Ai Weiwei: «La gente solo me saluda en el McDonald’s, donde voy a menudo»
Polémico, activista y artista integral, en su nueva exposición en Marsella relata una historia personal: la de su padre, poeta disidente perseguido por el poder.
Ya está acostumbrado a vivir de un lado para otro. Así transcurrió su infancia en la China del Gran Salto Adelante, siendo hijo del gran poeta disidente Ai Qing, perseguido por el poder y condenado a limpiar retretes en las provincias más recónditas del país. Y de aquellos barros, estos lodos. Ai Weiwei (Pekín, 1957) ha convertido esa insolencia y los cambios permanentes de hogar en su modo de vida. Es uno de los pocos artistas que entiende la lucha política como un ejercicio literal. A menudo, exento de sutilezas. Sin importarle las críticas, como con su polémica recreación d...
Ya está acostumbrado a vivir de un lado para otro. Así transcurrió su infancia en la China del Gran Salto Adelante, siendo hijo del gran poeta disidente Ai Qing, perseguido por el poder y condenado a limpiar retretes en las provincias más recónditas del país. Y de aquellos barros, estos lodos. Ai Weiwei (Pekín, 1957) ha convertido esa insolencia y los cambios permanentes de hogar en su modo de vida. Es uno de los pocos artistas que entiende la lucha política como un ejercicio literal. A menudo, exento de sutilezas. Sin importarle las críticas, como con su polémica recreación de la foto del niño Aylan en la playa de Lesbos, símbolo de la tragedia de los refugiados sirios, con la que se dinamitó todas las simpatías ganadas tras cinco años de arresto domiciliario en su país.
Pero Ai Weiwei ni se arrepiente ni pide perdón. Actuó, según sostiene, de buena fe y por una buena causa. El problema es de quienes se escandalizan, parece insinuar este hombre taciturno y de sonrisas extremadamente esforzadas. Instalado en Berlín desde que el régimen chino le devolvió el pasaporte, este artista visual trabaja en un gran estudio de ladrillo rojo que en otro tiempo fue una cervecería. Entre sus vecinos, otro gran nombre del arte contemporáneo: Olafur Eliasson. Aquí nos acoge para hablar de sus nuevos proyectos. El principal es su nueva exposición en el Museo de las Civilizaciones del Mediterráneo (Mucem) de Marsella, un homenaje a ese padre al que, durante mucho tiempo, se sintió incapaz de entender. La muestra, abierta hasta el 12 de noviembre, denuncia también el racismo latente en algunas obras decimonónicas de la colección de ese museo.
La prensa alemana dice que piensa marcharse de Berlín en breve. ¿Adónde quiere irse a vivir ahora?
En realidad, llevo años viajando sin parar. He viajado a 150 destinos distintos en los últimos dos años… ¿Usted cree que podemos decir que sigo viviendo en Berlín? Yo ya no tengo la sensación de que sea así… Ni el sentimiento de pertenecer a un sitio determinado. Eso nunca lo he tenido, ni siquiera cuando vivía en China. Mi padre fue desterrado a un lugar remoto y en cualquier momento podían mandarnos a otro punto del país. Vivíamos sin muebles y sin posesiones. No tengo ningún recuerdo de infancia. Tampoco en Nueva York fui más sedentario: me mudé unas 10 veces en 10 años.
Entonces, la palabra hogar le resulta desconocida…
No sé lo que significa. Si representa la seguridad, entonces mi hogar nunca ha sido un hogar. Mis padres no vivieron asustados, pero sí en una incertidumbre total, con la sensación de que siempre alguien podía tirar abajo nuestra puerta. Pero no anhelo tener un hogar, porque no sé lo que es. Las únicas imágenes que me vienen a la cabeza son las de la televisión: familias que celebran juntas la Navidad, que mandan felicitaciones a sus familiares y que llegan a casa con bolsas de regalos.
En su nueva exposición en Marsella, denuncia las caricaturas que se hacían en Europa de su país. En el siglo XIX se utilizaba la metáfora racista del “peligro amarillo”…
China fue incomprendida y lo sigue siendo. Hoy ya no se usan esas palabras, porque somos una sociedad muy civilizada, pero el prejuicio pervive y con mucha fuerza. Basta con ver la situación de los refugiados que llegan de Siria, de países árabes y zonas problemáticas. La forma en que Occidente los trata es perniciosa…
¿Cuál es, a su entender, el antídoto a ese racismo?
Es la naturaleza humana, está firmemente arraigado en ella. La única cura es entender que todos los humanos somos iguales. Pero es imposible en un mundo donde hay zonas increíblemente privilegiadas y otras que viven en semejante infortunio. Nadie reconocerá que somos iguales mientras persistan esas condiciones sociales de desigualdad. En cualquier caso, en mi trabajo no intento convencer a nadie de nada. Solo intento no olvidar, eso es todo.
Su padre también pasó por Marsella en 1929. Como usted, su progenitor fue un activista político y un gran viajero. ¿Tiene la sensación de estar siguiendo sus pasos?
Sí, eso creo. No lo hago conscientemente, pero me doy cuenta de que es así. Soy como mi padre. La sed inagotable de conocimiento y de curiosidad y la voluntad de ser aceptado como un ciudadano del mundo vienen de él… Mi padre lo hizo a los 19 años y yo lo estoy haciendo a los 60, pero el camino es el mismo, nunca ha cambiado.
Entonces, ¿su padre ha sido su modelo?
No, más bien lo contrario. Durante mucho tiempo me opuse a todo lo que tuviera que ver con los lazos de sangre. Sin embargo, hoy me gusta su posición en el mundo, la propia de un poeta. Tal vez sea la única posición que uno puede tener como individuo.
Sus dos ídolos en el arte, Marcel Duchamp y Andy Warhol, fueron tan celebrados como incomprendidos. ¿Usted también lo es?
Todo el tiempo. Pero, así es nuestra naturaleza. Creemos entender a nuestros padres, a nuestras parejas. Hasta que llega un día en que ves que no es así. El juicio humano siempre es cuestionable…
Se lo pregunto porque algunas de sus obras y acciones recientes han generado críticas. En especial, las que hacían alusión a la situación de los refugiados…
No me importa. No aspiro a que la gente señale que lo que estoy haciendo está bien. De hecho, me satisface más molestarles, porque eso demuestra quiénes son. ¿Por qué no aceptan lo que hago? ¿Qué defienden ellos? ¿De qué se están protegiendo? ¿Qué les da miedo? ¿Por qué están tan enfadados? Eso me resulta más interesante que escuchar a alguien que me diga: «Es usted buenísimo…». La gente que dice cosas malas refleja su mentalidad. Y me hace reír.
En cambio, tengo entendido que no le gusta nada Picasso…
¿Cómo sabe eso? No es contra él en particular, es solo que esa generación de artistas me parece muy autoindulgente. Creyeron en su propio talento, que es un concepto que me parece sucio. Fíjese en lo que hay a su alrededor. Mi estudio está vacío, casi no se ve ninguna obra. Y la más interesante está ahí [señala a una oficina contigua]: un mapa del mundo en el que puedo imaginar los lugares en los que todavía no he estado. A mí no me gustan mis obras y todavía menos colgarlas de las paredes. Me sorprende que haya gente que las compre y las cuelgue. Tampoco voy a mis inauguraciones. Soy muy tímido con esas cosas.
Ha pasado casi toda su vida en una situación de oposición, de lucha y de dificultad. ¿Lamenta, a veces, no haber tenido una existencia un poco más sencilla?
No, porque nada puede cambiar mi camino. Ha sido complicado, pero no lo cambiaría. Ese es el misterio de la vida, llegamos por casualidad y todo lo que nos sucede es una incógnita. Eso hace nuestra existencia interesante y única, con una trayectoria que no tiene que ver con nadie más. Pasar 45 años en China me hizo artista. Me inspiran su territorio y su cultura, también las dificultades, la alegría, la sabiduría y la estupidez de mi país.
Hasta su arresto domiciliario en 2010, su nombre era más bien desconocido. ¿Cómo lleva esta fama repentina?
La época en que me preocupaba lo que la gente pensaba de mí queda muy atrás. Ya estoy acostumbrado a estas cosas, desde que tengo uso de razón. Crecí con gente que susurraba sobre mi padre y se reía de él. Le llamaban anticomunista, que era mucho peor que decir que había matado a alguien.
¿Echa de menos el anonimato?
No, creo que sigo siendo anónimo. La gente no me conoce. Solo me reconoce, que no es lo mismo. Me vienen a saludar cuando voy a McDonald’s, pero nada más
¿Usted come en McDonald’s?
Sí, voy muy a menudo. Ningún batido es tan bueno como el suyo.
Se mudó a Berlín, entre otras razones, para estar cerca de su hijo Lao [fruto de su relación con la directora Wang Fen]. ¿Qué le gustaría transmitirle?
No quiero enseñarle nada. Quiero pasar tiempo con él, pero no condicionarle. Solo puedo ser una mala influencia para mi hijo. En realidad, no creo en el concepto de educar. No tengo la suficiente confianza para educar a un niño. Soy frágil para eso. Tiene que encontrar su propio camino. Y cuanto antes, mejor.
La revista especializada Art Review lo escogió como el personaje más poderoso del mundo del arte en 2011. Y como el segundo más importante en 2015. ¿Usted se siente poderoso?
Sí, me siento muy poderoso, comparado con otros artistas. Yo hablo de la gente y de su realidad, que es algo que muchos creadores intentan evitar. Hacen arte por el arte. Yo no soy de ese tipo. Me encantan las personas que no están educadas, que viven en la pobreza, que no hablan el mismo idioma. No me gustan los círculos pequeños y cerrados. No me gustaría estar rodeado de un puñado de coleccionistas y de críticos que me adulan.
Por último, en abril se reunió en este mismo estudio con el expresidente catalán, Carles Puigdemont. ¿Eso es un apoyo a la independencia de Cataluña?
Su grupo político fue arrestado y a él también quieren mandarlo de vuelta a España. Solo conversamos sobre la democracia en Europa. Yo no sé nada de ese movimiento secesionista. Sé que es un asunto sensible, fui muy criticado por hablar con él, cuando, en realidad, yo no apoyo la independencia. Lo que suscribo es el derecho a expresar una opinión sin que la policía te dé una paliza y sin que el Estado aplaste al individuo. Tiene que existir una manera más civilizada.