Un club en el que yo me siento bien, por Luz Casal
Desde el 2007 pertenezco a ese club donde no existen las diferencias, formado por un numerosísimo grupo de personas que han padecido y padecen cáncer.
Hablar del dolor propio siempre me ha parecido un acto impúdico y un signo de debilidad. Quizá la raíz de esta reacción tenga su origen en mi infancia, por haber aprendido en esa primera etapa, fundamental en el desarrollo del carácter de una persona, a mirar más allá de mi ombligo. Eso me ha ayudado en mi camino, así como las lecciones que los frágiles y los desfavorecidos me dieron, con su fortaleza en la desgracia y su alegría en la escasez.
Mi padre me decía para calmar mi genuina insatisfacción: «¡Siempre hay alguien que está peor que tú!». Quejarse se ha convertido en una canc...
Hablar del dolor propio siempre me ha parecido un acto impúdico y un signo de debilidad. Quizá la raíz de esta reacción tenga su origen en mi infancia, por haber aprendido en esa primera etapa, fundamental en el desarrollo del carácter de una persona, a mirar más allá de mi ombligo. Eso me ha ayudado en mi camino, así como las lecciones que los frágiles y los desfavorecidos me dieron, con su fortaleza en la desgracia y su alegría en la escasez.
Mi padre me decía para calmar mi genuina insatisfacción: «¡Siempre hay alguien que está peor que tú!». Quejarse se ha convertido en una canción monótona que se escucha a todas horas, llegando a adormecer los sentidos, a quitarnos nuestro tiempo preciado y nuestra escasa energía para que al final, como no podía ser de otra manera, resulte algo completamente hortera y vulgar.
Creo firmemente en que hay que aprender a manejar las dificultades que conlleva vivir con entereza –más pronto que tarde–, con soltura, con valentía serena. Es necesario mirar de otra manera, dándole esquinazo al miedo; ponerse a pintar de color el universo gris; tomar la decisión de buscar nuestra buena estrella, ésa que lleva nuestro nombre. ¿Para qué si no existen millones de ellas? Viajar asiduamente allí donde duerme nuestro profundo yo y, ya que la felicidad es tan esquiva, reemplazarla por momentos de ternura. Aceptar que existe un rival al que, además, hay que mirar a los ojos sin temor para, después, actuar en consecuencia.
¿Y si hay que plantar batalla? Entonces hay que guerrear contra el enemigo hasta agotar la última gota de nuestra sangre roja. De tanto usarlo, el pesimismo se ha enseñoreado de nuestras vidas, se ha convertido en el inesperado y malvado protagonista de nuestro cortometraje.
Sin embargo, a mí me gustan otros protagonistas, otros personajes a los que les escribo guiones y canciones cargadas de emociones y de palabras evocadoras, como fe, esperanza, amistad, cariño, presente, futuro…
Desde el año 2007 pertenezco a un club –¡por primera vez en mi vida!–. Yo, que siempre he ido por libre, que he corrido como un galgo en dirección contraria a la marcada en cuanto veía peligrar la fantástica sensación de ser como la hija del viento. Bien, pues en ese club donde no existen las diferencias, formado por un numerosísimo grupo de personas que han padecido y padecen cáncer, ¡yo me siento bien!