Cuatro relatos de Navidad inspirados en famosas sagas del cine
Cuatro escritores, inspirándose en famosas sagas del cine, nos regalan sus cuentos de Navidad.
CORLEONE, SOLO POR NAVIDAD
Lorenzo Silva
Para muchos, la Navidad es época de constatar ausencias. Es el reverso que nunca sacan en los anuncios de cava, que nunca rozó la campaña de la Lotería, con calvo o sin él. Las ausencias son siempre amargas, y en Navidad pesan como losas. De las losas no habla la publicidad. De las losas habla quien agarra a las historias por las orejas y las obliga a dar de sí.
La historia de los Corleone, que tuvo quien así la contara, podría muy bien registrar este postrer capítulo, nunca f...
CORLEONE, SOLO POR NAVIDAD
Lorenzo Silva
Para muchos, la Navidad es época de constatar ausencias. Es el reverso que nunca sacan en los anuncios de cava, que nunca rozó la campaña de la Lotería, con calvo o sin él. Las ausencias son siempre amargas, y en Navidad pesan como losas. De las losas no habla la publicidad. De las losas habla quien agarra a las historias por las orejas y las obliga a dar de sí.
La historia de los Corleone, que tuvo quien así la contara, podría muy bien registrar este postrer capítulo, nunca filmado. La última Navidad de Michael, el heredero de un imperio que viene a ser una maldición, de unos genes moldeados en la lejana Sicilia por la miseria, la humillación y el odio, y que se transmiten como un virus mortífero que se replica incansable de padres a hijos. Una Navidad plagada de ausencias, una losa que oprime más porque tiene un peso adicional y Michael lo sabe.
Es de suponer que (tal y como hacemos todos, a cada paso, y con más ahínco, quizá, cuantos menos tenemos por delante) Michael trata de consolarse con lo que le resta: el poder, la familia que todavía sobrevive, la luz o el café de cada mañana. Pero a cada instante la Navidad convoca a los ausentes, y cuando les pasa lista, a Michael se le impone la penalidad suplementaria de tener que recordar cuántos de ellos faltan por su culpa. Con algunos ordenó acabar, cuando sus vidas dejaron de convenir a la preservación del organismo maligno y pertinaz que engendra el crimen y que exige sin piedad su tributo. Con otros, acabaron sus enemigos, buscando hacerle daño a él o a causa de alguno de sus errores de estrategia o de cálculo. Asentado en la cúspide de su reino oscuro, ha visto cómo caían padres, hermanos, hijos, esposas, camaradas que un día lo salvaron.
Vidas que eran su responsabilidad. La última Navidad de Michael, el Corleone inmortal y sin embargo muerto, es la más solitaria que cabe imaginar. La del hombre asediado por todos sus fracasos, por todas sus torpezas. Ése que todos, de forma menos cruenta, podemos llegar a ser.
LOS TRES DUENDES
Kirmen Uribe
En el Cuento de Navidad de Dickens, un viejo avaro y amargado es visitado por tres duendes, el duende del pasado, el del presente y el del futuro. A mí también me pasa a veces. El del pasado me hace recordar mi niñez viendo La Bola de Cristal. Tenía entonces más o menos la edad de Eddie, el pequeño de la familia Monster. Recuerdo que veía el programa junto a mi hermano, tres años mayor, aunque a él le gustaba mucho más la parte musical, cuando tocaba Radio Futura. Yo era más de la Bruja Avería y repetía una y otra vez su frase «Viva el mal, viva el capital», aunque no entendiese nada. Era como si aquella frase quisiera adelantarnos lo que iba a pasar aquí 30 años más tarde: la crisis, los desahucios. De la familia Monster me gustaban no solo Eddie, sino también el abuelo y su murciélago Igor. También su nieta Marilyn, la única rara de la familia, porque era rubia y guapa. Estaban preocupados porque nadie querría casarse con ella.
Ahora me habla el duende del presente. Y me cuenta que quizá la familia Monster quería hacernos saber que todos somos iguales, que una familia de aspecto monstruoso actúa y siente como cualquier otra. Y de seguido me vienen a la mente las fotos de las familias de los refugiados sirios, tan parecidos a nosotros, incluso en la forma de vestir, aunque a algunos les parezcan monstruosos y peligrosos. Sin embargo, los Monster vivían igual que cualquier otra familia, tan solo querían estar juntos, trabajar y en sus ratos libres dedicarse a lo que más les gustaba; a hacer experimentos. Tenían un cuervo que repetía una y otra vez Nevermore, que traducido significa «nunca más», como en el poema de Edgar Allan Poe. Aunque a mí me parece que no aprendemos nunca, y que el mal y el capital siguen actuando de mala manera.
Por último, me habla el duende del futuro. Mi hermano dejó de ver el programa el segundo año de emisión. Prefería salir por las noches y escuchar la música de Radio Futura en los bares, por lo que dormía mientras yo me levantaba a ver la televisión. Pasaron más años. Y ahora escribo este artículo en mi mesa de trabajo cuando mi hija de cuatro años me enseña un dibujo que acaba de hacer: «Somos nosotros», dice. Yo no veo más que una familia de monstruos con cabezas enormes. Pero están sonriendo. Suena mi móvil con la sintonía de la familia Monster, aquella canción mítica de Jack Marshall. Descuelgo, es mi hermano: «¿Vemos la tele juntos?».
PRIMERAS NAVIDADES
Najat El Hachmi
Las hermanas Karchi, inspirándonos en la complicidad de las hijas March, nos propusimos celebrar la Navidad en casa por primera vez. Llevábamos años participando en el Belén del colegio, aprendiendo villancicos, viendo películas de Santa Claus, pero queríamos algo más, queríamos vivir ese segundo capítulo de Mujercitas, el de Una feliz Navidad. Para conseguirlo teníamos que convencer a nuestra madre, una mujer de fuertes convicciones a quien no le importaba que nos integráramos en la vida del pueblo donde habíamos emigrado, pero tenía como principio inamovible que las costumbres del nuevo país no pasaran del umbral de la puerta. Menos aún tratándose de una fiesta religiosa. Sabíamos que sería mucho más difícil convencerla que si hubiera sido la madre de Jo, más comprensiva con sus modélicas hijas. La fuimos abordando cada una por nuestro lado, suplicándole a veces, exigiéndole comprensión otras, indignándonos o haciendo algún amago de chantaje emocional, pero no hubo manera. Insistimos en el hecho de que esas fiestas hacía ya mucho tiempo que habían perdido su significado religioso, que era algo más familiar que otra cosa, pero nada, ella seguía sin ceder. Lo intentamos también juntas, pero no hubo manera. Así que pasamos los días siguientes sin apenas hablarle, dispuestas en secreto a no renunciar a nuestro deseo.
De modo que decidimos celebrar una Navidad a escondidas. Cuando mamá se fue a su habitación, colgamos algunos adornos, pusimos el mantel encima de la cama, sacamos turrones y una botella de vino que habíamos guardado en el armario. Lo probaríamos por primera vez. Lo abrimos y bebimos, disimulamos todas el asco que nos dio porque lo principal era vengarnos de nuestra madre. Al pasarnos la botella la una a la otra, ésta nos resbaló de la manos, esparciéndose el líquido rojo por toda la cama. Justo en ese momento se abrió la puerta. Era mamá cargada de paquetes envueltos y diciendo: «Bueno, hijas mías, no podemos seguir enfadadas. Además, los regalos no tienen nada de religioso».
LA NOCHEVIEJA SIN HENRY
Ángeles Caso
De quien yo me enamoré fue de Henry. Nada más descubrirlo en la pantalla aquella noche de diciembre. Había ido a ver Los Tenenbaums justo en mitad de una fase de penuria amorosa, y estaba aterrada ante la idea de pasar la Nochevieja sin un hombre, mejor dicho, sin uno de esos hombres maravillosos que siempre aparecían en las películas, ya saben lo que quiero decir, uno guapo, cariñoso, inteligente y enamoradísimo de ella –fuese ella quien fuese–, además de padre ejemplar de esos hijos que yo nunca tendría porque él, el de las películas, debía de haberse perdido entre páginas de guiones que nunca llegaban a mis manos. Y aquella noche me enamoré de Henry, el novio de Etheline Tanenbaum, tan romántico y protector, con su piel reluciente sobre los tersos músculos afroamericanos, y sus canas de hombre sabio, y su aire elegante, y su serenidad, y la manera como la quería a ella, claro, porque así era como yo deseaba que me quisiesen a mí, especialmente el triste día solitario de Nochevieja, cuando alguien tendría que besarme con toda esa ternura para que el año empezase definitivamente bien. Ay, Henry de mi corazón, alma mía al otro lado del infinito, llegó en efecto la Nochevieja, y salvo aquel intento del colega borracho, torpe y blanquísimo, ninguna dulce boca besó la mía como tú la hubieras besado, y al amanecer, de vuelta a casa, maldije con rabia infinita al dichoso guionista despistado de mi vida.