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Laureles manchados de sangre en Siria: “No somos culpables de nada, salvo de querer alimentar a nuestras familias”

Desde la caída de El Asad, miembros de la minoría alauí, a la que pertenece el expresidente, intentan ganarse la vida recolectando esta hoja en las montañas, donde se exponen a la muerte a manos de pistoleros

Jihad está sentado a la entrada de su casa en Darmin, en el este de Siria, a poca distancia de los laureles que se llevaron a sus hijos. El hombre, de 71 años, empieza a hablar antes de que nadie le pregunte y su dolor se desborda. “Salíamos al amanecer y volvíamos al anochecer, cargados con sacos de hojas de laurel”, arranca, con una voz firme que poco a poco empieza a fallar. “No sabíamos quién volvería y quién se quedaría en el bosque”, prosigue, mientras las palabras parecen congelársele en la boca.

En las zonas montañosas de la región costera siria, donde hay importantes comunidades alauíes, las hojas de laurel son hoy algo más que una hierba aromática o la materia prima del famoso jabón de Alepo. Desde que cayó el régimen de Bachar El Asad en diciembre, en estos bosques, muchos se ven obligados a elegir entre arriesgarse a perder la vida o ver morir de hambre a los hijos.

Eyad recuerda el momento en el que tuvo que elegir entre la cosecha y la vida. Este hombre de 42 años, nacido en la aldea de Zama, cerca de Jableh, en el este del país, llevaba todo el día llenando un saco con hojas de laurel cuando comenzaron los disparos. “Dudé si tirar o no la bolsa, incluso en medio de las balas. Me aterrorizaba volver por segundo día consecutivo y mirar a mis hijos sabiendo que no había conseguido la manera de comprar comida”, recuerda. Al final, salió corriendo sin la bolsa. Pero volvió a la mañana siguiente a recoger laurel al mismo lugar.

Entre el 7 y el 9 de marzo de este año, después de que cayera El Asad, se registró una ola de asesinatos cometidos por combatientes suníes contra las comunidades alauíes chiíes de la costa mediterránea de Siria. La violencia comenzó al día siguiente de una rebelión de antiguos oficiales leales al presidente derrocado que, según el Gobierno, causó la muerte de 200 miembros de las fuerzas de seguridad.

También desde entonces hay pistoleros enmascarados que persiguen a los recolectores. En abril y mayo se intensificaron los ataques y en junio, al menos cuatro personas murieron asesinadas en una única ejecución a manos de hombres armados no identificados. Las autoridades no ofrecieron ninguna explicación, no hubo detenciones ni se notificaron los resultados de ninguna investigación, según el testimonio de las familias de las víctimas y los testigos locales. Las víctimas no son soldados ni activistas, sino antiguos empleados del Gobierno, trabajadores de fábricas, profesores o padres de familia alauíes.

En julio, una comisión de investigación del Gobierno sirio reveló que 1.426 personas habían muerto en marzo durante los ataques contra las fuerzas de seguridad y en las posteriores matanzas de alauíes.

Las víctimas no son soldados ni activistas. Solo antiguos empleados del Gobierno, trabajadores de fábricas, profesores o padres de familia alauíes.

Dos euros por día de trabajo

Hasta 2011, la recolección de laurel era una parte más de la economía agraria de Siria, vinculada a la tradición jabonera del país. La guerra cambió la situación y la caída del régimen aceleró todo.

Según cifras suministradas a la prensa por el ministerio de Agricultura, existen entre 60.000 y 70.000 hectáreas de bosques de laurel silvestre en las regiones costeras de Siria, la llanura de Ghab y Masyaf. Solo se cosecha alrededor del 15 % de esa superficie. La producción anual oscila entre 15.000 y 20.000 toneladas de hojas frescas, de las cuales apenas el 10% se exporta. El resto circula por los mercados locales a precios muy bajos, por desgracia para sus recolectores.

Un día completo recolectando y transportando las hojas por escarpados terrenos montañosos permite ganar aproximadamente 25.000 libras sirias, es decir, unos dos euros. Para las familias que se quedaron sin un puesto en la administración durante las oleadas de despidos que comenzaron hace casi un año, es la única opción.

En una modesta casa de un pueblo cercano a Jableh, Umm Hassan sostiene una fotografía en la que se ve a su marido sonriendo. “Trabajaba desde el alba hasta el anochecer y ganaba apenas lo suficiente para comprar pan”, dice casi en un susurro, como si las propias palabras fueran peligrosas. “El último día se fue riéndose con sus hijos. Horas más tarde, lo trajeron a hombros, muerto”.

Niños en la montaña

Hamza baja tambaleándose por un sendero de montaña, con una bolsa blanca casi tan grande como su cuerpo de 12 años sobre los hombros. Las piernas le tiemblan ligeramente por el peso, pero sigue andando. “Estoy aquí recogiendo hojas de laurel. Sin ellas nos moriríamos de hambre”, responde cuando le preguntan por qué no está en el colegio. “Cuando mi padre trabajaba, yo no venía aquí. Aprendí lo que eran las hojas de laurel cuando lo despidieron del trabajo, como a todos nuestros familiares. Hoy, todos subimos a la montaña”, agrega.

Cuando mi padre trabajaba, yo no venía aquí. Aprendí lo que eran las hojas de laurel cuando lo despidieron del trabajo, como a todos nuestros familiares
Hamza, niño trabajador

Sus palabras, demasiado maduras para su edad, condensan la tragedia de toda una generación. Unos niños que deberían estar en las aulas se dedican hoy a escalar pendientes peligrosas y a arrancar hojas con sus manos pequeñas mientras vigilan si hay pistoleros escondidos en los árboles.

Abu Fuad, de 55 años, está sentado en su tiendecita del centro de Latakia, rodeado de sacos llenos de laurel. Sabe bien que el sistema no es justo. Los recolectores venden un kilo de laurel seco por 7.000 libras sirias, poco más de 54 céntimos de euro. Si el lote tiene demasiadas ramas, el precio baja a 3.000 libras por kilo, aproximadamente 23 céntimos.

“Compramos a los lugareños a precios bajos. Sé que se esfuerzan mucho durante días en el bosque para conseguir un producto que no les da lo suficiente para comprar comida”, dice con tono apagado de resignación. “Pero el mercado es despiadado y nosotros también tenemos que vender al precio que fijan los exportadores”.

Desde su tienda, las hojas comienzan un recorrido a través de pequeños talleres vinculados a distribuidores mayoristas, hasta acabar convertidas en el famoso jabón de laurel de Alepo o en envíos que se exportan a empresas cosméticas y farmacéuticas en el extranjero. El producto final alcanza precios muy elevados en los mercados internacionales. Pero ese dinero nunca vuelve a la montaña.

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