Alejandro, por Ana Pastor
«El problema de los discapacitados es que pueden hacer cosas, pero les exigimos que lo demuestren»
Alejandro tiene 13 años. Y tiene un sueño. Día y noche piensa en jugar al baloncesto. Desde que se acuesta hasta que se levanta. Él y toda su familia. Desde hace años practica ese deporte. Lo hace en Jerez, en el equipo de un club con otros niños más pequeños, niños que tienen 10 años. Por eso, cuando su grupo consiguió entrar en la liga provincial, Alejandro se quedó fuera. Su entrenador no podía sacarlo por la diferencia de edad. Eso dice la normativa de la Federación Andaluza de Baloncesto. Y usted, lector, lectora, se preguntará por qué juega con niños más pequeños. Porque Alejandro tien...
Alejandro tiene 13 años. Y tiene un sueño. Día y noche piensa en jugar al baloncesto. Desde que se acuesta hasta que se levanta. Él y toda su familia. Desde hace años practica ese deporte. Lo hace en Jerez, en el equipo de un club con otros niños más pequeños, niños que tienen 10 años. Por eso, cuando su grupo consiguió entrar en la liga provincial, Alejandro se quedó fuera. Su entrenador no podía sacarlo por la diferencia de edad. Eso dice la normativa de la Federación Andaluza de Baloncesto. Y usted, lector, lectora, se preguntará por qué juega con niños más pequeños. Porque Alejandro tiene síndrome de Down y sus padres comprobaron que jugar con otros chicos de su edad era una tarea muy complicada pero que se convertía en una actividad normal con los de 10 años. Y así lo hicieron.
Sentido común frente a una normativa absurda que destruye cualquier necesario planteamiento sobre el deporte inclusivo. El padre de Alejandro, Francisco José, me cuenta que el chaval participaba de todos los entrenamientos y en la rutina como el resto de sus compañeros. El problema llegaba los jueves cuando, al terminar las sesiones con el entrenador, se comunicaba delante de todos los niños el equipo titular para el partido habitual del fin de semana. Él nunca estaba en la convocatoria.
Durante algún tiempo sus padres intentaron que él no supiera qué era lo que pasaba, pero Alejandro un día les preguntó directamente y no pudieron mentirle. Esa tarde pensaron que tenían que hacer algo. Aceptar la realidad no era suficiente. El resto de niños se sumaron a la revolución. Había que conseguir que Alejandro jugara con los demás. Enviaron varias cartas de protesta pero nadie respondió. Sin embargo, se llevaron una sorpresa cuando denunciaron el caso a través de la plataforma Change.org en Internet. De repente, miles de personas firmaron su petición convencidas de que el cambio sí era posible. Y así es. Alejandro ha ganado la batalla. La Federación Andaluza va a cambiar la normativa para que pueda jugar con sus compañeros en la liga provincial. Como uno más. Como el alero que su equipo necesita.
Su padre cuenta que recibió una llamada de noche en la que le comunicaron la buena noticia. Colgó y dudó si contárselo inmediatamente a Alejandro porque igual, por la alegría y los nervios, no podría ni dormir. Pero ese padre emocionado no pudo aguantar. Toda la familia se abrazó. El protagonista de la historia solo repetía saltando «gracias, gracias», mientras su hermano Carlos, de 16 años, seguía el compás de sus pasos.
Es una gran victoria. El problema de las personas con discapacidad, dice Francisco José, es que no solo son capaces de hacer ciertas cosas, sino que les exigimos que lo demuestren. Horas después de colgar nuestra llamada, Francisco José me manda un mensaje de texto al móvil que bien podría titularse «orgullo». Es un enlace a un vídeo en el que se ve cómo Alejandro marca un triple, un canastón que vale tres puntos pero que saben a 20, un canastón que, en la cancha, los padres de compañeros y adversarios celebran como si los niños se estuvieran jugando la final de un mundial. Después, Alejandro enchufa otro tiro de dos. Y también lo mete. Como diría su padre: «No solo sabe hacer las cosas, sino que, aunque no hiciera falta, lo ha demostrado».