La IA y el no tan nuevo ideal de belleza imposible
Comienzan a aparecer ya no solo manipulaciones de la realidad, sino que interpretamos como normal un aspecto físico que ni siquiera existe
La salud mental es un tema recurrente, que comienza a aparecer en medios escritos, en las políticas públicas, e, incluso, en las conversaciones del mundo real (ese que supera las pantallas). Es algo que nos preocupa. Y con motivos. Sabemos que, como sociedad, cargamos con problemas que hacen que nuestra vida, la comunitaria, la personal, la de todos, sea más difícil.
Entre las cuestiones que ponen en ...
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La salud mental es un tema recurrente, que comienza a aparecer en medios escritos, en las políticas públicas, e, incluso, en las conversaciones del mundo real (ese que supera las pantallas). Es algo que nos preocupa. Y con motivos. Sabemos que, como sociedad, cargamos con problemas que hacen que nuestra vida, la comunitaria, la personal, la de todos, sea más difícil.
Entre las cuestiones que ponen en peligro nuestro bienestar en materia de salud mental aparecen los aspectos materiales (imprescindibles para una vida de calidad), pero destacan también los aspectos relacionados con la creciente presión social orientada a una supuesta perfección. Vivimos en una sociedad que nos impone unos ideales imposibles de cumplir, con enormes exigencias que llegan a ser contradictorias entre sí. No terminamos de saber quién los ha impuesto, pero los acatamos y los reproducimos.
Una de esas exigencias aplastantes tiene que ver con nuestro aspecto físico. Parte de la enorme presión que sentimos deriva del deseo (casi necesidad) de emular ideales corporales inalcanzables, que se manifiesta en diferentes malestares y en una serie de disfunciones. De hecho, hemos normalizado tanto la presión en torno a nuestra imagen que la mayor parte del tiempo no somos conscientes de que existe. Junto con ella, hemos normalizado también la hipersexualización y la fusión simbólica entre lo que se vende y quién lo vende (o, mejor dicho, qué imagen tiene quien lo vende). Cuerpo, objeto y emulación de sentimientos como confusión constante.
Los ideales en torno al cuerpo no son algo novedoso. Cambia la forma de esa presión, el foco (qué parte de tu cuerpo se va a criticar ahora) e, incluso, la vía y el prototipo ideal: Jean Harlow, Betty Grable, Marilyn Monroe, Twiggy, Kate Moss, Cindy Crawford han sido aspiraciones e imágenes de feminidad, mujeres ideales, no alcanzables para la mortal media. Si los ideales ya eran en sí complicados, la aparición de Photoshop supuso una vuelta de tuerca: ya no es que fuese difícil para cualquier mujer parecerse a las grandes modelos; es que las grandes modelos dejaron de parecerse a sí mismas. La ruptura entre la realidad y el ideal impuesto se hacía cada vez más grande.
El ideal de perfección alcanza ahora una nueva faceta de crueldad. Comienzan a aparecer ya no solo manipulaciones de la realidad (insisto: las mujeres-referencia dejan de parecerse a sí mismas o lo hacen bajo un coste psicológico inasumible que incluye dinero, intervenciones y dolor) sino que interpretamos como normal una perfección física que, directamente, no existe. Remite a mujeres que no son reales. Me refiero a las modelos e influencers creadas por inteligencia artificial (IA): Shudu, Miquela, Imma Gram, Aitana López. Perfectas. Ninguna, por cierto, aparenta superar los 20 años.
Podríamos pensar que el antropomorfismo de la IA es en realidad una continuidad de un problema ya existente: una presión creciente asociada al físico que impone medidas e ideales que provocan sufrimiento, disforia, hambre y dolor. Pero aquí estamos ante un matiz relevante: las influencers virtuales parecen mujeres reales. Aunque no lo sean. Y resulta imposible parecerse a alguien que no existe.
La diferencia de la presión con la situación actual radica en que las imágenes idealizadas (y retocadas) remitían a una persona real. Una persona que dormía, que podía cambiar su aspecto físico, engordar incluso (y ser totalmente vilipendiada por ello) y envejecer. Cambiar. El nuevo ideal no duerme, no enferma, no engorda.
Estas transmisoras de mensajes (en su mayoría, ruido con el que rellenar las horas), exentas de problemas o necesidades sociales, son creadoras no solo de contenido dirigido a la venta de diferentes productos, sino de una profunda insatisfacción corporal. No duermen, no envejecen, no enferman y, además, nunca se enfadan. No tienen la regla, ni migrañas, no sufren acné ni retienen líquidos.
Si la tecnología y esta implementación de humanos digitales puede resultar disruptiva, no lo es en absoluto su efecto psicosocial. Del corsé hemos pasado bisturí y de ahí, en un pequeño salto (uno pequeño para la industria, uno muy grande y hacia atrás para el bienestar), al algoritmo. Ni siquiera hablo aquí de los deepfakes, de la pornografía de venganza, o del robo de imágenes, todos ellos síntomas de una sociedad que sigue confundiendo a la mujer con un objeto.
El gran problema ante el que nos encontramos con esta digitalización de la belleza no es ya la presión de un ideal físico inalcanzable, sino que dejemos de ser conscientes de que es inalcanzable. ¿Somos capaces de distinguir una influencer-persona de otra creada por inteligencia artificial? ¿Tenemos que educar a las personas más jóvenes para que sean conscientes de que el ideal de belleza es completamente ficticio o debemos preguntarnos sobre cómo de ético es este nuevo uso de las herramientas digitales?
De nuevo, la inteligencia artificial no es sino un instrumento al servicio de unos intereses creados y podrá ser tan buena y tan útil (o destructiva) como queramos que sea. Para mí, la pregunta no está en si el algoritmo es bueno, malo o regular, sino acerca de cuáles son los límites que, como sociedad, debemos imponer en sus usos. Básicamente, la cuestión es, de nuevo, qué tipo de sociedad queremos ser y cuánto nos importa el bienestar de las personas que la componen.
Irene Lebrusán es Doctora en Sociología, profesora de la Universidad Autónoma de Madrid y autora del libro La vivienda en la vejez: problemas y estrategias para envejecer en sociedad.