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Perder las esencias

Los inmigrantes han destruido la identidad del barrio, y bien destruida está

Terminé muy pronto una gestión y me quedaba una hora larga hasta mi cita. Como estaba al lado del barrio donde vivió mi abuelo hace un siglo, me puse a callejear. Hacía más de 10 años que no lo pisaba, y a esos sitios hay que volver de vez en cuando, en terapia proustiana, por si te viene una epifanía de las que te arreglan el mes.

Sabiendo que el barrio era prácticamente un gueto de extranjeros, marchaba con la esperanza de dar la razón a la mayoría de opinantes españoles y confirmar sus sospechas de que todo tiempo pasado fue mejor. Contrastaría mis recuerdos infantiles —de cuando vi...

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Terminé muy pronto una gestión y me quedaba una hora larga hasta mi cita. Como estaba al lado del barrio donde vivió mi abuelo hace un siglo, me puse a callejear. Hacía más de 10 años que no lo pisaba, y a esos sitios hay que volver de vez en cuando, en terapia proustiana, por si te viene una epifanía de las que te arreglan el mes.

Sabiendo que el barrio era prácticamente un gueto de extranjeros, marchaba con la esperanza de dar la razón a la mayoría de opinantes españoles y confirmar sus sospechas de que todo tiempo pasado fue mejor. Contrastaría mis recuerdos infantiles —de cuando visitábamos a la familia— y los juveniles —de cuando cerraba los bares—, y entonaría una égloga por la ciudad que se fue, por los ultramarinos, los vecinos a la fresca en sillas de enea y las paradas del mercado llenas de chorizos de pueblo y de otros productos hoy proscritos por los cardiólogos. Qué bien, me dije, por fin seré un español preocupado por la pérdida de sus raíces. Quería entrar en un bar de toda la vida y encararme con el camarero chino: “Mire, esto no son papas bravas ni mansas”.

Para mi desgracia, mis recuerdos infantiles y juveniles eran mucho más sórdidos que lo que se me aparecía en el paseo. Yo recordaba un barrio lleno de yonquis y tomado por prostitutas callejeras al anochecer. Recordaba a chavales pinchándose en los portales, y a mi tía encerrada en casa, con miedo a salir en cuanto oscurecía un poco. Casi todos los abuelos vivían enclaustrados. Recordaba comercios arruinados y bares sucios donde agonizaban alcohólicos colgados de una tragaperras. Luego supe que esto sucedía en muchos barrios históricos de España, que se desconchaban y se retorcían de desempleo, sida y heroína.

El barrio de hoy está lleno de comercio: bazares chinos, carnicerías halal y fruterías tropicales. Han abierto hoteles, porque algunas partes andan ya gentrificadas (y ese es el problema: que los gentrificadores quieren cambiar a los rumanos y a los marroquíes por noruegos y franceses con maletas con ruedas, y necesitan inventarse un infierno para que la Policía les haga el recambio), y los bares que antes asustaban hoy son cafeterías limpias y apetitosas donde los viejos echan la partida y bromean con el dueño, al que llaman Paco, aunque nació en Chengdú o en Cluj Napoca. Se han perdido las esencias, y bien perdidas están. Ojalá se pierdan para siempre y no vuelvan nunca los barrios de la mugre y el miedo por los que Vox y el PP de Feijóo sienten tanta nostalgia.

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