Confesiones de una abstemia: cuando sospechas de tu forma de beber mucho antes de dejarlo
La autora reflexiona sobre la particular relación de las mujeres con el alcoholismo y cómo a los treinta años solo sabía vincularse con el mundo a través de la bebida.
Hace unos meses tuve la suerte de ver por primera vez El triunfo de Baco, o más bien, como algunos la conocen, Los borrachos. Una obra de 1629 de Velázquez que no es el cuadro más importante del Museo del Prado, tampoco el más famoso de Velázquez. Sin embargo, algo me hizo contemplarlo con una atención que hasta a mí me sorprendió. En el centro del cuadro hay un hombre que bebe de un cuenco, con una media sonrisa que se escurre casi de manera involuntaria por su boca, otro le susurra, otro se acerca; y esos dos que están atrás, que están y no están en la escena. Sus narices enroj...
Hace unos meses tuve la suerte de ver por primera vez El triunfo de Baco, o más bien, como algunos la conocen, Los borrachos. Una obra de 1629 de Velázquez que no es el cuadro más importante del Museo del Prado, tampoco el más famoso de Velázquez. Sin embargo, algo me hizo contemplarlo con una atención que hasta a mí me sorprendió. En el centro del cuadro hay un hombre que bebe de un cuenco, con una media sonrisa que se escurre casi de manera involuntaria por su boca, otro le susurra, otro se acerca; y esos dos que están atrás, que están y no están en la escena. Sus narices enrojecidas, sus pieles irritadas por el vino, sus gestos desencajados y esa felicidad, no otra sino esa, esa única euforia de estar borracho y vivo. Borracho y feliz. Borracho y ya. Fue ahí, en ese museo, ante esos trazos de óleo centenarios y esos gestos reconocidos, que me percaté de que llevo dos años sin tomar alcohol. Ahí me reconocí no en El triunfo de Baco sino en en Los borrachos: ellos y yo, los borrachos como nosotros.
Nunca supe si yo tenía un problema con el alcohol. Al ser una droga (como cualquier otra y yo no me opongo a ninguna de ellas) de uso tan extendido, naturalizado y promovido en nuestra cultura occidental, muchas veces el diagnóstico es esquivo y lejano. Mi consumo de alcohol nunca interfirió directamente con mi trabajo, ni con mis vínculos. Nunca fue un obstáculo claro entre mis sueños y yo, ni tampoco yo parecía como esos estereotipos con los que se representa a los alcohólicos en el cine y en los libros. Sin embargo, algo de mi forma de beber me generaba muchísima sospecha.
Y es por esa sospecha por donde quiero empezar. Yo fui una borracha de las que olvidan. Grandes trozos de noche quedaban completamente eliminados de mi memoria. Cada una de esas mañanas después de una noche de tragos de más venía acompañada de preguntas tormentosas: ¿quién toma las decisiones cuando me emborracho?, ¿qué hice, qué dije y quién soy si no puedo recordarlo?, ¿de qué me escondo cuando olvido? No sólo surgían preguntas sobre mi consumo, sino también sobre mi identidad. Y de esa pregunta habló muy bien María Moreno, en su libro Blackout, al escribir que cada vez que me despertaba sin recordar nada, la sensación era tan atroz que sentía que había cometido un asesinato. Era una duda así de atroz la que me atormentaba al despertar.
Por supuesto, después de esas lagunas, aprendí a hacer lo que llamé “control de daños”, que no era otra cosa que chequear con quienes había estado la noche anterior si no me había portado mal, si no había dicho nada incorrecto, si no había peleado o había agredido a alguien. Quizás por lo poco se habla de los problemas a la salud que trae el beber, o porque son tan escasas las políticas de reducción de riesgos y daños al respecto (dado que creemos que sabemos todo lo que hay que saber) yo sentía que debía rastrear mis pasos de la noche anterior de manera disimulada, nunca admitiendo la laguna, nunca delatando mi problema, mi sospecha, mi vergüenza, mi incomodidad.
No digo que a todo el mundo le pase, porque no todas las personas que beben tienen un problema y no todos los problemas se ven iguales. Pero es cierto, y ya lo ha escrito Holly Whiteaker en su libro Quit Like a Woman, que siendo mujer se habla todavía menos de tener una relación compleja con el alcohol. Es por esa dificultad del estereotipo y del diagnóstico, que la activista Catalina Zuleta (@NiTanAnonima) habla de “la zona gris del alcohol”, que sería estar en un espectro que a una misma le genera dudas e incomodidades con respecto a su forma de beber.
Yo sospeché de mi manera de beber muchos años antes de decidir dejarlo. Sentí esa desazón desde mi primera borrachera, a los dieciséis y todas las veces en que me emborraché desde entonces, no siempre olvidándome, pero siempre con un temor: apenas me tomaba el primer trago, no estaba segura de poder parar. La cantidad de esfuerzo y energías invertidas en un autocontrol imposible, tomando agua cada trago, mirando a los otros a ver si yo estaba vaciando con demasiada velocidad mi propia copa eran agotadores. Cuando todos se querían ir del bar, yo deseaba secretamente que alguien más dijera que nos quedáramos y pidiéramos otra botella. Sin embargo, el alcohol fue el motor de mis noches, de mis vínculos sociales, de la mayoría de mis relaciones sexuales y afectivas e incluso puedo afirmar que mi primera novela la escribí enteramente en estado de embriaguez. Yo fui una borracha orgullosa. Me aseguré de ser reconocida como buena bebedora, de esas que beben como los hombres, que no se quejan y aguantan la siguiente ronda. Al final, me decía a mi misma, si no te levantas con ganas de servirte un vaso de vodka con hielo en ayunas, no tienes un problema ¿no?
Por eso para mí era muy difícil pensar en una vida sin beber, porque por casi treinta años era la única forma que conocía de vincularme con el mundo y conmigo misma.
Muchos años antes de la mañana de octubre del 2021 en que decidí dejar de beber, yo había leído a la escritora Argentina Malén Denis escribir algo muy hermoso sobre su experiencia al dejar de tomar. Decía que dejar el alcohol era una tarea de imaginación; que había que poder imaginar una vida en sobriedad. Cuando lo leí por primera vez supe que no estaba lista para dar el paso, pero esa mañana de octubre una certeza me golpeó el pecho: “puedo intentar construir una vida sin alcohol. Creo que la puedo imaginar”.
Pensé que para que esa vida funcionara, debía plantear mis propias reglas del juego. Si mi forma de beber no cabía en un diagnóstico genérico, pues era libre de dejarlo como a mí me pareciera mejor para ese futuro imaginado.
La primera: intentar dejar el alcohol no podía alterar mis vínculos sociales. El fin de semana siguiente fui a una fiesta y me propuse pasarla bien sin beber. Nunca una fiesta me había parecido tan novedosa. No necesariamente más entretenida, solo nueva. Para no aburrirme bailé mucho más de lo que solía bailar y eso ha sido una constante en estos dos años: cambié muchas barras de bar por pistas de baile. Cada tanto incluyo un poco de porro para darle más cariz de fiesta a la fiesta, aunque no es un imprescindible como en su momento lo fue el alcohol.
La segunda regla: no ser una evangelizadora de nada. No estaba dispuesta (ni lo estoy todavía) a ser una pesada que juzga a todas las personas que beben. Tampoco estoy dispuesta a decirle al mundo entero que he dejado de beber. La verdad que no lo sé, por ahora lo he dejado. En estos dos años he probado sorbitos de vinos ajenos (vinos que parecían demasiado buenos como para no catar) y he brindado en año nuevo con champagne. Pero algo de mi relación con el alcohol ha cambiado para siempre. Ahora, en la abstinencia, puedo reconocer que hay algo más, hay una relación con lo automático de beber que se ha roto. Su vínculo obligatorio con todas las otras esferas de mi mundo se ha desvanecido. Y creo que eso le ha dado paso a una relación más genuina con el deseo, con lo que verdaderamente quiero, en lugar de lo que debería querer porque está ahí. De hecho, según un estudio de la universidad de Sussex, dejar el alcohol por un mes cambió la relación con el alcohol de todos los participantes durante el resto de ese año. Y puedo entenderlo. Después de ese mes lo dejé por completo, pero animarme a intentarlo facilitó la sobriedad como una posibilidad: no como un mandato, sino como un intento que valía la pena explorar.
Después de los primeros meses sin alcohol, vinieron las primeras citas en sobriedad. La experiencia no fue ni mejor ni peor, sólo fue diferente. Algunas citas fueron buenas, algunas malas, pero en todas estuve presente (quizás demasiado), y los cuerpos nuevos me parecieron nuevos en todos los sentidos. La sobriedad empezó a parecerme divertida, hasta un poco lúdica. Empecé a sentir curiosidad por la vida en sobriedad, como dice Catalina Zuleta. Que la curiosidad sea el motor de mi mundo, de vivir con una conciencia diferente, que la curiosidad por los otros y por mí misma sea lo que me mantiene sin beber. Después de ver ese cuadro de Velásquez en el Museo del Prado, fuimos con amigues a un bar. La tarde era hermosa. La luz del verano entraba por las ventanas e iluminaba las copas y las hacía brillar. Todes pedían sus traguitos y yo pedí café y después soda. La situación no era ni mejor ni peor, pero ya no era lo que habría sido si yo también hubiera estado bebiendo.
Estando ahí pensé en el cuadro, en lo que pasaría si yo también estuviera bebiendo. Porque es cierto que la vida no es igual, no voy a mentir (tercera regla de mis instrucciones inventadas) pero eso no me trae ni alegría ni tristeza, sino una especie de nostalgia por esa realidad de la que de alguna manera me despedí cuando decidí dejarlo.
No podría decir que en este tiempo me he convertido en una mejor persona. En lo absoluto. De hecho, ya no tengo excusas para cuando soy mezquina, odiosa, ridícula o hablo de más. Y eso está bien. Quizás estar sobria me ha permitido reconciliarme con mi maldad y mi oscuridad. Abandoné algo que era parte de mi identidad, y me reconstruí con lo que había quedado. Y esto es diferente al pasado, es cierto. Pero, como escribió J.R. Moehringer en sus memorias, El bar de las grandes esperanzas, “beber y seguir intentándolo eran dos impulsos opuestos”. Creo que dejar de beber me dio una confianza que no tenía y unas ganas nuevas de intentar las cosas, una especie de vitalidad que teme menos al fracaso y valora el intento, el movimiento.
Creo que una no debe tomarse a una misma ni a sus convicciones tan en serio. No sufro cuando me ofrecen o me insisten en tomar alcohol, y prefiero salir del aprieto diciendo algo divertido que incomode al intenso antes que enojarme. Tampoco me interesa que ser abstemia se sume a las etiquetas con las que ya cargo. No hace falta que cada decisión que tomamos sea una nueva bandera política a levantar.
Y cuando la culpa y la ansiedad por el pasado me agobian, cuando me atormenta lo que he olvidado y la duda sobre si esa euforia de borracha era real o sólo era una ficción de la embriaguez, me repito a mi misma unos versos de un poema de Louise Glück que me traen sosiego:
Y sin embargo, en este engaño
hubo verdadera felicidad
Así que creo que repetiría
esos errores del mismo modo.
Tampoco me parece que sea
crucial saber
si esa felicidad
se basa en una ilusión:
es real, a su manera
Y en cualquier caso,