Protocolo para usar el móvil y no convertirse en un maleducado
Puesto que el uso de la tecnología se salta a la torera las buenas maneras, algunos espacios han empezado a crear sus propias reglas para educar a las pequeñas pantallas.
El pasado 14 de febrero en cualquier restaurante podía apreciarse que los tríos están a la orden del día. La pareja más uno, la tecnología en forma de smartphones. El móvil es otro comensal más, y prueba de ello es que tiene su lugar reservado en la mesa, justo al lado de los cubiertos. Un invitado al que se le consultan cosas y con el que se rememoran los mejores momentos vividos. La llegada de los platos puede despertar la faceta reportera o gourmet de muchos, que se levantan para hacerles fotos y enviarlas, inmediatamente, a las redes sociales. La mayoría de nosotros tenem...
El pasado 14 de febrero en cualquier restaurante podía apreciarse que los tríos están a la orden del día. La pareja más uno, la tecnología en forma de smartphones. El móvil es otro comensal más, y prueba de ello es que tiene su lugar reservado en la mesa, justo al lado de los cubiertos. Un invitado al que se le consultan cosas y con el que se rememoran los mejores momentos vividos. La llegada de los platos puede despertar la faceta reportera o gourmet de muchos, que se levantan para hacerles fotos y enviarlas, inmediatamente, a las redes sociales. La mayoría de nosotros tenemos dos trabajos, uno de ellos es generar contenidos para Facebook, Twitter o Instagram. Una actividad no remunerada y sin horario pero que hacemos constante y complacientemente y que produce sustanciosos beneficios.
El metro es otro de esos lugares que rinden culto a la tecnología. Casi todo el mundo va enfrascado en un e-book o en la pantalla del móvil. No hacer nada o mirar a la gente es tomado casi como un desafío –“¿y esta, qué pasa, que no tiene móvil?”-. Hay un hombre vestido de panda en el andén, esperando el tren pero nadie repara en él. Una chica exclama a su compañera, ¡mira, un oso!, pero enseguida vuelve a la pequeña pantalla. Incluso en el hogar, la comunicación sigue, en muchos casos, en modo digital. Una amiga me comenta que su hijo adolescente le pregunta a menudo cosas por whatsapp, estando los dos en casa. “Mma, q hay hoy d cena?”.
Existen ya palabras para designar a esta fiebre que nos aleja del mundo real y altera nuestras habilidades innatas de comunicación. Nomofobia es el nombre que recibe la adicción al teléfono móvil. Según los expertos, el pánico a estar sin este aparato se puede diagnosticar ya como un trastorno para una gran parte de la población, sin que la mayoría de los afectados sean conscientes de ello. Pero el término Phubbing –que se originó en Australia y que etimológicamente es producto de la unión de las palabras phone (teléfono) y snubbing (despreciar) hace referencia al acto de ignorar a alguien para centrarse en la tecnología móvil, ya sea un teléfono, tableta o portátil. Una actividad que no repara en las normas más elementales de educación. ¿Nos pondríamos a leer un libro o el periódico en medio de una cena entre amigos? Sería visto como un gesto reprobable. Sin embargo, la tecnología parece escaparse a las reglas básicas de urbanidad y buenas maneras o, directamente, saltárselas a la torera sin que a nadie le cause demasiada conmoción.
Restaurantes. ¿El móvil va a la derecha o a la izquierda del plato?
Yolanda Pérez, directora de Casa de Protocolo, en Madrid, donde se imparten cursos de protocolo, imagen y etiqueta, sostiene que “el móvil debería permanecer apagado en restaurantes, reuniones sociales o fiestas. Con la excepción de si se espera una llamada muy urgente, en cuyo caso se debe anunciar antes, poner el aparato en modo vibración y disculparse cuando se atienda. Pero, desgraciadamente, los teléfonos han pasado a ser parte de la vida de las personas y ese afán por estar siempre disponibles –laboral o socialmente– hace que no le demos la atención adecuada a los amigos o familiares con los que hemos quedado para compartir unas horas”.
Sara Largo, directora de Tu Asesor de Imagen y presidenta de la Asociación Española de Asesores de Imagen y Personal Shoppers (ASEDAI) y con conocimientos en protocolo añade que “el hecho de que para muchos sea impensable interactuar con otros sin mostrarle vídeos o fotos archivados en sus smartphones es muy triste, y dice muy poco de la gente que necesita recurrir a un tercer elemento para comunicarse con otro. Yo soy firme partidaria de la atención activa. Si se queda con alguien es para estar con él o ella y dedicarle nuestro tiempo porque, además, las interrupciones de la tecnología hacen que el encuentro sea diferente, generan otra dinámica menos íntima”.
Restaurantes de todo el mundo empiezan a prohibir a los comensales hacer fotografías de la comida ya que, según apunta un artículo de The New York Times, “las fotografías en la mesa trastornan totalmente el ambiente. Es imposible disfrutar de la comida o del desarrollo de una conversación con los flashes yendo de una punta a otra”.
Los locales más exclusivos han sido los primeros en sumarse a esta corriente. En el neoyorquino Momofuku Ko no está permitido sacar fotos de los platos. David Chang, el chef estrella de este local, prohíbe que los comensales inmortalicen su famoso foie. Per Se y Le Bernardin, también en la Gran Manzana, y el inglés The Fat Duck son otros restaurantes que también han implantado esta norma.
Los menos lujosos están también, poco a poco, sumándose a la filosofía mobile free. Algunos incluso proponen un descuento de un tanto por ciento sobre el precio final a los clientes que apaguen sus teléfonos, como los bonaerenses Club del Progreso o Fifí Almacén. La razón de esto tiene que ver con un estudio que hizo un local de Nueva York, que descubrió que mientras en el 2004 un cliente tardaba de media unos 8 minutos en decidir qué pedir, ahora emplea 21 minutos para la misma operación. Y si antes sentarse, comer y levantarse consumía una hora y 5 minutos, ahora la media de estancia para una comida o cena asciende a 1 hora y 55 minutos. La causa de esta demora la achacan al móvil. Consultarlo periódicamente, hacer las fotos pertinentes, subirlas a las redes o enviarlas a amigos ralentiza el servicio y la rotación de las mesas.
Reuniones y fiestas. ¡Cámaras, acción, ya!
Si bien en las fiestas o celebraciones no siempre se está hablando con alguien y hay momentos muertos, el estar chequeando el móvil es algo a evitar, lo mismo que agarrarse a él como a una tabla de salvación para evitar el contacto humano. De hecho, muchos clubs privados prohíben ya el uso de este aparato de puertas adentro. Pero el pecado capital en fiestas y reuniones es esa vocación cinematográfica que les entra a algunos, traducida en ese afán por rodarlo todo. Según Sara Largo, “yo creo que algún día esto va a explotar, porque la gente se siente con la libertad de grabar a los demás hablando, bailando o en diversas actividades, sin pedir permiso ni tener en cuenta la privacidad. Imagino que tarde o temprano se creará una ley que prohíba rodar en lugares públicos, puesto que el sentido común no siempre es una cualidad presumible”.
A menudo en comidas o reuniones familiares los más pequeños parecen enfrascados en sus pequeñas pantallas, absortos de lo que ocurre alrededor. Según Largo, “es un problema de educación. Los padres deberían limitar las horas del móvil y pedir que se apaguen para la cena o para actividades conjuntas. Los niños repiten lo que hacen los mayores y lo más importante es predicar con el ejemplo”.
Enric Puig Punyet además de filósofo pertenece a la nueva tribu urbana de los desconectados. No está en las redes sociales y utiliza un teléfono de los de antes, que solo sirven para hacer y recibir llamadas, aunque tiene ordenador y navega por Internet en casa. Su libro, La gran adicción (Arpa), alarma de una realidad limitada a lo que ocurre en las pantallas y presenta casos de personas que han optado por la desconexión, con éxito. Uno de los peligros del constante enganche es, según Enric, “la eliminación de esos momentos de vacío, aburrimiento en los que no se hace, aparentemente, nada pero que son muy importantes porque nos invitan a la introspección, la reflexión. Son un descanso de nuestro cerebro y, a menudo, son el germen de las buenas ideas, ya que la sobre estimulación es lo que nos mantiene muchas veces bloqueados”.
En el trabajo. No más whatsapps fuera del horario laboral
En opinión de Sara Largo, “así como en los colegios están prohibidos los móviles, en el trabajo debería regir la misma regla. O, como mucho, tenerlo en silencio por si ocurre alguna emergencia. Pero me temo que no siempre es así. Muchos, incluso los llevan a las reuniones y lo consultan periódicamente. La consecuencia de todo esto es que el constante chequeo de la pequeña pantalla repercute en la productividad”.
España –el país de la baja productividad y las jornadas laborales interminables– añade, para desgracia de los trabajadores, la disponibilidad total que nos brinda ahora la tecnología. No es raro que algunos jefes o mandos superiores envíen mensajes de whatsapps a sus subordinados, fuera del horario laboral o los fines de semana, para recordarles cosas o encomendarles tareas. Según Largo, algo a evitar y que incumple dos reglas, “el whatsapp debería ser algo del ámbito de la privacidad, un canal para hablar con los amigos que no hay que invadir, a menos que se dé el permiso. Con los mensajes fuera de hora, lo mejor es no abrirlos, porque si lo hacemos ya estamos sentando precedente para el futuro”.
Una de los argumentos de peso para la desconexión, según Enric Puig, es la necesidad de diferenciar los tiempos de trabajo y ocio. “Se nos vende que debemos estar atentos a todo, asimilar mucha cantidad de información, estar disponibles todo el tiempo y presentes en las redes sociales. Vivimos una especie de esclavitud-dependencia de la tecnología, con la promesa de que eso nos hará triunfar o ser más competitivos; pero la realidad es que muchos de los grandes directivos no tienen cuentas en Twitter ni Facebook, sus teléfonos están mucho tiempo apagados y mandan a sus hijos a escuelas sin ordenadores”