Opinión

Rosa Rosae

“Crecer es aceptar que hay personas a las que no les gustan las rosas”.

Cuando esta columna se publique las rosas del Parque del Oeste ya se habrán marchitado. Estaban a punto de hacerlo, le faltaban días, el día que fui a verlas. Lo que estaba pasando en la Rosaleda, entre arriates, era tan abrumador que tuve que apagar el podcast que estaba escuchando. Hice muchas fotos, todas salían mal. Ese lugar no es fotogénico, es solo para quienes van hasta allí y este gesto tan esnob me parece que está lleno de orgullo. Probé a hacer fotos con el zoom más extremo de la cámara y me sentí Georgia O’Keeffe. Tomé una y la compartí en Instagram. Qué banalidad...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Cuando esta columna se publique las rosas del Parque del Oeste ya se habrán marchitado. Estaban a punto de hacerlo, le faltaban días, el día que fui a verlas. Lo que estaba pasando en la Rosaleda, entre arriates, era tan abrumador que tuve que apagar el podcast que estaba escuchando. Hice muchas fotos, todas salían mal. Ese lugar no es fotogénico, es solo para quienes van hasta allí y este gesto tan esnob me parece que está lleno de orgullo. Probé a hacer fotos con el zoom más extremo de la cámara y me sentí Georgia O’Keeffe. Tomé una y la compartí en Instagram. Qué banalidad, pero qué bonita era la condenada.

Una rosa no es una rosa no es una rosa: faltaría más. Son muchas rosas: solo en la Rosaleda hay más de 600 variedades. Aquella mañana, caminando entre la Sarabande y la Grace Kelly, confirmé mi analfabetismo floral. Igual que tenemos una nula educación olfativa, nadie nos enseña a distinguir una dalia de una petunia y mucho menos una rosa de té de una damascena; y el mundo sigue girando. Llevo años quedándome en silencio cuando alguien dice que no le gustan las rosas. Siempre había pensado que eso no era posible. Crecer es aceptar que hay personas a quienes no les gustan las rosas.

Todo lo que tenga rosas dentro me interesa, desde el Acqua di Rose de Santa María Novella al Eau Rose de Diptyque, pasando por la línea de Dior Prestige, el agua de rosas que venden en el mercado de las especias de Marrakech y el aceite de rosa mosqueta que siempre tengo cerca. Una vez estuve en los campos de rosas de Pégomas invitada por Chanel, y confirmé que con las flores siempre luchas con el tiempo: si parpadeas te pierdes estas rosas que se cuidan mejor que a muchas personas. También que son ligeras y caras y que cuanto más efímeras, más valiosas. Demasiadas metáforas. Chanel Nº5, mi fragancia favorita del mercado mundial junto con la del pan tostado, tiene rosas centifolias en su fórmula. No lo parece, porque el Nº5 solo huele a sí mismo.

Las rosas me llevan de viaje. De Grasse, donde cada año fantaseo con pasar el verano haciendo un curso de perfumes y cada año lo descarto por algún motivo nada convincente, vuelvo a Madrid. En el Thyssen se puede ver, hasta el 8 de agosto, la primera retrospectiva en España de Georgia O’Keeffe. De esta pintora me han gustado más siempre su vida y su casa de Abiquiú, Nuevo México, que sus cuadros. Aunque esto también ha cambiado en estos tiempos en los que todo lo ha hecho. Ahora me coloco delante de sus flores y dejo que me absorban. En los años veinte y treinta ella también pintó rosas blancas. Del Paseo del Prado viajo a la calle 27 de Manhattan. Allí está el Museum of the Fashion Institute of Technology, el FIT hasta para quien no ha ido nunca; este es uno de mis museos preferidos de la ciudad. Allí se inaugurará este verano, si la realidad lo permite, la exposición Ravishing: The Rose in Fashion, que explora la presencia de esta flor en la moda desde el siglo XVIII hasta la actualidad. He aquí el motivo 738.752.837 para regresar a Nueva York. Y tengo uno más para volver a la Toscana. Allí, en Villa Lena, se celebra este verano un retiro botánico. Como escribí aquí, yo me retiraría a cualquier retiro todo el tiempo y este, centrado en el suelo y en las plantas, activó mi olfato desde que supe que existía. Este programa se realiza en colaboración con los floristas de Rebel Rebel que, a su vez, organizan en Italia una suerte de campamento floral que dura cinco días. La Tuscan Flower School, que así se llama, promete enseñar habilidades floristas, además de ofrecer buena comida y aire puro. Desde Italia continúo viajando y llego a Encinasola, el pueblo de la sierra de Huelva en el que me crie. Cada mayo una mujer llamada Javiera (qué nombre más bonito), abría su jardín, que guardaba con celo todo el año y me regalaba flores. Esa ráfaga de aromas y esos colores marcaron mi infancia y, quizá, mi camino: ahí supe que quería que mi vida oliera bien.

En estos días pasados de rosas (y de vino) envié un wasap en el que por error escribí la palabra melancovida cuando quise decir melancolía. No lo corregí, porque me pareció que resumía mi ánimo de manera perfecta: es una mezcla de melancolía, covid y vida. En las rosas hay melancolía y en mí melancovida. Cuando escribí esta palabra la amiga a quien le envié el wasap me respondió: «Ahí tienes tu próxima columna». Aquí está.

Anabel Vázquez es periodista. ¿Sus obsesiones confesas? Las piscinas, los masajes y los juegos de poder.