Así vistió la alta sociedad

La España de Franco se retrató en blanco y negro, pero hay quienes recuerdan el color y la riqueza de las telas que vistieron a la clase privilegiada.

Silencio. Las siete maniquíes de Elio Berhanyer entran en el pequeño salón anexo al taller. Exhiben vestidos vaporosos; cada una sostiene un número. En primera fila, la condesa de Quintanilla toma nota de algunos modelos. Dos asientos más allá Manuel Pertegaz observa el trabajo de su colega. En una esquina se refugia Henry Clarke, fotógrafo de Vogue USA. Las casas de alta costura en el Madrid de 1965 eran los templos donde la aristocracia alimentaba su divinidad. Sus diseñadores eran magos y los desfiles –que podían repetirse todos los días durante un mes entero–, su hechizo...

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Silencio. Las siete maniquíes de Elio Berhanyer entran en el pequeño salón anexo al taller. Exhiben vestidos vaporosos; cada una sostiene un número. En primera fila, la condesa de Quintanilla toma nota de algunos modelos. Dos asientos más allá Manuel Pertegaz observa el trabajo de su colega. En una esquina se refugia Henry Clarke, fotógrafo de Vogue USA. Las casas de alta costura en el Madrid de 1965 eran los templos donde la aristocracia alimentaba su divinidad. Sus diseñadores eran magos y los desfiles –que podían repetirse todos los días durante un mes entero–, su hechizo más distinguido. Todo en torno a estas citas era ceremonioso. No había música ni aplausos. Al final del pase, una oficiala tomaba nota de los pedidos de sus clientas. Estar entre las primeras invitadas a los desfiles de temporada de los mejores modistos garantizaba la exclusividad. «En una ocasión, Aline me encargó un vestido de noche negro bordado en azabache, el más bonito que he hecho en mi vida», recuerda Elio Berhanyer. «Me pidió que no se lo hiciera a nadie más. Y así fue».

Solo un puñado de españolas recibía en las casas de costura el trato que disfrutaba la exagente de la CIA. Doña Sofía, esposa de don Juan Carlos, entonces todavía un Borbón sin trono; las mujeres de la familia Franco; Bibi Salisachs; las señoras de March, Fierro, Beamonte y Banús; la duquesa de Alba; la marquesa de Llanzol; la condesa de Elda… Eran las señoras mejor vestidas de la época y su presencia en los grandes bailes era indispensable para que el evento elevara su boato. Tras su estela se desplegaba un restringido abanico de unas 35.000 españolas que adquirían alta costura, según cálculos del sociólogo Pedro Mansilla. Ahora apenas hay 2.000 compradoras en todo el planeta. Manuel Pertegaz llegó a tener 900 trabajadoras entre Madrid y Barcelona. Balenciaga contaba con 500 personas en sus talleres de París y casi un centenar en su tienda de Madrid. En España había al menos 20 firmas. Algunas menos conocidas, como la de Carmen Mir, empleaban hasta 150 personas. Para su exposición en el Museo del Traje, Elio Berhanyer manejó una lista de más de 250 clientas que conservaban sus creaciones. Los datos están dispersos, pero reflejan una época dorada en la que la nobleza llevaba al límite su hacienda para conservar su alto nivel de vida y hacerse los mejores trajes; los cargos diplomáticos ponían en escena su posición vistiendo los patrones más sublimes, y la creciente burguesía –ingenieros, constructores, empresarios del petróleo– tenía posibles para competir en elegancia. «No necesitas tener ningún gusto», confesaba Cristóbal Balenciaga a la mítica Diana Vreeland. «Te prueba mi oficiala y eso es todo. Una mujer no necesita ser perfecta o bella para llevar mis vestidos, el vestido lo hará por ella». De hecho, entre sus clientas había mujeres medianas o gruesas. Socorro Aliño, esposa del psiquiatra Juan José López-Ibor, o Pilar Conde, mujer del fundador de Puerto Banús, José Banús, eran algunas de ellas. Pero por sus probadores pasaron también las señoras imponentes. Sonsoles de Icaza y de León, marquesa de Llanzol, es aclamada aún hoy como la más elegante de los salones de la época.

Era esperada en recepciones y bailes. Y el resto hacía lo posible por conseguir los mejores atuendos para aquellos eventos en los que estaba confirmada su presencia. El más destacado de esos actos sociales era, sin duda, el baile de Fin de Año que los condes de Elda organizaban en su palacio de Madrid, decorado para la ocasión por los mejores interioristas, como Viudes y José Caballero. Los invitados, entre los que había alguna señorita que se presentaba en sociedad, llegaban poco antes de las uvas. Un reportero de ABC tomaba nota del desfile de vestidos y el gran fotógrafo Juan Gyenes retrataba a las personalidades. Tras la medianoche, se abría el baile con el rigodón: la princesa de Baviera con el duque de Sueca; la duquesa de Montealegre con el marqués de Santo Domingo; el marqués de Montealegre con la marquesa de Argüeso… En un casto y rítmico intercambio de parejas. «Lo peor que podía ocurrir era que otra llevara tu vestido», recuerda Sonsoles Díez de Rivera, hija de la marquesa de Llanzol. «No era algo que nos ocurriera a nosotras: muy pocas llevaban Balenciaga. Pero sí se veían vestidos iguales de diferente color». A las clientas de la alta costura se les informaba de quién más tenía la prenda y de qué color era.

«Las señoras renovaban su vestuario cada otoño y cada primavera», cuenta Elio Berhanyer, testigo de excepción de una época única para la moda española. «Querían ir a la última para reunirse en Puerta de Hierro». En ocasiones, los vestidos de temporadas pasadas eran heredados por el servicio. Es el caso de Meye Allende de Maier, otra de las fieles clientas de Balenciaga. «Las doncellas de mi abuela eran las más elegantes de Bilbao», recuerda su hija, la diseñadora Meye Maier. Ajena a la vida social, las prendas que encargaba al maestro eran para la vida diaria: trajes camiseros para el verano, chaquetas para el invierno, túnicas o abrigos. La marquesa de Llanzol, en cambio, guardó todo su vestuario. Su hija es hoy presidenta de la Fundación Balenciaga e impulsora del museo en Guetaria. «Mi madre dejó armarios enteros con sombreros y vestidos. No sabía qué hacer con ellos. Parte los doné a París y parte han ido al museo en Guipúzcoa». Puede hacer uso de los trajes donados cuando quiera. «Pero no es ropa práctica. Es para llevar un chófer. No hay quien conduzca con un abrigo de lince siberiano o un vestido con pedrería bordada a mano».

Duques del Arco Mercedes de Soto y Falcó con su madre, Mercedes Falcó Anchorena, con trajes de pedrería estilo Pedro Rodríguez.

«La calle iba muy bien vestida», cuenta Concha Herranz, jefa del departamento de Indumentaria del Museo del Traje. No había prêt-à-porter: «La que no podía acudir a los modistos de primera línea tenía otros». Vargas Ochagavia, Herrera y Ollero, Mercedes Bastida, Marbel Junior, Santa Eulalia, El Dique Flotante o Pedro Rovira. «También había modistas que reproducían patrones de fuera, como las hermanas Molinero, que trabajaban con Valentino en exclusiva y usaban las mismas telas que la casa italiana». Ahora venden sus propias colecciones en su atelier de la calle Ayala en Madrid. «Fueron unos años maravillosos, pero nos los guardamos para nosotras. Ahora hay otras cosas», dice María Antonia, una de las tres hermanas que recibe en la tienda. Flora Villarreal, por su parte, reproducía entre otros los patrones de Christian Dior. «Cuando una de sus clientas se iba a París y se hacía un Dior, luego comentaba que estaban mucho mejor hechos los de Flora. Tenía esa fama», delata Berhanyer. El tercer taller de modista más frecuentado en Madrid era el de Felisa, excosturera del taller que Cristóbal Balenciaga tuvo en Gran Vía. En Madrid la firma no se llamaba Balenciaga, sino Eisa, por su apellido materno: Eisaguirre. «Tenía problemas con Hacienda y le cambió el nombre», revela Berhanyer. «Y en las etiquetas de sus trajes de Madrid ponía Eisa, no Balenciaga». Carne de coleccionista. Cuando el modisto cerró el taller en 1968, Felisa se estableció en un local de la calle Génova junto al peletero José Luis.

«Las que tampoco podían permitirse estas soluciones intermedias compraban las telas y se las llevaban a una modista de barrio o incluso se hacían los trajes en casa»,añade Concha Herranz. Las calles de España estaban llenas de copias de los diseños más exquisitos. «Aparecían las fotos en ¡Hola! o en la revista Ama y reproducían los modelos. Era un halago», disculpa Berhanyer. «Una vez me crucé con una señora que llevaba un abrigo de mi colección y, cuando se dio la vuelta, vi que la espalda se la habían inventado: ¡en la foto solo salía de frente!».

Eran pocas las españolas que viajaban a las maisons francesas. «La marquesa de Llanzol sí visitaba a Balenciaga en París, porque sus trajes más caros y espectaculares no se vendían en España», cuenta Elio Berhanyer. Y también eran pocas las prendas de las casas extranjeras que se podían ver en España. Chanel y Dior traían al Hotel Ritz o al Villamagna algún traje de sus colecciones –no más de una docena–, con motivo de la presentación de un perfume, y los exhibían con modelos españolas, contratadas para la ocasión. Tan solo una vez presentó Christian Dior una colección completa en España. Fue en el año 1959, en el Palacio de Liria. Fue un evento único al que también acudió Yves Saint Laurent y en el que la jet española desplegó sus mejores galas. El diseñador trajo todas sus creaciones de primavera y sus maniquíes de Francia. ¿Hasta qué punto fue rentable el despliegue? Seguramente poco. «Los originales que se trajeron eran solo una muestra», matiza Berhanyer. «Si alguna señora quería uno de los modelos que se presentaban, tenía que ir a París a hacérselo, porque aquí no disponían de talleres». Flora Villarreal debió de incrementar el negocio por un tiempo y algunas aristócratas españolas, como la condesa de Alella, viajarían a París.

Pero Christian Dior no volvió. Mientras duraron los guateques, los cines de verano y las fiestas de sociedad, la moda española siguió llamando la atención de los grandes fotógrafos del mundo: Richard Avedon, Irving Penn, Henry Clarke. Los almacenes americanos, como Bergdorf Goodman y Lord and Taylor, compraban patrones de Pertegaz, Berhanyer y Carmen Mir. Los bordados que Pedro Rodríguez hacía en su atelier eran irreproducibles y, por eso, menos adquiridos. Los modistos patrios presentaron sus creaciones por medio mundo, a través de la red de embajadas (Iberia no les cobraba los billetes). Las norteamericanas viajaban a España a comprar. Y algunos jóvenes diseñadores extranjeros probaban suerte en Madrid. Como Oscar de la Renta. «Mi madre [Margarita Gómez-Acebo] presumía de haberlo descubierto», recuerda Kyril de Bulgaria. «Una amiga le pidió que se hiciera un traje con él, porque acababa de llegar a nuestro país. Y se lo hizo». Todo esto se acabó de golpe en 1974. Un impuesto del lujo, que aumentó los precios un 60%, empezó a asfixiar a los talleres de alta costura. La mayoría acabaría cerrando cuatro años después. Hoy los armarios de la alta sociedad se componen de prêt-à-porter. «Esta camisa es de Marks & Spencer», confiesa, aún elegante, Sonsoles Díez de Rivera. Con la democratización de la moda, ¿se perdió la clase?

Yves Saint Laurent con la duquesa de alba en 1959.

La aristocracia ocupaba las primeras filas de los desfiles en los talleres de alta costura en España

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