El civismo exige discreción

No se trata de acallar las críticas a una gestión increíblemente catastrófica, tan solo de mantener la calma que requiere una sociedad para no degenerar en pintura negra de Goya

Militares cargan un camión con escombros en Catarroja, Valencia este martes.Chema Moya (EFE)

“Tengo tanto trabajo y estoy tan agobiada, que me voy a ir al cine”, decía una amiga cuando la vida se le hacía bola. No era una vaga ni una incapaz, sino alguien que sabía que no va al cine quien quiere, sino quien puede, y si ella podía permitirse ausentarse unas horas para tomar distancia, coger fuerzas y regresar a la realidad con criterio y algo que aportar, lo hacía. Del sosiego y la claridad mental que le dejaba su escapada al cine se beneficiaban ella misma y los que dependían de su buen desempeño profesional.

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“Tengo tanto trabajo y estoy tan agobiada, que me voy a ir al cine”, decía una amiga cuando la vida se le hacía bola. No era una vaga ni una incapaz, sino alguien que sabía que no va al cine quien quiere, sino quien puede, y si ella podía permitirse ausentarse unas horas para tomar distancia, coger fuerzas y regresar a la realidad con criterio y algo que aportar, lo hacía. Del sosiego y la claridad mental que le dejaba su escapada al cine se beneficiaban ella misma y los que dependían de su buen desempeño profesional.

No pueden irse al cine los militares, los equipos de rescate, los trabajadores de servicios esenciales, los que achican el lodo y los que han ido a echar cuantas manos hagan falta a Valencia. No pueden irse al cine los políticos ni los cargos públicos. Tampoco los periodistas que intentan ordenar los hechos y transmitir información útil para las víctimas y los afectados. Hay demasiada gente que debe mantenerse a pie firme para enterrar a los muertos y atender a los vivos, pero los que no podemos aportar nada útil estaríamos mejor en el cine, viendo una película divertida o emocionante que nos disuelva las culebras, el rencor, la bilis negra y la soberbia. Tras una buena sesión, a muchos se les pasarán las ganas de ahorcar y destripar, y si no, habrán practicado el nobilísimo arte del silencio durante un par de horas. Dos horas sin sus tuits, sin sus intervenciones en tertulias, sin sus vídeos y sin sus consignas serían dos horas que la civilización ganaría a la barbarie.

No abogo por censura ninguna ni por acallar las críticas a una gestión increíblemente catastrófica. Tampoco por ignorar la rabia y el dolor que cualquier persona que tenga piel en lugar de corcho comprende y hace suyos, y por supuesto que habrá que analizar estos días de muerte con microscopio y exigir todas las responsabilidades con crudeza y rigor, sean estas políticas, penales o de cualquier tipo.

No se trata de salvar el pellejo de ningún gobernante, tan solo de mantener la calma que requiere una sociedad para no degenerar en pintura negra de Goya. Quien pueda hacerlo, claro. Quien tenga el privilegio de poder irse al cine porque no es útil en ningún otro sitio, haría bien en disfrutarlo. A veces, la discreción es una prueba de civismo mucho más agradecida que la verborrea: en un entierro no consuela mejor quien más grita, llora y se da golpes en el pecho, sino quien sabe guardar silencio y ofrece sus condolencias con un gesto mínimo.

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