Charla íntima con Ana María Matute

La novelista catalana abre las puertas de su casa a S Moda, de la mano de Milena Busquets –quien la conoce desde niña–, y hace un repaso de su excepcional vida. Este año, la editorial Destino publicará nueve de sus cuentos ilustrados.

Gregori Civera

Recuerdo las noches de hace mil años, cuando la Matute venía a cenar a casa. Mi madre me lo anunciaba con una mezcla de regocijo y respeto. Y yo sabía, sin ningún lugar a dudas, que en aquella velada nos íbamos a divertir. Que habría persecuciones a causa de la cantidad de alcohol que era conveniente beber, intercambio de vasos, excursiones disimuladas a la cocina, anécdotas divertidas y afiladas (el mito de la Matute como una viejecita bondadosa y tierna, que vivía en su mundo de fantasía, no coincidía con la mujer fuerte a pesar de todo, guapa, determinada y brillante que yo veía en casa) ...

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Recuerdo las noches de hace mil años, cuando la Matute venía a cenar a casa. Mi madre me lo anunciaba con una mezcla de regocijo y respeto. Y yo sabía, sin ningún lugar a dudas, que en aquella velada nos íbamos a divertir. Que habría persecuciones a causa de la cantidad de alcohol que era conveniente beber, intercambio de vasos, excursiones disimuladas a la cocina, anécdotas divertidas y afiladas (el mito de la Matute como una viejecita bondadosa y tierna, que vivía en su mundo de fantasía, no coincidía con la mujer fuerte a pesar de todo, guapa, determinada y brillante que yo veía en casa) mezcladas con historias verdaderamente terribles, y la sensación emocionante, siempre, desde muy niña, de estar ante una persona absolutamente fuera de lo común.

Nos abre la puerta del piso Juan Pablo, su hijo, un hombre como un armario, cariñoso y amante de los perros. Él y su mujer, Marisol, viven desde hace años con Ana María. El piso es tranquilo y luminoso. Al cabo de un momento, aparece ella, con el mismo aspecto de los últimos 10 años, vestida de beis, como siempre, con el pelo impecable y esa piel transparente que absorbe toda la luz de la habitación y que hace que resulte imposible quitarle los ojos de encima. Está muy delgada, y su fragilidad, los huesos finos y quebradizos que se adivinan bajo la piel, hacen pensar en uno de esos gorriones que se han caído del nido y que al recogerlo y sujetarlo en la mano parece que se va a romper con un pequeño crujido. Lo cual no ocurre nunca. Con Ana María tampoco.

Empiezo a explicarle (de nuevo, ya lo hice por teléfono, pero muy atropelladamente, siempre me pongo nerviosa al hablar con ella) para qué estoy allí. «¡Se me ha fundido la pila!», exclama de pronto. «Espera un momento que la voy a cambiar y vuelvo». Juan Pablo advierte mi cara de asombro y me dice que se trata de la batería del audífono. Ana María regresa al cabo de un momento y me dice entre risas que ella no sabe nada de moda y que duda poder ser de mucha ayuda. «Pero eres presumida», le digo yo. «Sí, a pesar de que pasé mi infancia trepando a los árboles con los chicos y con las rodillas peladas, era presumida. Me gustaba mirarme al espejo, me miraba los ojos. Tenía los ojos bonitos. Y, a veces, mi madre decía: “Mira qué tipito tan mono tiene esta niña”. Pero de las tres hermanas, la mayor era la más guapa». ¿Y por qué no te gustaba jugar con las niñas? «Porque eran muy tontas», responde. «Lo único que hacían era imitar a sus madres, eran como mujeres recortadas. De mayor, sí tuve grandes amigas».

Ana María Matute escribió su primera novela, Pequeño teatro con 17 años y fue finalista del Premio Nadal con 24. «A los cinco años, yo ya sabía que quería escribir. A mis padres les hacía gracia, pero no le daban importancia. Muchos tiempo después, entendí que, a pesar de que nunca me lo dijera, a mi madre le gustó mucho que yo fuese escritora. A ella, una típica burguesa de la época, le hubiese encantado serlo. No me dejaron estudiar una carrera y ahora soy Doctora Honoris Causa».

Su padre, Facundo Matute, era dueño de una fábrica de paraguas. «Era un negocio familiar», explica Ana María. «Lo fundó mi bisabuelo y lo heredaron mi padre y sus dos hermanos». Al padre le fascinaba viajar y de uno de sus viajes a Londres le trajo el muñeco Gorogó, que Ana María todavía conserva. «Me encantaba. Como es muy planito, me lo podía poner debajo de la camisa y podía llevarlo a todas partes conmigo. Le contaba mis frustraciones. Es el muñeco de Primera memoria». Le pido que nos lo enseñe, que nos deje fotografiarlo y dice que no. «Ya lo ha visto todo el mundo». Tengo la sensación de que Ana María está un poco cansada de la imagen de viejecita encantadora con sus muñecos y su inagotable mundo de fantasía. Quiere volver a él, y de hecho me cuenta que en cuanto los médicos solucionen sus problemas de oído, que le causan vértigos y mareos, se pondrá a escribir una nueva novela que tiene en mente.

En ese momento, Juan Pablo cruza el salón. Ana María lo mira de reojo y me dice en voz baja: «Le he adorado y le adoro. La única pega que tiene es que no me deja beber». Ana María se casó con el escritor Ramón Eugenio de Goicoechea cuando tenía 27 años. «Yo había tenido más amores, uno muy fuerte, pero que no podía ser. Y, poco a poco, me enamoré de Ramón Eugenio. Tuvimos una boda por todo la alto, por la iglesia, de chaqué, toda la historia».

Le pregunto cómo fue la transición del mundo de la burguesía en el que nació a la bohemia liberal de los escritores. «No me gustaba el mundo de la burguesía. Cuando, con 17 años, acabé mi primera novela, Pequeño teatro, que había escrito a mano, me fui a la editorial Destino. En aquel momento no había escritoras, solo estaba Carmen Laforet. Ignacio Agustí, el editor, fue muy amable conmigo, me dijo que pasase el manuscrito a máquina y que se lo mandase. Eso hice. Al cabo de unos días, al salir de casa, me lo encontré. “Señorita Matute –dijo, y se quitó el sombrero–, hemos leído su libro. Y nos ha gustado mucho”. Yo estaba roja como un tomate, hasta el pelo se me encendió». Pocos años después, Ana María obtuvo una mención especial en el Premio Nadal con Los Abel, el mismo año en que Miguel Delibes ganó el premio con La sombra del ciprés es alargada. «Nos conocimos entonces. Era encantador y un extraordinario escritor. Nos llevamos muy bien siempre y yo creo que me quería. Me invitó muchas veces a dar conferencias en Valladolid. Le encantaba la merluza». Se queda pensativa un instante y añade: «Se me mueren todos, incluso el señor que me propuso para el Premio Nobel…».

Sus padres la dejaban salir con hombres intelectuales. «Había un grupo de escritores mayores, que ahora nadie sabe quiénes eran, que me querían mucho. Me venían a buscar a casa y, como eran señores mayores y serios que publicaban libros y hacían tertulias, mis padres me dejaban salir con ellos. Me llamaban el pequeño cosaco. Fue la primera vez que fui a los barrios bajos». Más adelante, fue conociendo a las generaciones venideras, pero ella siempre ha ido por libre. «Nunca quise pertenecer a ningún grupo, ni nada».

Recuerdo las joyas que fabricaba para sus amigas con cristales, alambres y piedras de la playa de las que mi madre tanto me había hablado. Se desintegraban al cabo de media hora, lo cual era parte de su gracia. «Siempre me ha gustado lo manual. Construía pueblos con cosas que ya no funcionaban. Por eso disfrutaba pintar. En la época en la que me quitaron a mi hijo [cuando Ana María Matute se separó de su marido en 1963, las leyes de la época daban la custodia al padre], pintaba su cara constantemente». Tardaría dos años en recuperar la custodia de Juan Pablo.

Cae la tarde. Abre el diminuto cajón del diminuto escritorio y saca una foto minúscula de Paul Newman. Nos reímos. Me dedica dos libros para mis hijos y nos despedimos. Y yo me alejo a regañadientes.

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