La integración, palabra maldita
A un inmigrante no se le puede exigir nada que no se le exija a cualquier otro ciudadano: someterse al imperio de la ley
Integración es una palabra que le suena bien a casi todo el mundo. En el siglo XIX, cuando los judíos estimulaban en los racistas europeos la misma bilis que despiertan hoy los inmigrantes, se hablaba de asimilación, que no sonaba tan bien, pese a referirse a lo mismo: renunciar a la cultura propia y abrazar con entusiasmo la de acogida. La integración sería, como lo fue en el pasado la asimilación, la clave de bóveda del debate, l...
Integración es una palabra que le suena bien a casi todo el mundo. En el siglo XIX, cuando los judíos estimulaban en los racistas europeos la misma bilis que despiertan hoy los inmigrantes, se hablaba de asimilación, que no sonaba tan bien, pese a referirse a lo mismo: renunciar a la cultura propia y abrazar con entusiasmo la de acogida. La integración sería, como lo fue en el pasado la asimilación, la clave de bóveda del debate, la intersección del diagrama de Venn que resolvería el supuesto problema de la inmigración.
No deja de sorprenderme que quienes más recurren a la matraca de la integración sean los que menos esfuerzos por integrarse están dispuestos a hacer ellos mismos. Exigen con vehemencia y como axioma incuestionable que un inmigrante debe borrar su lengua, su cultura, sus hábitos e incluso su ropa para no alterar el paisaje, pero ellos son incapaces de hacer el menor gesto por integrarse en un paisaje modificado. No quieren ver letras chinas en su calle, no aceptan que la tasca de la esquina ahora sirva cuscús en vez de patatas bravas y no soportan que el aire de su patio de vecinos se les llene de músicas y acentos caribeños. En fin, que no toleran la menor alteración en su paisaje, pero exigen que los demás se olviden de quienes son y adopten gustos, colores y sabores ajenos.
Yo les entiendo, porque a mí tampoco me gusta integrarme en nada. Siempre he encajado mal en todas partes. Desde niño me he sentido un bicho raro, y hacerme adulto significó aceptar que lo era y despreciar a quien me despreciaba. Entiendo que a los apóstoles de la integración no les guste adaptarse a los mundos nuevos y abracen a los políticos demenciados que les prometen restaurar una arcadia blanca, cristiana y sencilla que jamás existió, pero en la que fueron educados. Por eso mismo deberían entender que los inmigrantes de su barrio tampoco quieren renunciar a sus propias nostalgias ni romper las amarras con el país del que salieron y que, inevitablemente, llevan consigo.
A un inmigrante no se le puede exigir nada que no se le exija a cualquier otro ciudadano: someterse al imperio de la ley. Nada más. Integrarse queda al criterio de cada cual, como tantísimas otras cosas. Porque si la integración se convierte en un requisito, muchos españoles de 20 apellidos españoles tendremos que confesar que estamos muy mal integrados, que no encajamos en casi nada y que tenemos unas costumbres incompatibles con la decencia y la herencia cristiana. Y a ver adónde nos van a deportar si no nos reformamos.