El espejo
La fealdad había traído a la superficie aquello de lo que no hay escapatoria: la ciudad en ruinas que llevamos dentro
Nada estaba mal. Sólo que había pasado muchos días sin ver el sol. Sólo que hacía semanas que estaba dando vueltas de una ciudad a otra, y el movimiento devoraba las reservas mínimas de intimidad necesarias para sobrevivir. Sólo que de pronto no había amor —dónde se habían ido los besos—, no había paz —no se podía detener el pensamiento—, no había misericordia. Sólo que mis ductos internos empezaron a llenarse de la sensación triste de no estar en ninguna parte. Sólo que en algunas ciudades conocidas me asaltaban recuerdos de haber estado antes y haber sido feliz (en esa plaza repleta de naran...
Nada estaba mal. Sólo que había pasado muchos días sin ver el sol. Sólo que hacía semanas que estaba dando vueltas de una ciudad a otra, y el movimiento devoraba las reservas mínimas de intimidad necesarias para sobrevivir. Sólo que de pronto no había amor —dónde se habían ido los besos—, no había paz —no se podía detener el pensamiento—, no había misericordia. Sólo que mis ductos internos empezaron a llenarse de la sensación triste de no estar en ninguna parte. Sólo que en algunas ciudades conocidas me asaltaban recuerdos de haber estado antes y haber sido feliz (en esa plaza repleta de naranjos, en esa ría, en esa calle, en ese bar). Y entonces, en ese estado de desmoronamiento, llegué a un hotel. Desde la ventana de mi cuarto se veía un panorama desolador, un barrio que parecía abandonado, una plaza inane, el trazo bestial de una autopista, grúas, edificios como nichos que hacían pensar en tumbas, un sitio sin gracia, sin alma, sin fe en sí mismo ni en la humanidad. La contemplación de ese paisaje empezó a filtrarse en el espíritu como un agua negra. Desde ese momento, cada vez que alguien me preguntaba: “¿Lo estás pasando bien?”, yo respondía: “Sí”, con una sonrisa maníaca, mientras me preguntaba a mí misma si realmente estaba viva. Una tarde en la que el tiempo estaba estancado leí un poema de Mark Strand: “Así que te quedás mirando y esperando/ mientras se asienta el polvo, y las horas milagrosas/ de la infancia se pierden en la oscuridad”, y pensé que todo se perdía en la oscuridad, no sólo la infancia, no sólo su añorada y dramática luz, sino todo, todo, y que no había refugio para la tristeza. Y cuando me pregunté de dónde venía tan profundo pesar, desconcertada ante el efecto vandálico que había producido el horror arquitectónico, me dije que la fealdad había roto el hechizo y había traído a la superficie aquello de lo que no hay escapatoria: la ciudad en ruinas que llevamos dentro. El paisaje no era el paisaje. El paisaje era un espejo.