, un poemario en el que Lowell daba su visión del fin de su matrimonio y sus crisis nerviosas; “Noches insomnes”, donde Hardwick entrelaza diferentes momentos de su vida con textos alrededor de esos convulsos días; y “The dophin letters”, recopilación de las cartas que se enviaron Lowell y Hardwick durante aquellos meses, que incluyen misivas a amigos como las escritoras Elizabeth Bishop o Mary MaCarthy. Ningún divorcio ha dado tanta literatura.

En septiembre de 1970, la pareja, acompañada por su hija de trece años, Harriet, están de vacaciones en Italia. Han pasado poco más de 20 años desde su matrimonio y nada hace prever un desenlace tan dramático. Quedan lejos, eso sí, aquellos días en que Lowell prometía amarla para siempre y vivir “escribiendo juntos las nuevas obras maestras del mundo, nadando y lavando platos”. Entonces acababa de divorciarse de su primera mujer, la también escritora Jean Stafford, y de salir por primera vez de un hospital por un ataque nervioso. El futuro parecía brillante.

En una imagen de 1953.Getty

En el momento de volver a casa, Lowell dejará a Hardwick y su hija que vuelvan solas a Nueva York y viajará a Oxford, donde tiene programadas unas clases en la Universidad. Se despiden con cariño, pero pronto el poeta dejará de dar señales de vida. Hardwick le escribe cartas con constancia, donde le indica cómo se tiene que encargar ella sola de la educación de la niña, de los papeles de la casa, de todas las más absurdas burocracias. Al final, cansada de tener la sensación de escribir para nadie, le indica, “supongo que nunca sabremos más de ti”, añadiendo que “al menos ten la decencia de decirle algo a tu hija”.

En un momento de esta conversación por carta, cada uno en el lado contrario del Atlántico, Hardwick confiesa: “No sé si ya me has dejado tú o soy yo la que te va a dejar”. A veces cae en la desesperación y cede a los viejos sentimientos. “Recuerda que aquí tenías una vida y que la sigues teniendo”. Mientras tanto, el silencio del poeta continúa. Encima se enfada porque Hardwick escribe todas esas cartas haciendo públicos sus problemas. No es una contradicción, Lowell sabe lo que ocurrirá con aquellas cartas y con sus archivos como poeta célebre y empieza a temer la imagen que darán de él en el futuro. Se puede leer los poemas de The Dolphin como su justificación de aquel extraño comportamiento.

25 de junio de 1971: Robert Lowell y Caroline Blackwood.Getty

En ese tiempo ya está enamorado profundamente de Caroline Blackwood, que por entonces tenía 38 años, y viven juntos en Londres corrigiendo las galeradas de su nuevo libro. Dicen que vivió con ella desde la primera noche en que se conocieron. Cuando Hardwick sepa que es Blackwood la mujer con la que su marido la ha abandonado se echará a reír. ¡La mujer de Lucien Freud, la esposa del compositor Israel Citkovitz, la amante de Robert Silvers, el editor de The New York Review of Books! Aquello es demasiado irónico para no encontrarle el lado divertido. “No es mujer para él”, dice a su amiga Mary McCarthy, pero el tiempo le quitará la razón.

Lo cierto es que los ataques bipolares de Lowell siempre iban asociados a un enamoramiento fugaz con una nueva mujer. Hardwick lo sabía, y sabía que cuando los ataques pasaban, el poeta siempre volvía a su lado como si nada hubiese pasado. Durante los meses que apenas sepa nada de Lowell por carta, estará convencida de que su silencio no será nada más que otro de sus ataques. Sin embargo, aquello es diferente.

Un año después de aquel errático comportamiento de Lowell, la pareja se divorcia y el poeta tiene carta blanca para volver a casarse con Blackwood. Será él quien la anime para que se deje de tonterías y escriba su primera novela. También cuidará a sus tres hijas como si fuesen propias, durmiendo durante nueve meses a las puertas del hospital donde Ivana, la hija pequeña de Blackwood convalece después de un accidente que le provocará quemaduras en el 70 por ciento de su cuerpo. “El público tiene la imagen de Lowell como el poeta alcohólico con problemas mentales, pero era un hombre dulce y divertido, con el corazón de un niño, que para una niña de seis años era una maravilla”, afirmará Ivana Lowell cuando describa la vida en aquella familia en sus memorias Why not say what happened?.

La vida de Ivana no será fácil, viviendo en una casa tan grande que puede gritar durante diez minutos y nadie vendrá a preguntar qué le pasa. Sufrirá abusos por parte del marido de su niñera cuando tenga seis años, pero no se lo confesará a nadie hasta años más tarde. Adoptará con orgullo el nombre de Lowell, ya que lo considerará su padre. Cuando éste muera en septiembre de 1977 de un ataque al corazón, aquella casa todavía quedará más vacía. Lo cierto es que hace tiempo que el matrimonio se tambalea. Blackwood no soporta más la inestabilidad de un maníaco depresivo con delirios de grandeza y él no aguanta el abuso verbal y la crueldad irónica de ella. Y aún así, se quieren, no es el amor estupendo.

Un año después, la hija mayor de Blackwood, Natalya, morirá con tan sólo 18 años de una sobredosis de heroína. La escritora, célebre por sus historias góticas, parece haberse encerrado en alguno de sus oscuros melodramas y se apoyará todavía más en el alcohol. El mundo ya es demasiado oscuro. Christopher Isherwood siempre criticó a su amiga Blackwood porque sólo veía el lado negativo de las cosas. Ahora no ve absolutamente nada.

Ivana sentirá todavía más el abandono, y más cuando su madre le confiese que Israel Citkovitz no es su padre biológico, sino que lo son o Robert Silvers o Ivan Moffat, el guionista de Gigante. Ella llegará a hacerle una prueba de paternidad a Moffat que confirmará que es su hija, aunque ésta siempre lo tratará con cierto desprecio al confirmarse la noticia. Para ella su padre siempre será Lowell. Sin embargo, Blackwood lo dejará siempre en interrogantes. Incluso Silvers mandará recurrentes cheques después de que la escritora le confiese que podría ser su hija.

Lejos queda ese verano de 1946 cuando Lowell y Hardwick se conocieron en una fiesta de intelectuales en el Greenwich Village de Nueva York. Ambos accederán a una beca y vivirán juntos en una colonia de artistas al año siguiente, en el no va más de la pedantería. Se casarán en 1949. 30 años después, él morirá en busca de recuperar su afecto, pero Hardwick ya es una famosa cínica y no entiende mucho de segundas oportunidades. No tendrán tiempo ni de intentarlo. Él sí, él siempre querrá reconciliarse con las mujeres que lo amaron. Es famosa la imagen, sea cierta o no, de que murió agarrado a una reproducción del cuadro de Lucien Freud, Girl in bed, donde Blackwood sale más hermosa que nunca.

Girl in bed, retrato de Lucian Freud.

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