Noelia Núñez como síntoma de la titulitis española
Nos debemos un debate sereno sobre la universidad y su función, y no podremos tenerlo mientras estridulen los grillos de estas jaulas
Cuando entro en la consulta de un médico o en el despacho de un abogado y me encuentro paredes forradas de títulos académicos, me pregunto si ante mí se despliega un origami de transparencia y credibilidad o una manifestación patológica de narcisismo y complejo de inferioridad. Mi demonio interior me susurra: alguien que necesita recordarse a sí mismo y al mundo que va sobrado de credenciales a lo mejor sufre un caso agudo de síndrome del impostor. La profesionalidad se demuestra en la actitud, y nadie quiere que el cirujano que le opera se replantee su valía mientras hurga en su costillar. A ...
Cuando entro en la consulta de un médico o en el despacho de un abogado y me encuentro paredes forradas de títulos académicos, me pregunto si ante mí se despliega un origami de transparencia y credibilidad o una manifestación patológica de narcisismo y complejo de inferioridad. Mi demonio interior me susurra: alguien que necesita recordarse a sí mismo y al mundo que va sobrado de credenciales a lo mejor sufre un caso agudo de síndrome del impostor. La profesionalidad se demuestra en la actitud, y nadie quiere que el cirujano que le opera se replantee su valía mientras hurga en su costillar. A los mejores en su oficio no les importa si les llaman doctor o les tutean.
La pícara Noelia Núñez nos ha regalado una de esas peleas infantiles que tanto gustan en la política española. Como en los libros de buscar a Wally, un montón de asesores se aplicaron en expurgar los currículums de ministros y diputados a la caza del título falso, y pasaron unos días tirándose másteres y doctorados inflados a la cabeza. Como si el problema de España fuera el fraude de la gente que se inventa títulos y no la hiperinflación de títulos legítimos, llamada clínicamente titulitis, que ha devaluado la condición universitaria hasta hacerla casi irrelevante.
España pasó del analfabetismo de masas a la titulación universitaria de masas en un par de generaciones. Hay en este país jueces y catedráticos que fueron criados por madres que no sabían leer, y eso es un motivo de orgullo dinástico mayor que toda la retahíla de títulos nobiliarios de la casa de Alba. Es, quizá, el mayor triunfo de la democracia española.
De ahí que el diploma tenga un carácter sagrado incluso cuando ya no significa nada. Los partidos reclutan a sus cachorros en las universidades, y como a los veinte ya están trabajándose el escaño en activismos varios, no pueden ir a clase. O se quedan sin título, o el partido, siempre providencial, les apaña uno en una universidad basurera gestionada por amiguetes. Y si no, se lo inventan. Pero no les dejan salir al mundo sin un diploma porque aspiran a mandar en una sociedad tan enferma de titulitis que cree que hay que estudiar para ser diputado o ministro. Las mentiras de Noelia Núñez no son el problema final, tan solo el síntoma. Nos debemos un debate sereno sobre la universidad y su función, y no podremos tenerlo mientras estridulen los grillos de estas jaulas.
Mientras tanto, el título enmarcado les sirve a muchos como consuelo y decoración. Hasta que comprenden lo que vale y lo cambian por un póster.