Volver con tu maltratador para huir de los golpistas en Myanmar
Mujeres birmanas supervivientes de la violencia de género encuentran refugio al otro lado de la frontera, en Tailandia, huyendo de la inestabilidad política y económica desatada tras la toma del poder de la junta militar
Kay Myant Myant Lwin sostiene a su hija mientras se tiende en un colchón en la penumbra. Las ventanas están entornadas para proteger la habitación del sol tropical. Hace dos días le han dado el alta en el hospital de Mae Sot —el más equipado de Tailandia—, donde le hicieron un reconocimiento médico. Todavía se le ve un hematoma bajo el ojo derecho. La joven birmana de 23 años abandonó la casa de su marido maltratador con su hija de 15 meses. Kay decidió marcharse cuando la amenazó con matarla a golpes.
Había llegado a la vecina Tailandia con él en 2019, un año después de casarse. Fue entonces cuando su pareja empezó a pegarle. Ella lo abandonó por primera vez en 2020 y volvió a Yangón, al sur de Myanmar, donde viven sus padres y sus hermanos. Allí trabajó como costurera. Cuando la Junta militar dio el golpe de Estado en febrero de 2021, la economía del país se hundió y ella se quedó sin clientes y sin ingresos. “Desde el golpe de Estado, cada día ha sido diferente y difícil”, relata. “Ni siquiera en tu casa estabas segura”. Entonces decidió volver a Tailandia. Con su maltratador.
Las consecuencias para las mujeres de la toma del poder por parte del Ejército han sido devastadoras, según un reciente informe de ONU Mujeres
La violencia contra las mujeres es un problema muy extendido en Birmania. Según un estudio realizado antes del golpe en zonas urbanas y rurales de la región de Rangún, el 21% de las mujeres birmanas declaraban haber sufrido violencia física, sexual o psicológica por parte de su pareja. El porcentaje real probablemente sea mayor, ya que muchos casos no se registran debido a que el estigma social disuade a las mujeres de denunciar las agresiones. Además, Birmania ocupó el puesto 147 de 189 países en el Índice de Desigualdad de Género de Naciones Unidas para 2020, mientras que el Índice de Instituciones Sociales y Género 2021 de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos clasificó al país como el octavo más discriminatorio de los nueve del sudeste de Asia. En los últimos años la transición de la dictadura a la democracia había dado a las mujeres la esperanza de luchar por sus derechos. Pero eso se vino abajo cuando los golpistas se hicieron con las riendas del país.
La toma del poder por parte del Ejército y la represión de los manifestantes pacíficos a principios del año pasado supuso un revés para la democracia y los derechos humanos. Según un reciente informe de ONU Mujeres, las consecuencias para estas han sido devastadoras. Desde la toma del poder por los militares, las mujeres experimentan un aumento de la inseguridad y el miedo. En una muestra de 2.200 entrevistadas, una de cada tres mujeres dijo sentirse insegura en su casa por la noche. El golpe también aumentó la inseguridad económica. Las mujeres están recurriendo a mecanismos drásticos para hacer frente a la caída de los ingresos. Cuatro de cada 10 hogares han reducido la cantidad de alimentos que consumen, y en un tercio de estos hogares, las mujeres son las que más reducen. Casi la mitad de las mujeres informaron de un aumento significativo de su trabajo doméstico y de cuidados no remunerados, lo que reduce sus posibilidades de ganarse la vida. Tanto la inseguridad física como la económica son factores de riesgo de múltiples formas de violencia contra la mujer. “Empiezan a ver desaparecer su futuro ante sus ojos. [...] Los derechos políticos y económicos de los que disfrutaron durante una década están desapareciendo rápidamente”, informa ONU Mujeres.
Según Sia Kukaewkasem, fundadora del Proyecto para la Recuperación de la Libertad (FRP, por sus siglas en inglés) en el que se refugia Kay Myant Myant Lwin, la violencia de género tiene su origen en el desequilibrio de poder enquistado en la cultura birmana. “Todos los sistemas de nuestra sociedad dan el poder a los hombres”, afirma. En la sociedad está muy arraigada la creencia de que los hombres son sagrados y venerables, mientras que las mujeres se relacionan con los malos augurios y la desgracia. Los hombres dominan las instituciones militares y religiosas, las más poderosas del país. Además, tratar la violencia doméstica como un asunto familiar interno contribuye al problema. “Cuando no se dice ni se hace nada, se es parte del problema. [...] Cada uno de nosotros en esta sociedad permitimos que la violencia ocurra”.
Cuando no se dice ni se hace nada, se es parte del problema. Cada uno de nosotros en esta sociedad permitimos que la violencia ocurra
Kukaewkasem fundó el FRP en 2017, cuando se dio cuenta de que en la zona de Mae Sot no había estructuras adecuadas para ayudar a las mujeres y a los niños a escapar de la violencia intrafamiliar. La organización apoya a las supervivientes de la violencia de género en la frontera entre Tailandia y Birmania. Kukaewkasem llegó a Tailandia procedente de Myanmar siendo niña, en compañía de sus padres. Ella misma es una superviviente de la violencia. “Toda mi vida he visto cómo mi padre pegaba a mi madre. [...] Cuando veo a personas en relaciones de maltrato me recuerdan a ella”. Puso en marcha el proyecto, dice, para ayudar a mujeres que están en la situación en la que estaba su madre. Ahora planea empezar talleres sobre la violencia doméstica dirigidos a los hombres. “Actualmente trabajamos con los damnificados, ayudamos a las mujeres y a los niños, pero quienes practican la violencia son los hombres”, reflexiona. “Quiero abordar el problema de raíz”.
En la región de Mae Sot, Birmania y Tailandia están separadas por las aguas color café del estrecho río Moei, que ofrece un punto de paso fácil para los emigrantes que quieren entrar en territorio tailandés. Según el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), fuentes del Gobierno tailandés calculan que unos 17.000 solicitantes de refugio birmanos han buscado protección en el país vecino desde el golpe de Estado. Esta cifra se suma a los 91.000 compatriotas que llevan viviendo en nueve campamentos de refugiados en la frontera desde antes del pronunciamiento.
Muchos de los que buscan refugio, especialmente los que huyeron de su país debido a su actividad política, viven con el temor de ser detenidos y deportados a Myanmar. Aunque no se dispone de datos oficiales sobre la violencia de género en estas poblaciones, es probable que muchos casos de maltrato no se denuncien porque las supervivientes no quieren ser identificadas por las autoridades tailandesas. Además, la mayoría vive en una situación económica precaria, lo cual constituye un factor de riesgo para ser víctima de la violencia de género. “Sufren muchos problemas de salud mental: ansiedad, depresión...”, explica Kukaewkasem. “Es muy duro para ellas”.
Rungphet Mungmit, trabajadora social de One Stop Crisis Center, una unidad multidisciplinar del hospital de Mae Sot que da apoyo médico y psicológico a las víctimas de violencia de género, acoso y abusos sexuales, cuenta que se encontraron con una superviviente de violencia y activista política que huyó de Myanmar después del golpe. “Seguramente habrá muchos más casos”, afirma, “pero no revelan su identidad por motivos de seguridad”.
En el refugio de FRP hay seis casas que actualmente acogen a seis mujeres y 10 niños, pero la idea es ampliarlo. Las casas comparten un jardín donde juegan los pequeños y hay gallinas que dan huevos frescos. Dos veces al mes, las mujeres desayunan juntas y se reúnen con el equipo directivo de la organización. Hablan de asuntos internos del refugio, de lo que han conseguido y de sus motivos de alegría y preocupación. Durante la reunión, una de las refugiadas relata que, unos días antes, los militares entraron en su pueblo, quemaron 30 casas y detuvieron a una docena de personas. Ella es de la región de Sagaing y se llama Hla Hla Win, un nombre ficticio con el que protege su identidad.
La mujer, de 34 años y madre cinco hijos, llegó a Tailandia en 2020 con su segundo marido, que empezó a maltratarla unos dos meses después de casarse. En la última paliza le rompió una mano. La fractura no recibió el tratamiento adecuado en el primer momento. Solo le hicieron una radiografía al llegar al refugio. La mano parece rígida cuando Hla Hla Win tomaba en sus brazos a su hija menor, de ocho meses. “Todavía me duele”, explica la madre, “por ejemplo, cuando lavo la ropa. [...] Cuando mi marido me la rompió, no pude seguir cuidando a mi hija, así que decidí abandonarlo. Dejé a mi marido por la seguridad de mi hija”.
Sus otros cuatro hijos, nacidos de su primer matrimonio, todavía están en su pueblo en Myanmar, con su padre. Cuando los militares entraron en la población, huyeron, y no pudieron volver a su casa hasta que las tropas se marcharon. El hijo mayor, de 17 años, se alistó en la Fuerza de Defensa del Pueblo (PDF, por sus siglas en inglés), el brazo armado del Gobierno de Unidad Nacional formado tras el golpe para luchar contra la junta militar. “Estoy orgullosa de su valor”, dice su madre. “Al principio estaba preocupada, y luego pensé que, si nadie se alistaba en la PDF, quién iba a resistir a los militares”.
Sagaing, una región agrícola donde la resistencia contra la junta es dura, ha sido escenario de algunos de los combates más intensos. Según ACNUR, desde el golpe de Estado ha habido 545.200 desplazados internos en la zona y más de un millón en todo el país. El Gobierno militar ha vulnerado sistemáticamente los derechos humanos, vulneraciones que, según una investigación reciente de Naciones Unidas, podrían constituir crímenes de guerra y de lesa humanidad. Asimismo, son frecuentes las noticias de violaciones tras las incursiones de los militares.
Después de la reunión, las mujeres rezan juntas, cada una según su religión. Kay Myant Myant Lwin es budista; Hla Hla Win, que es baptista, lleva una cruz rodeada de fuego tatuada en el brazo derecho. El pastor de la iglesia a la que va le aconsejó que acudiera a la organización FRP en busca de ayuda. “Tengo la sensación de que [en el refugio] mi vida ha vuelto a ser normal”, dice. Enseña fotos de su hijo de uniforme en su teléfono. “Rezo siempre por los que resisten al golpe de Estado, por los rebeldes”.
Desde su fundación, el refugio de FRP ha acogido a 40 mujeres y 59 niños. Además, la organización ofrece a las supervivientes del maltrato familiar grupos de apoyo entre iguales, clases de crianza y sesiones de asesoramiento individual. También se las anima a que sean independientes económicamente, de manera que puedan obtener ingresos para ellas y para sus hijos. El proyecto las ayuda a integrarse en actividades locales, como la elaboración de joyería artesanales. “Ahora nosotras os proporcionamos el pescado”, suele decir Kukaewkasem a las mujeres del refugio, “pero queremos que aprendáis a pescarlo vosotras mismas”. Hace poco, FRP le dejo en préstamo una máquina de coser a Kay Myant Myant Lwin para que pudiera volver a trabajar y compartiera lo que sabe hacer. “Estoy muy contenta y emocionada de enseñar a las demás mujeres del refugio”, afirma.
Más tarde, Kay Myant Myant Lwin y Hla Hla Win pasan un rato juntas con sus hijas en el jardín del refugio. Hla Hla Win coge una florecita de un árbol y se la enseña a la hija de Kay Myant Myant. La pequeña intenta cogerla. A las dos madres les gustaría tener un futuro en Birmania, pero son conscientes de que esa vida mejor quizá se encuentre en otra parte. “Los militares no son justos”, señala Kay Myant Myant Lwin. Le gustaría empezar a estudiar inglés y tailandés y quiere enseñar a coser a su hija. “Pero yo le daré todo el apoyo que pueda en lo que ella decida hacer”.
Desde el refugio se oyen los disparos en la orilla de Birmania. Aun así, el sonido de la guerra puede parecer más seguro que dormir al lado de alguien a quien se teme.
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