De mayor quiero una corona
De Middleton a las Casiraghi, hay princesas hasta en la sopa. Y las niñas quieren imitarlas. Pero cuando crecen ¿son conscientes de que la carroza, el reino y el príncipe azul son solo un cuento?
Aprenden a tomar el té con gracia y donaire, hacer reverencias, montar a caballo, manejar apropiadamente los cubiertos y caminar erguidas. También se entrenan en los rudimentos del protocolo palaciego. Son niñas de entre ocho y once años que comparten un sueño común, ser princesas. Se ejercitan para ello en Princess Prep, un campamento diseñado meticulosamente para este fin. Por 4.000 dólares, estas pequeñas pasan una semana de sus vidas en un palacete londinense preparándose para, algún día, meter su piececito en un zapato de cristal.
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Aprenden a tomar el té con gracia y donaire, hacer reverencias, montar a caballo, manejar apropiadamente los cubiertos y caminar erguidas. También se entrenan en los rudimentos del protocolo palaciego. Son niñas de entre ocho y once años que comparten un sueño común, ser princesas. Se ejercitan para ello en Princess Prep, un campamento diseñado meticulosamente para este fin. Por 4.000 dólares, estas pequeñas pasan una semana de sus vidas en un palacete londinense preparándose para, algún día, meter su piececito en un zapato de cristal.
Princess Prep es obra de Jerramy Fine, una norteamericana que ha llevado al límite su sueño infantil. Autora de libros como Algún día vendrá mi príncipe: aventuras de una verdadera aspirante a princesa (autobiográfico), Fine ha encontrado un filón en lo que se atisba como una tendencia de futuro: explotar, más allá de la infancia, ese anhelo palaciego común a las niñas. Hasta ahora quienes entraban en el juego eran las más pequeñas: entre los cuatro y los siete años, casi todas quieren vestirse de princesas. «A estas edades se identifican a través del juego con esa fantasía de cuento que habla de chicas preciosas, con trajes muy bonitos, que se enamoran de príncipes guapos», explica Laura García Agustín, psicóloga clínica, escritora y directora de Clavesalud.
El concepto cambia cuando se hacen mayores y se proyectan en las de verdad. «Ser princesa hoy suponía un estatus y un prestigio social no accesible a todas… Hasta que llegaron ellas». Ellas son las plebeyas, las que, pese a no haber nacido en alta cuna, han logrado conquistar los corazones de los príncipes herederos. «Se ha conseguido hacer creer a las jóvenes que los cuentos de hadas pueden hacerse realidad».
¿El cambio? «Las de antes eran algo vetusto, rancio, recatado», recuerda Consuelo Font, periodista especializada en familias reales. «Ahora son burguesas, se han soltado la melena. Y no solo son menos cursis, algunas tendrían un pasado inadmisible en otro tiempo. Eso hace mucho más fácil la identificación con ellas». Y además, la boda de Catalina Middleton, que con el tierno anacronismo de carrozas, amor edulcorado y traje de boda de diseño, ha convulsionado a los británicos, tan desanimados con los últimos escándalos de su familia real. «No hay mejor plan de marketing para una monarquía que una boda real», dice Font.
No es descabellado pensar que la crisis económica actual pueda jugar algún papel en esta idolatrización de las princesas. Así lo sugiere Boris Izaguirre: «Las princesas de ahora, crecidas en la peor recesión mundial, solo pueden comportarse como las hijas de los millonarios de antaño. Igual que en la depresión del 29, en la que las ricas herederas americanas, como Barbara Hutton o las Vanderbilt, mantenían viva la llama de la polémica y la ilusión, las princesas del siglo XXI se debaten entre ser líderes de Estado y, al tiempo, millonarias expuestas al ojo condenatorio de los oprimidos».
Porque el de estos días no es solo un sueño de príncipe azul y palacio, sino de algo más pragmático, tangible y frívolo: la vieja idea de vivir como una princesa se traduce en un perpetuo éxtasis de fiestas, viajes exóticos y lujo. «En los cuentos de antes, la princesa era una mujer guapa y buena que, al final, conseguía el amor, objetivo único en la vida», explica Raquel Martos, guionista y escritora. «Me da la sensación de que lo que les atrae ahora es la posibilidad de vivir una vida de lujo, ocio y popularidad. Puedes ser princesa o concursante de Gran Hermano, pero el estatus deseado es casi el mismo. Con diferente dosis de glamour».
Esta idea de jóvenes sin más ocupación que divertirse lleva a Laura García Agustín a señalar que «los medios de comunicación solo muestran la parte buena de ser princesa. No la de responsabilidad, obligación y renuncias». Pero hay otro matiz que plantea Raquel Martos: «¿Cuántas de las niñas que quisieran ser Catalina Middleton o Paulina Ducruet –el último fetiche de tan selecto club– se cambiarían por Letizia? No sé si la princesa española transmite una imagen tan festiva y envidiable como las otras dos». El caso de Mónaco, señala Consuelo Font, «es punto y aparte. En este principado de opereta, la familia real forma parte del atrezo y las hijas de Carolina o Estefanía, igual que sus madres, no son princesas al uso: son más equiparables a Paris Hilton».
Ay, Sabina, parece que algunas niñas han dejado de darte la razón y sí quieren ser princesas, gracias al bombardeo mediático. En el trasfondo de su anhelo se encuentra, señala Pilar Muñoz psicóloga y directora del Gabinete Tándem, «un rechazo a todo lo que suponga realidad y normalidad. Con una personalidad infantil y naif, no quieren ser una de tantas. Como psicoterapeuta, me preocupa que haya tantas niñas aspirantes a princesas. Pero más me inquieta que pretendan ser princesas del pueblo, como Belén Esteban, antes que Catalina Middleton o Letizia Ortiz».