El príncipe azul y la bailarina prodigiosa

Ante él las mujeres se rinden a sus zapatos. Ella es la dama etérea que ha alzado el ballet español hasta lo más alto.

«Llevo un traje muy aburrido», se disculpa Manolo Blahnik. No es cierto. Es un traje de cuadros azules hecho a medida en Savile Row, que él luce con exquisita excentricidad británica. Aunque se empeñe, es imposible que algo de lo que tenga que ver con este diseñador sea aburrido. A los 69 años es un ciclón de energía vital. Mientras posa para el fotógrafo, indaga sobre Lana del Rey, imita a Marcello Mastroianni, piropea a su compañera de retrato, Tamara Rojo, y tararea coplas de Miguel Poveda, uno de sus artistas favoritos. «Antes de que se me rompa la voz, quiero ir a Sevil...

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«Llevo un traje muy aburrido», se disculpa Manolo Blahnik. No es cierto. Es un traje de cuadros azules hecho a medida en Savile Row, que él luce con exquisita excentricidad británica. Aunque se empeñe, es imposible que algo de lo que tenga que ver con este diseñador sea aburrido. A los 69 años es un ciclón de energía vital. Mientras posa para el fotógrafo, indaga sobre Lana del Rey, imita a Marcello Mastroianni, piropea a su compañera de retrato, Tamara Rojo, y tararea coplas de Miguel Poveda, uno de sus artistas favoritos. «Antes de que se me rompa la voz, quiero ir a Sevilla a aprender a cantar flamenco», anuncia solemne. Su conversación otorga una nueva dimensión a la expresión «irse por los cerros de Úbeda». «Soy histéricamente tangencial», asegura.Blahnik es el zapatero entre zapateros. Sin él no podría entenderse el éxito de firmas como Jimmy Choo o Christian Louboutin.

Sus creaciones, conocidas simplemente como «manolos», eran objeto de culto hasta que alcanzaron fama planetaria gracias a la serie Sexo en Nueva York. En una de las escenas más conocidas, Carrie Bradshaw le suplica a un atracador que no le quite sus preciados manolos. El ladrón no tiene piedad y deja a la protagonista descalza. «La serie hizo que personas que antes ni tocaban mis zapatos empezaran a comprarlos a montones y carísimos», apunta el canario. «Mujeres como locas hacían cola para conocerme. Me halaga, pero, al mismo tiempo, llega a resultar pesado. No aguanto lo que tiene que ver con la celebridad. En Nueva York me reconocen hasta los taxistas; la última vez que fui, uno me dijo que me veía estupendo». Trabaja en Bath, al suroeste de Inglaterra, en una casa de piedra del siglo XVIII de la que se enamoró a primera vista. Vive solo –«no tengo ni novio, ni novia, ni gato, ni gata»– y no atiende a los vaivenes de las tendencias. «Lo que yo hago no sigue modas, son cosas que evolucionan».

Sus zapatos –ornamentales, de puntera afilada y construidos como pequeñas esculturas– no se olvidan de la fisonomía femenina. «Después de tantos años, he encontrado el punto de equilibrio de la anatomía de la mujer», explica. Como él, sus creaciones son elegantes, tienen sentido del humor y fantasía. Aunque puede considerarse el precursor de la fiebre de las alzas, detesta los excesos a los que nos hemos acostumbrado. «No me gustan los tacones muy altos, siempre los ha habido en Hollywood, en las tiendas baratas de actrices porno.

El traje hecho a medida en la sastrería Anderson and Sheppard de Savile Row.

Pablo Zamora

Más de 15 centímetros de tacón son imposibles para caminar y hay que añadir una plataforma enorme, algo que odio». Tras casi cuatro décadas de trabajo, sigue llevando personalmente las riendas de su negocio, diseña, supervisa la producción y dibuja las campañas publicitarias. «Me va a matar hacer tanto. A pesar de ello, solo le dejaré la empresa a otro si me paralizo, se me va la cabeza o alguien me fuerza. O si deja de gustar lo que hago. No me agrada la vida corporativa. Me piden que haga más colecciones, que abra tiendas. Yo quiero mantenerlo pequeño». A punto de entrar en su séptima década, no para. Ha publicado un libro de memorias ilustradas de título original The Tale of The Elves and the Shoemaker, narrado en forma de cuento de hadas, y está a punto de volar a Hong Kong para abrir lo que él llama «una de esas porquerías de tiendas pop-up».

De madre canaria y padre checo, Blahnik se crió en una finca platanera de Santa Cruz de La Palma. «Mi padre estaba de viaje y paró en Canarias. Mi madre lo vio desde la celosía de su casa: un hombre guapo, de ojos azules… Pero esa es una historia antigua». Dejó las islas para cursar Derecho Internacional en Ginebra, pero terminó decantándose por el arte y la literatura. Continuó sus estudios en París, donde trabajó en una tienda de ropa, pero allí sintió la llamada de Londres. «Fue después de mayo del 68. París me encantaba, pero la mentalidad de los franceses era muy distinta a la mía; no la aguantaba. Desde pequeño me ilusionaba con Charles Dickens y papá era anglófilo».

En la capital británica abandonó su proyecto de dedicarse al diseño de decorados y se sumergió en la bohemia londinense. En 1972 hizo su primera colección para el diseñador del swinging London Ossie Clark. Por aquel entones abrió su primera tienda, un pequeño local en Chelsea, que empezaron a frecuentar Bianca Jagger y Jane Birkin. «Yo era más de los Stones que de los Beatles. Me pasaba toda la noche bailando», recuerda. De ese Londres despreocupado y algo canalla solo quedan vestigios. «La ciudad ha perdido la frescura, la creatividad. Cuando era jovencito hacíamos cosas sin pensar en el dinero o el éxito. Ahora hay que firmar contratos, tener en cuenta las ganancias. Todo está calculado y en las manos de unos pocos ricos».

Junto con el ballet y Sicilia, su otra gran pasión es el cine. Da charlas sobre comedia italiana en el instituto de cine británico, está al tanto de todas las novedades y adora a Paz Vega, Pilar López de Ayala y Maribel Verdú. «En España no les dan los papeles justos. Tenemos a los mejores actores jóvenes de Europa, pero existe la manía de que lo nuestro no nos parece emocionante». A él, sin embargo, sí le conmueve. «Tenemos mucha suerte de ser españoles, aunque a veces duela», reflexiona.

Tamara lleva vestido de encaje de Valentino, pendientes de Valentino Garavani. El traje de Manolo Blahnik fue hecho a medida en la sastrería Anderson and Sheppard de Savile Row.

Pablo Zamora

Los cuentos de hadas son algo cotidiano para Tamara Rojo. Parte de su trabajo es salir a escena como un cisne embrujado, una princesa durmiente o una muñeca que cobra vida. Y lo hace de manera prodigiosa. Es una bailarina luminiscente, hipnótica, que no puedes dejar de mirar, que se mueve ligera como una pluma y certera como un compás. Pero, sobre todo, que carece de afectación. Rojo hace los ballets clásicos más hondos y humanos. «Son metáforas sobre el significado de la vida y del amor», explica esta canadiense de nacimiento, criada en el madrileño barrio de Chamberí. «Abordan temas universales y siempre relevantes. Nos afectaban hace mil años y nos afectan ahora». Niega rotundamente que las mujeres que los protagonizan sean pasivas. «¡Para nada! En El lago de los cisnes, por ejemplo, la primera mujer ha sido raptada, es una víctima, y la segunda se dedica a manipular a los hombres y a acabar con ellos».

Rojo, vestida con vaqueros y con el pelo suelto, tiene el aspecto de una de las tantas urbanitas que viven en la capital británica. Acaba de aprobar la parte teórica del examen del carné de conducir. «Acerté todas las respuestas», dice feliz. Como tantas veces se ha dicho de ella, no cumple con el estereotipo de bailarina vulnerable. En persona es decidida, despierta y sin rodeos. «No sabéis lo que es Tamara aquí, una joya», comenta Manolo Blahnik sobre su pareja en la sesión fotográfica. En Londres, una ciudad con ferviente afición a la danza clásica, Rojo es una estrella en toda su plenitud. La crítica se refiere a ella en superlativos, sus fans asisten a verla decenas de veces seguidas y el año pasado reunió a 12.000 almas bajo la carpa de conciertos O2 con su interpretación de Romeo y Julieta junto al cubano Carlos Acosta; una pareja de baile con quien ha encontrado una rara química. «Somos muy amigos; con él es muy fácil, cada vez más. No tenemos que decirnos mucho. Hay veces que intentamos no ensayar tan a menudo juntos para sorprendernos», comenta.

Asegura Rojo que lo único que ha querido hacer es bailar, que ha luchado por ello toda su vida. Y que incluso lo quiere hacer cuando baja el telón. «Salgo menos, antes lo hacía demasiado. Prefiero pasar un domingo tranquilo, levantarme a una buena hora, leer los periódicos, desayunar un café y un croissant. Cuando era joven, prefería dormir todo el domingo y salir el sábado por la noche. Aún así, cuando termino la actuación voy a cenar. Es imposible meterte en la cama a dormir porque todavía tienes todo dentro».

Jersey y falda, ambos de Rochas; cinturón de Valentino, tiara y pulseras, todo de López Linares; zapatos de Manolo Blahnik.

Pablo Zamora

A los 37 años, tras 11 como bailarina principal del Royal Ballet, espera seguir bajo los focos hasta los 40. Después quiere continuar su trayectoria en las artes escénicas como directora artística. «Ahora mismo no puedo contar mucho», dice entre risas. «En eso estamos. Yo estoy haciendo todo lo posible para que cuando llegue ese día esté lo mejor preparada posible. Quiero devolver a la danza lo que me ha dado a mí». Su candidatura para dirigir la compañía en la que baila no salió adelante, pero continúa formándose mientras prepara un nuevo ballet que transcurre en la época de Jack, el destripador. «Observo mucho y aprendo de profesionales de otras disciplinas. Hay que tener sentido comercial, sobre todo, porque hay menos dinero estatal para las artes y dependeremos cada vez más del dinero privado. Tenemos que entender cómo funcionan los negocios, mejorar en el aspecto gestor y saber cómo vender nuestro producto con las nuevas tecnologías».

A pesar de que de vez en cuando su nombre se baraje en proyectos de artes escénicas españoles, da la impresión de que por ahora Tamara seguirá trabajando fuera. «Si recibes dinero del Gobierno británico, te comprometes a invertir en educación y a rentabilizar el proyecto. En España, el dinero público se concede de manera personal, parece que no es de nadie más que de los políticos. En la época de bonanza no se hizo nada y ahora no hay una ley de artes escénicas a la que recurrir. Presenté una propuesta a las formaciones políticas y solo UPyD me contestó. Ninguno de los dos grandes partidos se ha interesado, te hace pensar que en el fondo no les conviene».

Aficionada a la moda, se muestra curiosa por el vestido de Viktor & Rolf que le enseña la estilista y admira a Alber Elbaz, Isabel Marant o Riccardo Tisci. «Hay días en los que me levanto con ganas de comprar. Me pasa mucho cuando viajo. No quiero quedarme en el hotel, me doy licencia y salgo de tiendas. Sobre todo me sucede en China o en Japón, donde no me entero bien del cambio de moneda. Como no sé lo que me gasto, no me asusto tanto. Luego me llega el extracto de la tarjeta». Mientras se calza unos manolos con claveles, confiesa su debilidad por los tacones. «A las bailarinas se nos da bien caminar con ellos porque tenemos más musculatura en los pies y los gemelos y nuestro empeine es flexible». Su calzado laboral, las zapatillas de punta rosas de las que gasta cuatro pares a la semana, es de la casa británica Freed of London. «Las hace un artesano que tiene mis medidas. Cada uno tiene un símbolo y el del mío es la llave. Las lleva haciendo muchos años, pero no sé quién es. No nos dejan conocerlos. Será para que no nos quejemos ni pidamos cosas extravagantes».

Vestido rosa con volantes y pedrería de Viktor & Rolf, zapatos de Manolo Blahnik.

Pablo Zamora

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