Deseo de ser malvados, por Javier Calvo

El afán de ser percibidos como terribles eclosiona en la era de las redes sociales

AP/Gtres

No siempre era yo misma. Sabía que había algo malvado dentro de mí y las creencias satánicas lo sacaron a la superficie. Yo lo acepté». La frase es de Miranda Barbour, de 19 años, la «asesina de Craigslist», la penúltima estrella del universo de los asesinos adolescentes estadounidenses. Si el estilo de la declaración es más propio de un thriller ocultista o de una película de Hammer Films, no es ninguna coincidencia.

El Caso Barbour es trágico y rocambolesco a partes iguales. Miranda contactó con Troy LaFerrara, un hombre casado de 42 años, en la red de contactos Craigslis...

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No siempre era yo misma. Sabía que había algo malvado dentro de mí y las creencias satánicas lo sacaron a la superficie. Yo lo acepté». La frase es de Miranda Barbour, de 19 años, la «asesina de Craigslist», la penúltima estrella del universo de los asesinos adolescentes estadounidenses. Si el estilo de la declaración es más propio de un thriller ocultista o de una película de Hammer Films, no es ninguna coincidencia.

El Caso Barbour es trágico y rocambolesco a partes iguales. Miranda contactó con Troy LaFerrara, un hombre casado de 42 años, en la red de contactos Craigslist, y le ofreció compañía sexual a cambio de dinero.

El 11 de noviembre de 2013, Miranda recogió con su coche a LaFerrara en un centro comercial de Sunbury, Pensilvania. Llevaba a su marido escondido bajo una manta en el asiento de atrás. Los Barbour trasladaron a su víctima a un lugar apartado y Miranda acordó con él tener relaciones sexuales a cambio de 100 dólares. Ella le advirtió de que tenía 16 años (falso), y, cuando LaFerrara le dijo que le daba igual, el marido salió de debajo de la manta y lo estranguló con un cable mientras ella le clavaba 20 puñaladas.

El marido de Miranda, Elytte Barbour, contó que lo habían hecho porque «querían matar a alguien juntos». La cosa habría acabado allí de no ser porque la semana pasada Miranda Barbour dio una entrevista en la cárcel donde confesaba haber matado a entre 22 y 100 personas, todas ellas «malas personas», por todo el país, después de haberse iniciado en el asesinato múltiple en una secta satánica. La confesión incluía detalles macabros de cada uno de los asesinatos y las ubicaciones de los cuerpos.

Las declaraciones corrieron como la pólvora y la prensa no tardó en cambiar el sobrenombre de «asesina de Craigslist» (glamour moderado) por el de «la Dexter real» (glamour elevado). Miranda ya era una estrella global, con página de fans de Facebook incluida. Menos de 48 horas después su versión fue descalificada por todo el mundo, desde la policía de varios estados hasta la Iglesia de Satanás, que negó que aquella idiota se contara entre sus filas (las iglesias satánicas estadounidenses son legales y no se dedican a matar gente).

El caso Barbour recuerda historias recientes como la de Alyssa Bustamante, la adolescente gótica adicta a los selfies y las redes sociales que en 2012, con 15 años, asesinó a su vecina de nueve para «ver cómo era matar». También eran góticas Rebecca Chandler y Raven Larrabee, de Milwaukee, que en 2011 secuestraron a un compañero de clase y lo torturaron ritualmente durante dos días (la policía encontró tratados ocultistas en la escena). Hace menos de un mes, José Reyes, de 17 años, gótico y satanista de Houston, asesinó ritualmente a una compañera de clase. Las fotos del juicio lo muestran sonriendo triunfal a las cámaras.

Nuestra cultura tiene a los asesinos infantiles y adolescentes entre sus tabúes más incomprensibles y repugnantes. Casos legendarios como los de Mary Bell o James Bulger dejaron heridas psíquicas en sus comunidades, que muy difícilmente se pueden cerrar. Los casos que nos ocupan, sin embargo, no son situaciones de gamberrismo salido de madre o de psicosis infantil tipo Tenemos que hablar de Kevin. El afán de notoriedad, de ser percibidos como malvados, terribles y mansonianos ha terminado de eclosionar en la era del metal gótico y las redes sociales. A la maldad se le antepone la representación de la maldad, teatral y ritualizada, mirando a cámara con sonrisa de Charles Manson.

Un camino de final insospechable.