El pasodoble belga que se hizo himno español
El turismo facilitaba el tráfico de canciones con otros países europeos. El tema llegó importado tras su enorme éxito en el norte
No hay manera, oiga. Desde hace más de medio siglo, las autoridades turísticas han intentado vender las maravillas de la España urbana y la España del interior. Una oferta sintetizada en la tríada “catedrales, museos y gastronomía”, que no parece haber penetrado en el caletre del turista medio, emperrado en disfrutar de las tres eses: “sex, sand and sun”. Es decir, “sexo, arena y sol”. Aunque una somera inspección del actuar de nuestros visitantes constataría que sus prioridades han derivado hacia “alcohol, sexo y sol”.
Una posible explicación es la carencia de una banda sonora q...
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No hay manera, oiga. Desde hace más de medio siglo, las autoridades turísticas han intentado vender las maravillas de la España urbana y la España del interior. Una oferta sintetizada en la tríada “catedrales, museos y gastronomía”, que no parece haber penetrado en el caletre del turista medio, emperrado en disfrutar de las tres eses: “sex, sand and sun”. Es decir, “sexo, arena y sol”. Aunque una somera inspección del actuar de nuestros visitantes constataría que sus prioridades han derivado hacia “alcohol, sexo y sol”.
Una posible explicación es la carencia de una banda sonora que identifique al país con la misma eficacia que las canzoni napolitanas o la chanson parisina. Oh sí, está el flamenco, pero se trata de un arte hermético, que los guiris aprecian esencialmente como baile o en guitarra; el flamenco vocal solo parece internacionalizarse en su vertiente rumbera y en voces francesas (recordarán que ya exploramos aquí l’affaire Gipsy Kings). Por oscuros pudores históricos, pocos artistas locales se han lanzado a crear música inequívocamente ‘’spanish pero destinada a un público global, aprovechando la estancia temporal de decenas de millones de foráneos.
Así que no deberíamos asombrarnos de que el himno extraoficial del país, Y viva España, sea un producto de importación. Para más inri, obra de dos belgas, el compositor Leo Caerts y el letrista Leo Rozenstraten. Por si sirve de consuelo, flamencos, es decir, naturales de Flandes. A Caerts cabe reconocerle la habilidad de elaborar un pasodoble que lo mismo encaja en los parámetros del schlager teutónico que en las exigencias de cualquier banda municipal valenciana. A Rozenstraten mejor no darle ni las gracias. Ajeno a la ortografía del castellano, lo tituló Eviva España (sic). El texto confundía la parte con el todo: “con mis manos toco las castañuelas/ y con el pie marco el paso del flamenco/ Solo uso vestidos andaluces/ y en mi cabeza llevo un gran sombrero negro”.
Qué más da. Grabada por la joven Samantha, natural de Amberes, fue enorme éxito en Bélgica y Holanda. De repente, en los países nórdicos y centroeuropeos querían traducirlo a sus idiomas. La cantante Hanna Aroni, de pasaporte israelí y vocación internacionalista, deseaba grabarla, no solo en inglés: “Quiero hacerla también en español; supongo que la original es en español ¿no?”. Pues no, fraülein, pero mejor no confesarlo. Acudieron velozmente a la Embajada española en Bruselas, donde les conectaron con Manuel de Gómez, un empleado aficionado a la versificación. Y muy patriota: “Entre flores, fandanguillos y alegría/ nació mi España, la tierra del amor/ Sólo Dios pudiera hacer tanta belleza/ y es imposible que puedan haber dos/ y todo el mundo sabe que es verdad/ y lloran cuando tienen que marchar”.
Patrimonio nacional
Precisamente esa fue la adaptación que grabó Manolo Escobar en 1973. En su descargo, cabe mencionar que se resistió por considerarlo una obviedad. Se impuso la opinión de su disquera, Belter, y los directivos estaban en lo cierto. Y viva España ya forma parte del patrimonio nacional. Quita además el mal sabor de boca de las versiones nórdicas, que en general agradecían la tolerancia española respecto al consumo de alcohol. Eso sí, más bochornosa aún es la adaptación al inglés, firmada por Eddie Seago, un antiguo publicista con vocación sicalíptica. La primera estrofa está dedicada a Rodolfo Valentino (un italiano, pero nadie va a protestar) y sigue con versos de doble sentido sobre toreros, bailaores flamencos y novias que tal vez no resistan las tentaciones de la Costa Brava. Interpretada por Sylvia Vrethammar, la versión inglesa tal vez fue la más vendida, debido al poder de irradiación del record business londinense.
Dado que la tal Sylvia era sueca, su Y viva España, editado en 1973, se considera un perfecto ejemplo de europop, modelo incluso para sus compatriotas de Abba. Pero va a ser que no. Niego la mayor: más que pop, su pelotazo pertenece a la categoría de pachanga para bodas y demás celebraciones colectivas. El europop era un fenómeno mayor: la banda sonora para las vacaciones al borde del Mediterráneo. Un batido azucarado de elementos dispersos del pop, generalmente cantado en inglés (aunque Abba también grabó más de una docena de sus temas en español).
Una oportunidad para tipos avispados de cualquier país. Entre los pioneros, un grupo escocés llamado Los Caracas, con querencia por los ritmos latinos. No se comían un rosco, así que aceptaron la propuesta del productor Giacomo Tosti para instalarse en Roma. Estaban malviviendo en un camping cuando su descubridor les llevó lo que describieron como “una canción profundamente estúpida”, titulada Chirpy chirpy, cheep cheep. Pero tragaron y aceptaron incluso cambiarse el nombre a Middle of the Road. Se convertiría en uno de los mayores éxitos de 1971: lo podían cantar los niños y lo bailaban adultos convenientemente lubricados.
Ya en los años ochenta, se comenzó a hablar del “efecto Benidorm”. Los veraneantes volvían a sus países de origen reclamando discos que habían disfrutado en la costa. Benefició a New Order, en el Reino Unido un grupo para exquisitos. Su Blue Monday funcionaba en las discotecas levantinas y, como si fuera un milagro, volvería a escalar las listas. Metafóricamente, Benidorm situaría a New Order en el mainstream británico.
Menos conocido es el “efecto Ibiza”. Hacía 1987, la isla fue visitada por pinchadiscos británicos que tuvieron unas vacaciones gloriosas. Se fijaron en un colega, el argentino Alfredo Fiorito, que en Amnesia alternaba pop más o menos exquisito con temas de factura digital. La misma combinación triunfaba en las pistas valencianas pero ellos no lo sabían; de vuelta en Londres o Manchester vendieron ese eclecticismo bajo la etiqueta de Balearic beat. Fue el fermento en que crecieron el acid house y lo que se conocería como “el segundo verano del amor”. Excepto por las recopilaciones del Café del Mar, una iniciativa ibicenca, la industria discográfica española ni se enteró.