El dragón (rojo) ya quiere vestir de camel
La complejidad de China y su mercado se rinden a Max Mara, que presentó en Shanghái su colección Pre-fall junto a una cápsula exclusiva creada por el artista Liu Wei. Allí, la firma italiana mostró la fuerza del verdadero lujo: el poder de transformar barreras culturales.
¿Quién necesita lentejuelas si puede vestir una obra de arte firmada? Podría haber sido el claim con el que la firma italiana Max Mara desembarcó recientemente en Shanghái con su desfile Pre-fall 2017, junto a una colección cápsula de 11 piezas diseñadas en colaboración con el artista multidisciplinar Liu Wei, una de las figuras más interesantes del panorama artístico contemporáneo chino. La moda es el nuevo rock. Y para quien todavía tenga dudas, esta clase de eventos actúa a modo de epifanía. Un año para la preparación de un show de primer nivel (en despliegue econó...
¿Quién necesita lentejuelas si puede vestir una obra de arte firmada? Podría haber sido el claim con el que la firma italiana Max Mara desembarcó recientemente en Shanghái con su desfile Pre-fall 2017, junto a una colección cápsula de 11 piezas diseñadas en colaboración con el artista multidisciplinar Liu Wei, una de las figuras más interesantes del panorama artístico contemporáneo chino. La moda es el nuevo rock. Y para quien todavía tenga dudas, esta clase de eventos actúa a modo de epifanía. Un año para la preparación de un show de primer nivel (en despliegue económico y creativo), de nombre Monopolis!, en un país de complicadísima burocracia y en una ciudad cuya magnitud (46 millones de personas) se escapa a nuestra perspectiva.
El marco lo puso el Shanghai Exhibition Center, un enorme complejo construido en 1955, regalo de la URSS, para conmemorar la alianza de China con la Unión Soviética. De estilo neoclásico estalinista, con alguna concesión al preciosismo, como en las grandes puertas interiores firmadas por el joyero ruso Carl Fabergé. Imposible no pensar en la paradoja que supone el que hoy una marca de lujo occidental campee a sus anchas por este lugar erigido para celebrar el comunismo. Allí me dirijo, horas antes del desfile, para conocer a Liu Wei, quien recibe a la prensa con aparente tranquilidad junto a las señales inequívocas de preparación de un desfile de moda: modelos haciendo el fitting, pruebas de maquillaje y burros repletos de prendas que parecen correr de un lugar a otro.
Este artista, que no se inmuta ante tal despliegue, se expresa en una variedad de formatos impresionante: fotografía, vídeo, escultura e instalación a gran escala, en múltiples materias. Tanto el montaje visual y escultórico del desfile como las proyecciones de luz y láser de la fachada y el interior del recinto son suyas. En sus credenciales figura obra en museos de Holanda, Shanghái, Pekín y Seúl. Ha participado en varias bienales y sonadas exhibiciones grupales en todo el mundo. Piezas diversas se han podido ver en galerías de prestigio como la Saatchi y la Serpentine de Londres. Una de sus pinturas, Tiananmen (de 2010), se vendió el año pasado en Christie’s Hong Kong por más de 800.000 dólares.
Nacido en Pekín, cuando la revolución cultural en China estaba ya acabando, Wei no pertenece a la generación que se enfrentó al régimen por la democracia con consecuencias durísimas. Aún así, su obra no escapa a la subversión. Su primera exposición, en 1999, fue clausurada de inmediato por las autoridades al catalogarla de «arte sangriento, brutal y obsceno». En ella se mostraba un feto muerto sobre una cama de hielo, mientras del techo colgaban partes mutiladas de cuerpo humano y animal; una protesta a la formalidad del arte imperante (tolerado) en aquel momento. Paradójicamente, el año pasado fue nombrado «Artista del año» en China. Tanto el país como él han cambiado «relativamente». Su obra posterior ha evolucionado formalmente hacia otros lenguajes, pero siempre explorando las contradicciones de la sociedad contemporánea y la transformación y desarrollo brutal de las ciudades en un sistema antinatura para el hombre. Y ha sido en este territorio urbano, más conjugable con la elegancia intrínseca de Max Mara, donde trabajando con Ian Griffiths, director creativo de la marca, se ha dado forma e inspiración a esta colección cápsula, que se venderá solo online y en 45 tiendas de todo el mundo. Porque así es como se busca la exclusividad en la era de la globalización.
«Quería contraponer a la sofisticación de Max Mara algo más inacabado y crudo», dice Wei -–tal y como me traduce su intérprete, ya que el artista se expresa en mandarín–. Un algo que se materializa en estos tejidos y estampados inspirados en su obra, que muestran esbozos de mapas urbanos, acabados deshilachados, costuras sin terminar y gruesas líneas, en una mezcla de trazado, formas arquitectónicas y volúmenes precisos, como el cristal y el acero de esta ‘monópolis’ del futuro, imaginada en blanco, camel y negro, que Liu Wei convierte en puro grafismo. En los materiales reina la exquisitez de la marca con cero concesiones. Un abrigo cruzado y una lujosa bómber hechos a base de alpaca cortada a láser y construida sobre una base de cachemir y lana, por ejemplo. No hay que olvidar que este es el «core» de Max Mara: calidad máxima, la prenda impecable, el lujo, al fin, silencioso, casi táctil. En esta suerte de pasarela-metrópolis se escucha la voz de Joan Crawford en el montaje musical de Johnny Dynell: «Yo nunca miro hacia atrás, solo hacia el futuro», mientras las modelos encarnan a heroínas retrofuturistas (híbridos entre la misma Crawford de los 40 y la replicante Pris, de Blade Runner) paseando sus hombros marcados y cinturas de avispa, gruesos tacones de piel de reptil y botas de cordones hasta la rodilla. Una feminidad poderosa no exenta de cierta dureza, preparada para todo. «El crecimiento, la expansión territorial puede crear confusión, desorientación. Incluso miedo –dice Griffiths–. En la mirada de Liu Wei la ciudad es un sitio peligroso. La ropa, en un sentido sensorial, puede funcionar de armadura ante la inclemencia, temporal y espiritual. Sin embargo, para Max Mara, la ciudad es un lugar donde triunfar».
Y aquí, su afirmación se torna profética. Mientras el público invitado al show aprueba con entusiasmo las tonalidades empolvadas superpuestas de la colección Pre-fall, aprecio alrededor el gran cambio que las mujeres de la élite de la sociedad china han experimentado en los últimos años. Para bien y para mal. Profusión de caras con evidente cirugía estética (lo malo), pero ni rastro del bling bling, donde el abuso paralelo de brillos y logos evidentes ha mutado en una estética más minimalista, muy al gusto del anfitrión. «Somos muy exitosos en China –me dice Giorgio Guidotti, relaciones públicas de la marca–. Nuestra marca es muy imitada». Cierto, la empresa de la familia Maramotti lleva más de 20 años presente en este mercado con 414 boutiques. En las numerosas tiendas de Shanghái donde se venden sin decoro cientos de copias de prendas de lujo, los abrigos camel de Max Mara, que por cierto nunca precisaron de etiquetas visibles, también se replican en ínfima calidad.
Eso no obsesiona para nada a esta firma, cuyos valores de estabilidad y firmeza parecen a prueba de mercado desleal y fluctuaciones de la industria. Por eso es un oasis hablar con Ian Griffiths, su custodio. Hoy las casas de moda cambian cada dos o tres años de diseñador, quien intenta virar la personalidad de la firma hacia la suya propia, a veces de manera burda. Eso jamás ha pasado en el negocio de la familia Maramotti desde que se creó hace 65 años, y Griffiths es una buena prueba de ello. Nombrado hace tres director creativo, se unió a la compañía en 1987 y nunca se fue. Vive, respira y siente como Max Mara, su misión es la de supervisar, precisamente, por encima del equipo de diseño, que nunca se olvide esa esencia. Culto, afable, curioso, académico –sigue ejerciendo como profesor en la Universidad de Kingston (Inglaterra)–, se ve a sí mismo como un simple filtro, inspirado por las cosas que le rodean «arte, literatura, música, arquitectura… Todas ellas pasan a través mío a la marca, que las hace suyas». Parece fácil cuando él lo explica, pero es algo tan buscado como increíblemente difícil de conseguir: hacer que una firma de moda fluya con los tiempos y a la vez se mantenga completamente fiel a sus raíces. «Es que las cosas tienen que ser fáciles y tranquilas», dice. Una fortaleza que se traduce en identidad: «Se ha hecho relevante en esta colaboración con Wei, por ejemplo, porque el estilo de la casa tiene tanto peso que puedes ‘infusionarla’ con un proyecto como este sin perder un ápice de personalidad. Todavía es Max Mara, con un aspecto más crudo gracias a él, pero sigue siendo sofisticado y glamuroso».
Le pregunto por su relación con Liu Wei: «Es un artista moderno en toda su expresión. Siento un enorme respeto. Me ha introducido en la nueva escena de artistas avant-garde aquí en China, la música de los grupos jóvenes es increíble». Pero volviendo al arte, reflexiona que «no es ni peor ni mejor que la moda, y desde ese plano interactuamos. A veces tengo la sensación de que estas colaboraciones se buscan por el prestigio que el mundo artístico confiere per se. Ese no es nuestro caso».
Habla de inspiración, de mundos paralelos, de admiración. En esta metrópolis utópica, como en una versión avanzada de la película de Fritz Lang, estos serían los valores y María, su heroína, vestiría de blanco, negro y camel.
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