Tu opinión ya no es tuya y nunca viviste ese recuerdo: cómo las redes raptaron nuestra conciencia del ‘yo’

Los ensayos ‘Cómo no hacer nada’, de Jenny Odell y ‘La ilusión de la memoria’, de Julia Shaw, ahondan en los efectos de la economía de la atención sobre nuestra personalidad.

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Dice Jenny Odell que nuestra relación con las redes sociales es una «carrera armamentística» que maltrata nuestra atención. Como militares torturando a sus detenidos, nos autosometemos a tácticas parecidas a la privación de sueño. Que ahí dentro, haciendo scroll, nos encerramos en un cuarto muy pequeñito donde todos los gritos, aplausos e indignación de los demás se activan como petardos que encienden más petardos, llenando todo el espacio de humo, cegándonos sin poder ver las cosas con claridad. Esa tormenta la cocreamos sin descanso cada día: entramos al feed y lo torpedeam...

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Dice Jenny Odell que nuestra relación con las redes sociales es una «carrera armamentística» que maltrata nuestra atención. Como militares torturando a sus detenidos, nos autosometemos a tácticas parecidas a la privación de sueño. Que ahí dentro, haciendo scroll, nos encerramos en un cuarto muy pequeñito donde todos los gritos, aplausos e indignación de los demás se activan como petardos que encienden más petardos, llenando todo el espacio de humo, cegándonos sin poder ver las cosas con claridad. Esa tormenta la cocreamos sin descanso cada día: entramos al feed y lo torpedeamos entre todos. Siempre hay algo nuevo que contar. Siempre el deber de opinar sobre algo más. «La expresión hiperacelerada en las redes no es especialmente útil. No es una forma de comunicación movida por la reflexión ni la razón», advierte esta artista y docente de Stanford en Cómo no hacer nada: resistirse a la economía de la atención, editado recientemente por Ariel con traducción de Juanjo Estrella, un ensayo que corre el peligro de convertirse, valga la paradoja, en el libro más posteado en Twitter e Instagram para quejarse de cómo Twitter e Instagram raptaron nuestras conciencias para hacerse ricos mercadeando con nuestras emociones.

En su manifiesto de rebelión generacional contra los engranajes del tardocapitalismo, Odell se hace eco del discurso Soledad y liderazgo que pronunció el ensayista y profesor de Yale William Deresiewicz ante un grupo de alumnos universitarios en 2010, una reflexión clave para entender por qué nos hemos entregado sin oponer resistencia, y sin pedir ni una explicación a quién se está forrando con ello, a una era en la que los ciclos acelerados de noticias y las opiniones de los demás secuestraron la nuestra propia: «Os estáis empapando del conocimiento convencional. En la realidad de otras personas: por los demás, no por vosotros mismos. Estáis creando una cacofonía en la que resulta imposible que oigáis vuestra propia voz, que sepáis si estáis pensando en vosotros o en cualquier otra cosa», dijo a sus estudiantes. Fue leer este extracto y reconocer mi cacofonía personal y la de mi entorno, sintiendo vergüenza ajena al recordar todas esas ocasiones, tantísimas en la última década de mi vida, en las que he repetido reflexiones/haiku posteadas por otros que consideré brillantes y las hice mías, o cómo también he descubierto a mi entorno haciendo lo mismo, cacareando opiniones o juicios morales que, precisamente, había leído pocas horas o minutos antes al hacer scroll  tal cual me las contaban ahora, pero desde otras cuentas que seguimos en común. «Ya no sabemos si pensamos en nosotros mismos o en cualquier otra cosa», insistía Deresiewicz, y la ciencia acabó dándole la razón.

Las redes habrán raptado nuestra atención y opinión, pero es que además la han secuestrado para ir a peor. En un universo en el que algoritmo premia aquellas opiniones que más reacciones levantan, cuando los enunciados más comentados y que más ruido hacen son los que más rápido nos atacarán al hacer scroll, Odell recuerda en su libro lo que la especialista en tecnología y redes sociales Danah Boyd ha etiquetado como el «hundimiento del contexto», o cómo lo que triunfa en la red, lo que acaba teniendo más repercusión, son «temas inocuos» que limitan la visión de los usuarios. En un experimento que dirigieron Boyd y Alice E. Marwick en 2011 comprobaron que los usuarios de Twitter que habían creado marcas personales de más éxito lo habían hecho gracias a reconocer que «ya no sabían quién era su público». Tuitear para triunfar era «enviar un mensaje al vacío que podría incluir a tus amigos íntimos, familiares, potenciales jefes o enemigos declarados». El pensamiento estándar, el que alcanza al mayor número de receptores se rige por, según Boyd y Marwick, «una filosofía del compartir con un mínimo común denominador». Bajar el nivel para que todos te entiendan. Esas opiniones lanzadas a la muchedumbre a la caza de likes y repercusión ha provocado, según las investigadoras, una división entre aquellos que triunfan con sus «marcas personales en Twitter». Estará la opción 1, «la que ofende a un público no esperado», que es lo que afecta a las personas que desentierran tuits viejos para destruirlas y estará la opción 2, «la que es lo bastante neutro como para no ofender a nadie». Aquí es donde despuntan las estrellas profesionales de la red, los creadores de opinión. Cuentas creadas a partir de una fórmula sobre lo que le resulta más apetecible a todo el mundo en todo el momento. «Llevada a su conclusión lógica, la opción dos acabaría creando una raza para los más mediocres, algo que ha sido duramente criticado por los críticos culturales», sentencia Odell, lamentando la arquitectura de una conversación digital donde el mínimo común denominador es quien moldea los ciclos de opinión.

Eso que cuentas no lo has vivido: ladrones de recuerdos y memoria transactiva

La primera vez que la Dra. Julia Shaw fue consciente de hasta que punto nuestra memoria puede verse influida por las redes sociales fue en 2011. Shaw vivía en Kelowna, Canadá y justo después de las tres de la tarde del 14 de agosto iba montada en el coche con unos amigos y al transitar por las calles de la ciudad se dieron cuenta de un hecho insólito: no había ni un alma por la calle, estaba todo desierto. De repente, una mujer apareció corriendo y todos los coches patrulla de la ciudad pasaron a su lado a toda velocidad. Al entrar en Twitter encontraron la razón de esa situación anómala: habían matado a tiros a uno de los hermanos Bacon, un trío de gánsteres implicados en una serie de homicidios en Gran Vancouver y en tráfico de drogas. Lo interesante del asunto fue que casi todo el mundo en la ciudad, después del suceso, recordaba el mismo modo en el que habían tiroteado a los hermanos Bacon, todos los relatos eran igual de parecidos, «casi de una manera inverosímil» o, lo que es lo mismo: aseguraban haber presenciado la escena viral que corrió por las redes, recuerda Shaw en La ilusión de la memoria: Qué hace tu cerebro cuando recuerda y olvida cómo se le puede engañar, el ensayo que acaba de editar Temas de Hoy con traducción de Juan Trejo en el que la psicóloga e investigadora del College of London demuestra la cantidad de formas en las que nuestra mente puede ser engañada.

Si Odell se apoya en la ciencia para explicar el hundimiento de contexto y la distorsión de nuestra opinión en las redes, Shaw conecta el suceso del tiroteo en Canadá con varios estudios para evidenciar cómo la información viral que consumimos en redes también está moldeando nuestra conciencia del yo.  Como el de una conferencia de 2003, donde Fiona Gabbert, Amina Menon y Kevin Allan, de la Universidad de Aberdeen solicitaron a dos grupos de participantes que vieran por separado el vídeo de un acontecimiento. Todos vieron un vídeo de 90 segundos en el que aparecía una mujer desconocida para todos que entraba en las instalaciones de una universidad para devolver un libro. En la perspectiva del grupo A (pero no desde la B) podían ver el título del libro y cómo tiraba una nota de papel a la papelera. Desde la B (pero no desde la A) se veía como la chica mira su reloj y comete un delito favorecido por las circunstancias (roba un billete de diez libras y se lo mete en el bolsillo). Los investigadores juntaron a los dos grupos para rellenar unos cuestionarios sobre lo sucedido: más del 60% de los que vieron la perspectiva A (donde no se apreciaba el delito) afirmaron que la chica había cometido uno. Este caso, según indica Shaw, es lo que se denomina como «información postacontecimiento»:  cualquier dato a posteriori de un suceso puede cambiar nuestra memoria.

Y no solo cambiamos lo que creemos haber presenciado por lo que vemos, leemos o nos cuentan los demás (también en la red) los «ladrones de recuerdos» son una realidad. El 53% de los participantes de un estudio a cargo del científico Alan Brown afirmaron que habían oído a alguien contando una historia suya como si fuese propia y el 27% afirmaron tener recuerdos que podrían ser suyos o que podrían haber tomado prestados de otras personas, no estaban seguros.

Los recuerdos, como las opiniones, son contagiosos y virales. Incluso si sabemos que la opinión no es correcta. «La gente suele estar muy predispuesta a ofrecer una respuesta incorrecta si es la misma respuesta que ofrece la mayoría», apunta Shaw, apoyándose en los estudios del dr. Salomon Asch. En 1956, este investigador descubrió que si pedía a un grupo de personas que juzgase si dos líneas en un papel medían lo mismo, sus respuestas cambiaban en función de lo que decían los demás –en el grupo había infiltrados investigadores para distorsionar las respuestas y hacer creer al resto que, como ellos, eran participantes–. El resultado fue tres cuartes de los participantes se conformaron con la respuesta incorrecta que proporcionó el grupo al menos una vez.

Rendirse frente a la respuesta incorrecta, a la que más se comparte y con la que más nos bombardean, también lleva a la desinformación y la creación de una conciencia colectiva distorsionada. «La actualización de Facebook de un amigo, un tuit colgado por un desconocido, el hilo de una discusión de Reddit. Da la impresión de que ya no somos los propietarios absolutos de lo que ocurre en nuestras vidas», apunta la investigadora, y destaca el fenómeno de la «memoria transactiva», acuñado por el investigador Daniel Wegner, que hace referencia a que los recuerdos transactivos, esas opiniones o interacciones de internet, son los recuerdos que se han formado de manera colectiva, se actualizan y, lo que es más importante, se almacenan.

A pesar de que Shaw ve positivo de que las redes sociales nos ayuden a ordenar nuestros recuerdos (lo que se denomina como «práctica de recuperación»), el ruido y bombardeo de notificaciones está alterando nuestra propia conciencia personal, sin poder reflexionar sobre ello: «Al intentar dividir más nuestra atención,  la memoria de las redes sociales también entraña una vertiente más problemática: la de tener el potencial de distorsionar gravemente nuestra realidad». Tras un año en el que vivimos y nos comunicamos digitalmente, ¿qué consecuencias tendrá en nuestra memoria una pandemia que cebó como nunca a nuestro ‘yo digital’? ¿Son nuestros recuerdos nuestros  y nuestras opiniones nuestras en esta vida extremedamente online? Shaw lamenta tenerlo claro: «Probabablemente ya no lo puedas diferenciar».

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