Adolfo Suárez, por Adela Cortina

En los tiempos que corren, la falta de personajes ejemplares es una carencia más

El domingo 23 de marzo murió Adolfo Suárez, el que fue primer presidente de la España democrática en 1976, después de haber sufrido la muerte de su mujer y de una hija, después de una larga enfermedad.

Los medios de comunicación han recogido el sentir de una gran cantidad de españoles que le reconoce como el mayor protagonista político de la Transición democrática, el creador de consensos, el hombre empeñado en el acuerdo y la reconciliación, que supo poner por obra aquel proyecto en el que también otros soñaban de pasar de una ley a otra sin violencia. Y todo eso es verdad.

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El domingo 23 de marzo murió Adolfo Suárez, el que fue primer presidente de la España democrática en 1976, después de haber sufrido la muerte de su mujer y de una hija, después de una larga enfermedad.

Los medios de comunicación han recogido el sentir de una gran cantidad de españoles que le reconoce como el mayor protagonista político de la Transición democrática, el creador de consensos, el hombre empeñado en el acuerdo y la reconciliación, que supo poner por obra aquel proyecto en el que también otros soñaban de pasar de una ley a otra sin violencia. Y todo eso es verdad.

Pero yo quisiera subrayar un rasgo de Adolfo Suárez que es, a mi juicio, especialmente impagable: su insobornable convicción de que la democratización de España era una tarea que había de hacerse y su arrojo para llevarla a cabo hasta el final, poniendo el interés de los españoles por delante del suyo y por delante del interés de su partido.

Si hubiera gobernado guiado por los sondeos y las encuestas, por lo que se decía de él desde la derecha, desde la izquierda y desde el centro, buscando exclusivamente el voto de los ciudadanos para mantenerse en el poder, intentando ganarse los parabienes de unos o de otros, nada de lo que hizo se hubiera hecho. Fueron su convicción y su coherencia los que hicieron posible una transición admirable, que otros países han intentado imitar. Con todas las limitaciones que siempre hay en las actuaciones humanas, pero admirable.

Durante esos años de transición fue posible en España lo que algunos autores han llamado la amistad cívica, sin la que ningún proyecto político sale adelante. La amistad cívica no es la de las gentes que se invitan mutuamente a sus casas o comparten alegrías y penas personales, sino la de los ciudadanos de que se percatan de que tienen objetivos comunes, metas que no pueden alcanzar si no trabajan juntos, codo a codo. Desde sus diferentes sueños, desde creencias distintas, desde etnias o lenguas diversas, pero con la convicción de que hay problemas urgentes que deben resolver juntos. Ayudar a conjugar las diferencias para que fuera posible la amistad cívica creo que fue el gran logro de aquella transición, construida entre muchos, que hoy recordamos con el nombre de Adolfo Suárez.

Y es que hay hombres y mujeres, aunque sean pocos, que saben situarse por encima de su ambición personal y partidaria, de su beneficio egoísta y grupal, porque les espolea la sana ambición de hacer bien las cosas que son necesarias para bien de todos. Hay hombres y mujeres que tienen la grandeza de no orientar sus vidas por lo que se dice, por las murmuraciones, por las descalificaciones y por las presiones de los poderes fácticos, sino por lo que perciben, junto con otros, que es urgente hacer.

A ellos podrían aplicarse aquellos versos de Bertolt Brecht:

“Hay hombres que luchan un día y son buenos. Hay hombres que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años y son muy buenos. Pero los hay que luchan toda la vida, ésos son imprescindibles”.

A estos célebres versos de Brecht yo añadiría alguno más recordando a Adolfo Suárez:

“Hay personas –varones y mujeres- que luchan con coraje mientras tiene sentido hacerlo, porque están empeñados en llevar adelante una causa buena para todos, y con el mismo coraje saben retirarse a tiempo. Ésos son los excelentes”.

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