La semifascista ‘kiss cam’ de Coldplay
Impresiona la naturalidad con la que aceptamos que los dos amantes del verano hayan sido expuestos a todo el planeta por la cámara de un concierto
Es impresionante la naturalidad con la que aceptamos que los dos amantes atontados del verano (van a engañar a sus parejas a un concierto multitudinario, a abrazarse allí como un matrimonio en vísperas, a esconderse enloquecidos cuando les enfocan) ...
Es impresionante la naturalidad con la que aceptamos que los dos amantes atontados del verano (van a engañar a sus parejas a un concierto multitudinario, a abrazarse allí como un matrimonio en vísperas, a esconderse enloquecidos cuando les enfocan) hayan sido expuestos por la semifascista kiss cam de Coldplay. Un ojo gigante recorriendo las gradas de un estadio para detenerse en quienes le apetezca y no solo eso: empujarlos a besarse con la presión de una muchedumbre que abucheará o aplaudirá el amor, en caso de haberlo (¿qué sabe la cámara?, ¿qué sabe el público?, ¿cómo distinguen en las zonas VIP a las parejas de novios de los padres que van acompañados por sus hijas?). Decimos no a las cámaras en la calle sacrificando seguridad por privacidad, pero aplaudimos que te expongan delante de miles de personas (o millones, si trasciende) en un lugar y con una compañía de los que no sabemos si quieres que se sepa algo. Sí, uno miente en el trabajo alegando enfermedad, o inventa una excusa para no visitar a sus padres, o mueve una reunión o un turno con una justificación menos festiva que el ocio, y sabe que existe alguna posibilidad, mínima, de encontrarse a un conocido o de salir al fondo en las stories de alguien: con todo eso se juega, somos los ciudadanos mezclándonos. Pero la horripilante kiss cam es el Estado controlando (¡o encamando!, que me quiten por Dios el teclado) a sus ciudadanos con la excusa de la diversión, la más conservadora del mundo: es la fuerza de las pulseras de colores de Coldplay y su buen rollo disfrazado de imposición, es Chris Martin de risitas blanqueadoras de vete a saber qué conflictos creados por la cámara el día después, es la frontera del consentimiento (¿se consiente igual en la intimidad que frente a 80.000 personas reclamando un beso?), es la exigencia de una determinada reacción de felicidad para no romper la coreografía emocional colectiva, dejándote sin elección. Cualquier noche la kiss cam enfoca a una pareja de terroristas que se esté haciendo un lío con la mochila en su primer atentado, y el público venga con que se besen, que se besen. Viva la vida, eso sí.