Cómo Cecil Beaton obró el milagro de convertir a los Windsor en carismáticos
Una rivalidad entre cuñadas y un fotógrafo excepcional constuyeron el glamour de los Windsor.
El 11 de diciembre de 1936 el rey Eduardo VIII abdicó en la cabeza de su asustadizo hermano Alberto la pesada corona del entonces imperio británico. Su padre, el precavido Jorge V, había profetizado esta breve carrera: “Tras mi muerte, el chico arruinará su reinado en 12 meses”. Renunció a su oficio por amor a Wallis Simpson, una alegre dos veces divorciada a la que la familia real –a la que pretendía desprender de toda pompa y boato–, el primer ministro, Stanley Baldwin, y la iglesia Anglicana consideraban impropia de un rey. Especialmente de éste, que a pesar de su imagen de donjuán y su fác...
El 11 de diciembre de 1936 el rey Eduardo VIII abdicó en la cabeza de su asustadizo hermano Alberto la pesada corona del entonces imperio británico. Su padre, el precavido Jorge V, había profetizado esta breve carrera: “Tras mi muerte, el chico arruinará su reinado en 12 meses”. Renunció a su oficio por amor a Wallis Simpson, una alegre dos veces divorciada a la que la familia real –a la que pretendía desprender de toda pompa y boato–, el primer ministro, Stanley Baldwin, y la iglesia Anglicana consideraban impropia de un rey. Especialmente de éste, que a pesar de su imagen de donjuán y su fácil verborrea era más infantil que un sonajero. Especialmente manipulable por aquellas féminas que además de compartir lecho con él se prestaban a todo juego que le permitía desarrollar su complejo de Edipo con total naturalidad.
Este folletín romanticón protagonizado por un rey y una plebeya había dividido a la opinión pública en tres bandos. A un lado se situaron los súbditos que apoyaban incondicionalmente al Rey, a otro los que preferían como representante a su tímido hermano tartamudo con escasas dotes para la comunicación y en tierra de nadie los que se las prometían felices viviendo en una república antes de brindar por el nuevo año. El parlamento británico finalmente se opuso a la unión confirmando los peores presagios de la pareja de tortolitos que pronto puso rumbo a Francia, país que hospeda con buen trato a toda majestad que no tenga pretensión de recuperar el extinto trono galo de los Borbones.
Oficializada la renuncia, el 3 de junio del 37 en el renacentista Château de Candé, Eduardo contrajo matrimonio con la pensilvana por la que bebía los vientos contra viento y marea porque lo trataba como a él le gustaba que lo tratasen las señoras: con autoridad y una total falta de respeto. El breve monarca nunca buscó una esposa, sino una madre. Una muy distinta a la suya, la fría María de Teck, que no regalaba su presencia a sus hijos más de una hora al día. A sus amantes, casi todas casadas y complejas (una de ellas, Marguerite Laurent, asesinó a su marido en el hotel Savoy por un ataque de celos) las saludaba por carta con un “querida mamá” y se despedía con un “tu niño”. El conde Louis Mountbatten en su diario de a bordo durante un viaje a Australia recogió que el entonces príncipe de Gales “se pasea en tacataca con pañales y chupete, ha desnudado a un ganadero y en otra ocasión, disfrazado de mujer, se ha comportado de manera inapropiada con el contralmirante Halsey”. A Wallis le prometió convertirla en la reina de la elegancia, ya que no pudo hacerla su consorte, y llenarla de brillantes y olé.
Los retratos de boda –que como cabía esperar, teniendo en cuenta que el novio era el primer rey de Inglaterra en renunciar a su empleo, dieron la vuelta al mundo– los disparó Cecil Beaton. Más colega de fotografiar a la aristocracia artística que a la de rancio abolengo. No era la primera vez que estaba detrás del objetivo con la duquesa (desde el día de su boda y hasta su muerte en 1986) de Windsor. Los días previos a la escueta ceremonia, el fotógrafo había convenido con la pareja ofrecer a seguidores y detractores de su novela una nueva imagen de Wallis. Hasta entonces todas las instantáneas publicadas de la estadounidense, tomadas sin su supervisión, le hacían parecer menos atractiva de lo que en realidad era.
Beaton logró suavizar las facciones (se llegó a especular con que era un varón) y estilizar la figura de esta modelo a la que tildó de “vulgar, estridente vaca musculosa, americana de segunda sin encanto”, gracias a un magistral conocimiento de las luces y las sombras. Wallis, para distinguirse de la aburridísima familia real británica, se vistió con piezas de la noble italiana surrealista Elsa Schiaparelli. Un vestido, en particular, llamó la atención de todos. La pieza –de chifón blanco, escote cuadrado y tirantes– tenía estampada una gamba dibujada por Salvador Dalí en la entrepierna ¿Casualidad o provocación?
Isabel Ángela Margarita Bowles-Lyon, casada desde 1923 con el duque de York, posteriormente Jorge VI, representaba todo lo contrario. La hija de los condes de Strathmore y Kinghorne, aún con dos hijas, parecía una modosita adolescente de colores pastel que desconocía cómo resaltar sus encantos. Aconsejada por su suegra, vestía únicamente de Madame Handley-Seymour, de la entera confianza de la reina viuda alemana. La modista, aburrida y desfasada, ahuyentaba con sus diseños cualquier ridículo escándalo.
La consorte Isabel, al ver las fotos de su cuñada publicadas en Vogue, decidió cambiar la imagen que proyectaba. La fundadora del club secreto Winsdor West«aqua vitae, non aqua pura» (mejor que el agua pura: el aguardiente) para nobles etílicos londinenses era percibida por el pueblo de la misma forma que la veía Wallis: “Como una gorda cocinera escocesa”. No estaba dispuesta a afrancesar su robusta presencia pero su instinto político le decía que algo tenía que cambiar.
Para redefinir su imagen, dada su poca predisposición a privarse de cualquier manjar, llamó a palacio a Norman Hartnell, el modisto más conocido de Inglaterra desde Frederick Worth. Por no decir el único. Tras una inestable carrera entre París y Londres, el creador se instaló en Bruton Street y estrechó lazos con la realeza gracias a Alice Montagu-Douglas-Scott, la cual le confió la confección del vestido de novia con el que se convirtió en princesa y duquesa de Gloucester. En una de sus visitas a Buckingham, Hartnell se topó con el retrato de la todopoderosa reina Victoria pintado por Franz Xaver Winterhalter en 1859 en el que aquella mujer menuda y regordeta aparece junto a la corona imperial con joyas de Garrad’s, tocada con la tiara de diamantes de Estado que Bridge & Rundell creó para la coronación de Jorge VI en 1820 y con manto de armiño y terciopelo sobre los hombros. La viva imagen de la solemnidad. El diseñador decidió hacer suya la vieja estrategia de esconder los cuerpos menos agraciados bajo prendas imponentes que servían de barrera entre la mujer que las llevaba y el resto del mundo. Una imagen aparatosa; muy inglesa y totalmente alejada de la moda francesa sencilla y cómoda impuesta por Coco Chanel que vestía Wallis. Con tanto cancán en todo el imperio británico sólo había sitio para una reina; Isabel.
Los moncarcas ocupan la cúspide de la pirámide y deben diferenciarse del resto de estamentos, especialmente de la alta burguesía que con su dinero pueden comprarlo todo: salvo un trono. La realeza tiene sus propias normas, casi todas basadas en las tradiciones, y una de ellas es la de aparentar atemporalidad. Además las majestades o consortes especialmente coquetas, ahí está el ejemplo de la cabeza loca de María Antonieta, suelen ser juzgadas por la historia con menor generosidad.
En 1938 los reyes tenían previsto un viaje a Francia, pero la muerte de la madre de Isabel –la condesa de Strathmore– obligó a retrasarlo. La corte se vistió de luto y saltaron todas las alarmas: ¿qué hacer con el vestuario de la reina? ¿No provocaría el negro una sensación de derrota incluso antes de proclamarse la guerra contra la Alemania nazi? La respuesta la encontraron de nuevo en la reina Victoria, la cual había redefinido el blanco como color doliente al exigir en su funeral vestir de níveo dentro del ataúd e ir protegida por un palio del mismo tono. Hartnell consiguió confeccionar una treintena de conjuntos, complementos incluidos, en tres semanas. El mismo tiempo que se había pospuesto la visita.
El resultado fue espectacular. Una orgía de vestidos hasta los pies en color albo que le dieron a Doña Galleta (como la apodaron los Windsor porque no se saltaba una merienda) un aspecto majestuoso que el Daily Mirror resumió con el titular ‘Ella es la reina de dos naciones’. El propio Christian Dior confesó haberse inspirado en el vestido de crinolina que la consorte eligió para la cena en el palacio del Elíseo cuando dio a luz, una década después, la silueta New Look que se caracteriza por cuerpos ceñidos que desembocan en amplias faldas corola. Norman Hartnell, antes despreciado por los franceses, fue inmediatamente reconocido como oficial de la Academia Francesa.
El conjunto elegido para la recepción en los jardines de la Bagatelle llamó especialmente la atención de la prensa. No por el vestido, de escote pico y encaje, sino por la sombrilla bajo la que se cobijaba la reina pese a llevar un sombrero de plumas. Un complemento en desuso que la mujer más peligrosa de Europa, en boca de Adolf Hitler, volvió a poner de moda. Cuando los ecos del éxito cosechado durante este viaje se ahogaban en julio del 39 bajo las voces que hablaban de una inminente guerra contra Alemania, la madre de Isabel II tuvo la idea de usar al gabinete de prensa de la casa real Windsor como altavoz. Para reivindicarse como icono y transmitir un mensaje de soporífera calma a sus súbditos decidió someterse a una sesión de fotos en palacio ¿A quién llamó para que realzase sus virtudes y ocultase sus defectos? Al hombre que había logrado sofisticar y embellecer a su cuñada, la duquesa de Windsor a la que ella se refería como “esa mujer, lo peor de peor”, tres años antes.
Cecil Beaton consiguió alargar los 20 minutos de los que disponía para disfrutar de la compañía de la consorte hasta las tres horas y retratarla más allá de los muros de los salones de Buckingham con su vestido de merendola blanco y su parasol a juego. Hasta entonces las fotos oficiales de los monarcas británicos los mostraban como figuras hieráticas de cera; Isabel consintió sonreír para el que desde ese momento se convirtió en el fotógrafo oficioso de la casa. Cecil había obrado el milagro: gracias a un rudimentario sistema de retoque fotográfico la reina parecía más alta y más delgada bajo las joyas más importantes de la familia; muchas de ellas de la inspiradora reina Victoria. Además de publicarse en medio mundo, todo funcionario del imperio recibió una copia de estas instantáneas como agradecimiento por sus servicios prestados al país. Cuando en 1963 Cecil Beaton publicó su primer libro de retratos reales recibió una nota de la ya apodada como reina madre (su hija Isabel sucedió a su padre en 1952) en la que le agradecía haberles inmortalizados durante una treintena de años como a una familia encantadora. Parte del éxito era de esta ninfa de aspecto frágil (aunque según el fotógrafo la realidad es que parecía “soldada por dentro”) sin cuyo olfato para la supervivencia el futuro de su nieto favorito, Carlos, sería incierto.