Ayer un ‘boom’, hoy un bluf

Lo que entonces triunfaba, no solo ha quedado obsoleto, sino que hoy estaría perseguido por la ley.

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Corría la década de los 80 cuando lo excesivo era premisa obligatoria en cuestiones estéticas. Al despertar económico había que acompañarlo de abundancia, de creatividad y, por supuesto, había que celebrarlo por todo lo alto. Como si de fuegos artificiales se tratara, cada descubrimiento explotaba lleno de luz y color, con mucho ruido… ¿Y pocas nueces?

En efecto, muchos de aquellos productos, tendencias y tratamientos hoy ni siquiera están en el mercado. Tampoco el regreso de la década prodigiosa a las pasarelas les ha devuelto la vida. Puede que sí a la inspiración, como en el caso...

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Corría la década de los 80 cuando lo excesivo era premisa obligatoria en cuestiones estéticas. Al despertar económico había que acompañarlo de abundancia, de creatividad y, por supuesto, había que celebrarlo por todo lo alto. Como si de fuegos artificiales se tratara, cada descubrimiento explotaba lleno de luz y color, con mucho ruido… ¿Y pocas nueces?

En efecto, muchos de aquellos productos, tendencias y tratamientos hoy ni siquiera están en el mercado. Tampoco el regreso de la década prodigiosa a las pasarelas les ha devuelto la vida. Puede que sí a la inspiración, como en el caso del tupé o el cardado, pero no a los cosméticos que obraban el milagro. Para Juan Carlos Cano, estilista del Salón R Difusión, «hoy es impensable el pelo frito propio de las permanentes (creado en 1906 por el peluquero alemán Karl Nessler, aunque con menos químicos cáusticos ya en esos años), la laca de fijación extrema y las espumas abrasivas. El resultado debía ser estático. Hoy, sin embargo, buscamos movimiento».

Nelly, Elnett, Giorgi Line, Vidal Sasoon o Lanofill son algunas de las marcas insignia de productos fijadores que hoy han desaparecido o se han adaptado a los tiempos. Elnett, de L’Oréal Paris (el Grupo L’Oréal, junto a Puig, fue el más fuerte en esta materia), cumplió 50 años en 2011 y sigue estando en el top de los 10 cosméticos más vendidos de todos los tiempos, como Nivea Cream, más conocida por «la del bote azul», otro clásico del momento que celebró su 100 aniversario el año pasado. Cantidad versus calidad, como en el maquillaje.

¿Quién no recuerda el efecto máscara de las oscuras bases en polvo, como las Maderas de Oriente de Myrurgia o los Polvos del Nilo? La premisa era lograr un efecto absolutamente mate y en un tono por encima, lo contrario al objetivo actual: luminosidad, naturalidad.

«Bases, labiales y sombras potenciaban las arrugas y alicataban el rostro, pero estaba bien visto. También el colorete rosa fluorescente aplicado encima del pómulo y creando ángulos», añade Cano. Pero el bronceado no era del todo fingido: no se podía ser trendy si no se abusaba del sol, previa aplicación de Bronzage Intensif de Lancaster o de la crema de zanahoria de Margaret Astor Natural Action.

Cuentan desde Lancaster, marca del Grupo Coty, que la versión de los 80 sería impensable hoy porque no tenía protección. La nueva posee SPF 6 y ofrece la máxima seguridad. La directora de Comunicación de Astor, Rosa Porras, explica que «en aquella década la firma era líder en ventas en nuestro país, y la promesa del producto era exclusivamente color, se tratara de bronceado (hoy hasta nuestras barras de labios llevan SPF) o maquillaje: los spots hablaban de colecciones de verdes, ocres o rojo sobre gris, nunca de fórmula; el reclamo era: Para ti, porque eres  joven. Hoy es impensable, porque las consumidoras reivindicamos un valor añadido», apunta. «Era el momento de la cosmética de droguería, como Simago, precursores de la clientela de consumo masivo (Pinaud, Lina Bocardi, Nivea…). Las firmas de lujo no apostaban por las tendencias de la calle, como ahora», dice Cano. Sí comenzaban a despuntar, en cambio, dos activos cosméticos recién hallados: el colágeno y la elastina.

Explica el doctor Pedro Jaén, jefe de Dermatología del Hospital Ramón y Cajal, que «se integraron en las hidratantes de rostro, al igual que el ácido retinóico a finales de los 80, que permanece como el activo estrella hasta la actualidad. Pero entonces solo se utilizaba contra el acné, mientras que ahora su principal acción es antiarrugas». Del colágeno y la elastina se sabía que mejoraban la firmeza y que esta dependía de la calidad de la estructura cutánea. El reto actual es la comunicación intercelular de los ingredientes, más que estos en sí mismos. Pero el gran suflé, aquello que subió como la espuma y cayó igual de rápido, fueron los rellenos permanentes. «Los primeros materiales tenían una base de colágeno y fueron aprobados por la FDA en 1981. También llegaron los biopolímeros –o silicona líquida–, hoy prohibida por su capacidad de migración y de provocar granulomas o infecciones. También el colágeno inyectable bovino por su capacidad de producir alergias. Quienes hincharon sus labios con estos materiales lo tienen difícil hoy, pues, como afirma Jaén, «no puede extirparse el relleno sin parte del tejido.

Sí empezaban a usarse materiales reabsorbibles, pero duraban seis meses, frente al año y pico de hoy, y eran carísimos: 50.000 pesetas, equivalente a los 300 euros que cuesta ahora el relleno protagonista, el ácido hialurónico. También la cirugía plástica era minoritaria y costosa. El éxito de la mamoplastia, creada a principios de los 60, caló en los 80, ya con los primeros estudios científicos realizados a largo plazo. La colocación, como explica el doctor Rubén García Guilarte, cirujano plástico, era básicamente subglandular, lo que «atrofia la mama que, con el tiempo se cae y se percibe el contorno de la prótesis. La cirugía mamaria ha evolucionado muchísimo. Hemos pasado de aumento subglandular a submuscular, de prótesis redondas a anatómicas, de lisas a rugosas». Igualmente era el boom del lifting facial, aparecido en 1950, difundido en los 60 y «mejorado en los 80 y 90 en cuanto a las incisiones y búsqueda de la naturalidad», según el doctor. Pero el procedimiento aún aportaba demasiada tensión y las marcas eran muy evidentes. El culto al cuerpo comenzaba a ser igualmente prioridad. Irrumpió el auge de los alimentos light, con productos como la sacarina que acabó incluida en la lista de posibles agentes cancerígenos por la Agencia de Protección del Medio Ambiente de Estados Unidos (EPA) en esos años, aunque ha sido excluida recientemente.

También fue tiempo de dietas que hoy, por descabelladas, llamamos «milagro»: la del Astronauta o la Dieta Mayo. «En común tenían que eran exageradamente bajas en calorías, entre 400 y 600 diarias, lo que debilitaba mucho el organismo, eliminaba líquidos y podía ocasionar deshidratación. Las dos incluían proteína en cantidades que sobrepasaban los límites, creando una sobrecarga en los riñones. Al ser baja en calcio, Mayo, a la larga perjudicaba el sistema óseo. La del Astronauta además aconsejaba aliñar las ensaladas con aceite de parafina, hoy considerado una aberración por su excesivo efecto laxante. Estas dietas perdían músculo y agua, pero poca grasa, y los kilos se recuperaban rápidamente», revela la doctora Josefina Vicario, experta en nutrición.

«Se ha demostrado que las dietas tienen que seguir un rigor científico y elaborarse a medida. Eliminamos las pastas, los azúcares, los lácteos y las levaduras y aconsejamos proteínas bien combinadas: no se pasa hambre y se adelgaza perdiendo grasa en lugar de músculo». La simple apariencia de antes, por la actitud de bienestar integral de hoy. Se llevaba cuidar el envoltorio, aunque la llegada del sida cambió la mentalidad de forma abrupta. «La llamaban enfermedad de las cuatro haches: heroinómanos, haitianos, hemofílicos y homosexuales», explica la doctora Lola Bou, dermatóloga de la Academia Española de Dermatología y experta en enfermedades venéreas. Fue en 1984, cuando Rock Hadson anunció que padecía el mal, cuando comenzó a calar cierta conciencia social. «La gente necesitaba ponerle cara. Por suerte hemos cambiado aquella idea de que podía contagiarse por un beso, hoy se sabe que únicamente por fluidos, y que quien únicamente es portador no tiene porqué desarrollar el virus. El sida ha pasado de enfermedad mortal a crónica». A pesar de los 45 millones de personas afectadas en el mundo.

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