El final de Bachar el Asad

Ante la caída repentina del sanguinario dictador sirio, la prioridad debe ser evitar un vacío de poder que derive en caos

Un hombre con dos banderas de la oposición siria celebra el derrocamiento de Bachar el Asad este domingo en Alepo.Karam al-Masri (REUTERS)

La dictadura sanguinaria de la familia El Asad en Siria terminó este domingo tras más de medio siglo y dos generaciones en el poder. La ofensiva relámpago de una amalgama de grupos rebeldes entró en la capital, Damasco, en la madrugada del domingo solo 11 días después de haber conquistado Alepo y tras recorrer el país de norte a sur con aparente poca resistencia a su paso. Bachar el Asad, en el poder desde el año 2000 tras heredar el sillón de dictador de su padre, huyó de la capital y se exilió en Moscú con su familia. Las escenas de alegría interna y las de la diáspora siria celebran desde ayer el fin del horror.

La brutal guerra civil que comenzó con las revueltas árabes y ha desgarrado al país durante 13 años termina así de un día para otro, en su momento de menor intensidad, con protagonistas que no son los mismos que cuando empezó y en un contexto geopolítico radicalmente distinto. El balance es catastrófico: más de 300.000 muertos, cinco millones de personas expulsadas de su país (de ellos, un millón en la UE y tres en Turquía), casi siete millones de desplazados internos y episodios que ya forman parte de la historia del horror humano, como el uso de armas químicas contra la población civil por parte de El Asad o las decapitaciones ejecutadas por grupos islamistas rebeldes.

Nada de esto se ha visto estos días. La guerra se encontraba aparentemente estancada cuando comenzó la ofensiva sobre Alepo, en el norte, de una milicia fundamentalista llamada Hayat Tahrir al Sham que engloba a una docena de grupos rebeldes y tiene la simpatía, si no el apoyo directo de Turquía. Su líder es Abu Mohamed al Julani, hijo de sirios criado en Arabia Saudí en los ochenta y entrenado en el yihadismo. Al Julani ha despojado a la milicia aparentemente del fanatismo terrorista del ISIS y Al Qaeda, que siguen activos por su cuenta, aunque en esencia es islamista.

El desmoronamiento repentino del régimen se explica en buena parte por la retirada del apoyo de Rusia e Irán, sus principales valedores. El primero, porque la guerra de Ucrania no le permite mantener más frentes. Fue la aviación rusa la que salvó a El Asad en 2015. El otro gran aliado, Irán, se encuentra en retirada internacional ante el avance de Israel. Las consecuencias regionales son impredecibles a esta hora. Siria, en guerra o no, era un Estado tapón en Oriente Próximo penetrado por Turquía e Irán, con intereses contrapuestos, y con presencia militar de Rusia, Estados Unidos e Israel en distintas esquinas de su territorio. Este lunes, Siria es una mancha indefinida en el mapa.

Hablar de fin de una era quizá se queda corto para definir el fin de la dictadura de la familia El Asad, cuyas consecuencias aún es aventurado siquiera intuir. Las cancillerías occidentales se apresuraron a celebrar la caída del dictador, pero la realidad es que nadie tiene la seguridad de que lo que venga a continuación sea un proceso ordenado, o incluso pacífico. En los próximos días veremos qué alcance tiene, si lo tiene, que el primer ministro sirio tendiera ayer la mano a los rebeldes para configurar un nuevo gobierno.

No sería la primera vez que el mundo celebra la caída de un sátrapa árabe sin ningún plan para garantizar la paz y dar voz verdadera al pueblo. La indefinición que hundió en el caos Libia o Irak no se puede repetir. Si hay líderes entre los rebeldes dispuestos a un diálogo constructivo que evite un vacío de poder deben ser identificados con prontitud, y el que tenga capacidad de interlocución, principalmente Turquía y Qatar, debe ejercerla pronto en esa dirección, para que el fin de la dictadura de El Asad sea realmente el principio de la reconstrucción de Siria.

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