Sobrevivir al móvil adolescente

Los jóvenes van a usar el celular el resto de su vida; ¿por qué los padres no van a enseñarles a hacerlo de forma responsable?

Adolescentes con teléfonos móviles en un instituto de Valencia.Mònica Torres

Suele ir más o menos así: tienes un bebé, empieza a balbucear, luego a andar, acumula primeras veces, aprende a leer, sopla velas en tartas azucaradísimas y, de repente, un día está a punto de cumplir 12 años y de comenzar el instituto.

Es una fecha marcada en rojo en un calendario imaginario. El paso del colegio al instituto supuso la compra del móvil a su hermana y el niño, que lo sabe, reclama el suyo. Un teléfono propio. La línea que separa la niñez de esta otra c...

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Suele ir más o menos así: tienes un bebé, empieza a balbucear, luego a andar, acumula primeras veces, aprende a leer, sopla velas en tartas azucaradísimas y, de repente, un día está a punto de cumplir 12 años y de comenzar el instituto.

Es una fecha marcada en rojo en un calendario imaginario. El paso del colegio al instituto supuso la compra del móvil a su hermana y el niño, que lo sabe, reclama el suyo. Un teléfono propio. La línea que separa la niñez de esta otra cosa que ahora imagina fascinante.

Conseguimos esquivar el móvil hasta el mes de septiembre. A alguien que no tenga críos cerca puede parecerle un mérito discutible, pero en plenos años veinte del siglo XXI, créanme, resistir tiene algo de hazaña. Hemos superado la infancia sin usar el móvil como sonajero en viajes largos, salas de espera o berrinches en restaurantes. A veces sentí flaquear mi fuerza de voluntad, como la ex fumadora que se pregunta en una boda cuánto de malo sería dar un par de caladas. Seis horas de viaje fingiendo entusiasmo por una misma canción de los Cantajuego o enganchando pegatinas en un cuaderno pueden hacer tambalear a la más estoica. Pero resistí.

No me malinterpreten, no trato de postularme a madre del año. En esto de la maternidad se aprende pronto que cada una hace lo que puede. Lo que me asustaba era, y es, la facilidad tirana del teléfono para secuestrar mi atención y mi tiempo, su habilidad para dejarnos zombis, e intenté ofrecerles otras maneras para soportar las esperas y el aburrimiento. Mi batalla siempre ha sido contra los móviles. Quiero decir que mis hijos no fueron niños sin tele. No sé, de hecho, cómo hubiéramos sobrevivido al teletrabajo pandémico sin decir que sí a otro episodio de Ladybug.

Meses antes de comprar el teléfono a mi hijo, las noticias se llenaron de grupos de padres antimóvil. ¿Por qué no retrasar la llegada de los teléfonos hasta los 16?, se preguntaban esas familias empuñando estudios y porcentajes. Y el runrún llegó al parque. Qué vais a hacer vosotros, nos interrogábamos unos a otros, mirando de reojo a los niños subidos al tobogán y contando mentalmente los meses que faltaban hasta el nuevo curso.

Los datos sobre móviles y adolescentes son demoledores, ya lo saben. Los chavales pasan hasta seis horas diarias apantallados, cuatro más del límite fijado por la Organización Mundial de la Salud. El uso abusivo de los smartphones provoca problemas de sueño y de salud mental, a lo que hay que añadir los peligros de las redes sociales y la amenaza del porno a golpe de clic. Un informe reciente elaborado por un comité de expertos a petición del Gobierno aconseja evitar las pantallas los tres primeros años de vida, administrarlas a cuentagotas y con supervisión hasta los seis y no dar teléfonos con internet hasta que cumplan los dieciséis.

Estamos sobreinformados, conocemos los riesgos y aun así, para nosotros, esperar no era una opción viable. Por un lado, estaba el precedente de su hermana. Por el otro, ir al instituto implica moverse solos por la ciudad, horarios incompatibles con nuestras jornadas laborales y la necesidad de comunicarnos a lo largo del día para resolver imprevistos. Cuando explicas esto, siempre aparece un tipo de persona muy militante del puesnosotrosismo. Son aquellos que constantemente entonan la cantinela encabezada por un “pues nosotros a su edad” y lo que toque (“no teníamos móviles y nunca nos pasó nada”). También los hay suscritos a la aleccionitis. Son los que defienden que si a un niño le surge un problema fruto de un despiste, solo sin ayuda aprenderá la lección. O no, respondo yo, que vivo rodeada de adultos despistados a los que nadie les castiga sin café cuando se olvidan la cartera en casa. Es asombrosa la facilidad con la que pedimos y reprochamos a los niños lo que no se nos ocurriría exigir ni afear a los adultos.

Nuestros hijos nos imitan. Hasta cierta edad (luego la cosa decae, lamento el spoiler) somos sus referentes. Nos llenamos la boca con discursos sobre su adicción a los móviles cuando nosotros acumulamos tiempos de uso inconfesables.

Nos toca dar ejemplo. Y educar. Les enseñamos desde bebés a lavarse las manos antes de comer, les embadurnamos de protector solar, les abrochamos el casco antes de subir al patinete… ¿por qué no deberíamos hacer lo mismo con algo que les acompañará, nos guste o no, lo aplacemos mucho o poco, el resto de su vida?

El móvil es uno de los regalos estrella cada Navidad. Si han decidido que ha llegado el momento, seguro que ya han hecho acto de presencia los aprendices de Nostradamus para vaticinar que están a punto de cometer un error garrafal. Pero es que no se trata de entregarles el teléfono y desentenderse. Vivir tranquilo es bastante incompatible con tener hijos.

Escribo este texto un trimestre después de la llegada del teléfono. Hemos instalado control parental, establecido un tiempo máximo diario y horarios. Nada de redes sociales ni juegos. Hay un pacto, condiciones, límites, consecuencias, supervisión y también confianza.

El día que le dimos el teléfono sentí que algo cambiaba para siempre, claro. La crianza consiste en eso, en asumir que todo cambia todo el rato. Pero sigo pensando que si sobrevivimos al hit en bucle de la taza, la tetera, la cuchara y el cucharón, también podremos con esto. Llámenme optimista.


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